Resumen del libro:
“El día antes de la revolución”, publicado en 1974, es uno de los relatos más emblemáticos de Ursula K. Le Guin. En esta obra, la autora nos presenta a Odo, una mujer que ha inspirado una revolución anarquista, pero no a través de un enfoque épico o heroico, sino desde la intimidad de sus pensamientos y su fragilidad humana. La protagonista, anciana y físicamente debilitada, reflexiona sobre su vida, sus logros y las contradicciones que la han acompañado, mostrándonos no solo a la ideóloga de un cambio social radical, sino también a la persona detrás de ese legado.
Le Guin no se enfoca en la revolución en sí, sino en los momentos previos, en el desgaste físico y emocional de Odo, quien ya no tiene fuerzas para liderar, pero tampoco puede dejar de pensar en lo que ha logrado y lo que aún queda por hacer. A través de recuerdos y reflexiones, la autora nos muestra la complejidad de una vida dedicada a un ideal, y cómo, al final, la líder de una revolución puede sentirse vulnerable y llena de dudas. La narrativa revela las tensiones entre el éxito ideológico y las pérdidas personales, la soledad y el peso de haber dedicado una vida entera a la causa del odonianismo, la sociedad anarquista que ella ayudó a imaginar.
Ursula K. Le Guin es una de las voces más influyentes de la ciencia ficción del siglo XX, y su obra se caracteriza por abordar profundas cuestiones filosóficas y políticas. Lejos de la espectacularidad tecnológica o los enfrentamientos bélicos que a menudo dominan el género, Le Guin prefiere explorar las relaciones humanas, los dilemas éticos y las estructuras sociales. En este relato en particular, utiliza el anarquismo no como un fin en sí mismo, sino como una herramienta para examinar el corazón y la mente de una revolucionaria en sus momentos más íntimos. Odo no es solo una líder, es una mujer anciana que, en sus últimos días, busca reconciliarse con su legado y consigo misma.
El relato es un testimonio conmovedor de la fragilidad humana, donde Le Guin consigue transmitirnos la profundidad emocional de Odo, un personaje complejo que, a pesar de su importancia histórica, no deja de ser una mujer que siente el paso del tiempo. El estilo de la autora, claro y poético, nos sumerge en una historia profundamente introspectiva, en la que las grandes preguntas sobre el poder, el sacrificio y la mortalidad emergen con naturalidad.
“El día antes de la revolución” es, en definitiva, una meditación sobre la vida y la muerte, sobre lo que dejamos atrás y lo que construimos. Le Guin nos recuerda que detrás de cada ideología, de cada cambio social, hay seres humanos que sienten, dudan y, al final, deben enfrentar su propia mortalidad. Un relato que, como gran parte de la obra de Le Guin, nos invita a reflexionar sobre nuestra propia humanidad.
In memoriam,
Paul Goodman (1911-1972)
Mi novela Los desposeídos trata de un pequeño mundo poblado por personas que se llaman a sí mismas odonianos. El nombre proviene de la fundadora de su sociedad, Odo, que vivió varias generaciones antes del momento en el que se desarrolla la novela y que, por tanto, no forma parte de la acción —excepto de forma implícita, puesto que todo comenzó con ella—.
El odonianismo es el anarquismo. No aquello de las bombas en los bolsillos, que es terrorismo, independientemente del nombre con el que trate de dignificarse; tampoco el darwinismo social del «libertarismo» económico de la extrema derecha; sino el anarquismo tal y como aparece prefigurado en la filosofía taoísta temprana y lo exponen Shelley y Kropotkin, Goldman y Goodman. El blanco principal del anarquismo es el Estado autoritario (capitalista o socialista); su objetivo práctico-moral principal es la cooperación (solidaridad, asistencia mutua). Es la más idealista, y para mí la más interesante, de todas las teorías políticas.
Plasmarlo en una novela, algo que no se había realizado con antelación, resultó ser un trabajo extenuante y prolongado que me absorbió por completo durante muchos meses. Una vez concluido, me sentí perdida, exiliada: una persona desplazada. Agradecí sumamente, por tanto, cuando Odo apareció de entre las sombras y atravesó el abismo de lo probable pidiendo un relato, no sobre el mundo que construyó, sino sobre sí misma.
Esta historia trata de una de aquellas personas que se marcharon de Omelas.
La voz de la oradora era tan vibrante como el retumbar de los barriles vacíos del camión de la cerveza en una calle empedrada y los asistentes a la reunión estaban apelotonados, como adoquines, frente a esa gran voz que resonaba sobre ellos. Taviri estaba en algún lugar del otro lado de la sala. Tenía que llegar hasta él. Retorciéndose y empujando se abrió camino entre aquella gente apretujada vestida con ropas oscuras. No oía las palabras, no veía los rostros: sólo el estruendo y los cuerpos amasados unos contra otros. Era incapaz de ver a Taviri, era demasiado pequeña. Amenazadores se alzaron un amplio estómago y un alto pecho vestidos de negro para bloquearle el camino. Tenía que abrirse paso hasta Taviri. Sudorosa, clavó feroz un puño. Era como golpear una piedra, aquel cuerpo no se movió ni un ápice, pero los gigantescos pulmones liberaron, justo sobre su cabeza, un sonido prodigioso, un rugido. Se encogió de miedo. Comprendió entonces que el bramido no iba dirigido a ella. Otros también gritaban. La oradora había dicho algo, algo acertado sobre impuestos o premoniciones. Entusiasmada, se unió a los gritos «—¡Sí! ¡Eso!—» y, a empellones, salió con facilidad a la extensión abierta del Campo de Instrucción Militar de Parheo. Sobre su cabeza, el cielo de la noche se extendía profundo y sin color, mientras a su alrededor asentían los tallos altos con la cabeza seca, blanca, de florecillas en ramilletes. Nunca supo cómo se llamaban. Las flores se inclinaban por encima de su cuerpo, oscilando en el viento que siempre soplaba sobre los campos al atardecer. Empezó a correr entre ellas; las flores se combaban ágiles a un lado y volvían a levantarse con un balanceo mudo. Taviri permanecía entre los altos tallos con su mejor traje, el conjunto gris oscuro que lo hacía parecer un catedrático o un actor de teatro, con una elegancia seca. No parecía feliz, pero se reía y le decía algo. El sonido de su voz la hizo llorar y extendió el brazo para agarrar su mano, si bien no se detuvo, no del todo. No podía pararse. «¡Ay, Taviri —dijo—, está ahí mismo!». El extraño olor dulce de los tallos de flores blancas se intensificó cuando pasó de largo. Había espinos, marañas bajo sus pies, había pendientes, abismos. Temió caer, caer… Se detuvo.
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