Resumen del libro:
El cuento del Grial de Chrétien de Troyes es una de las obras más importantes de la literatura medieval francesa. Se trata de la primera versión escrita del mito artúrico que introduce el tema del Santo Grial, el misterioso objeto que los caballeros de la Mesa Redonda deben buscar y encontrar.
El autor, Chrétien de Troyes, fue un poeta cortesano que vivió en el siglo XII y que escribió varias novelas de caballería inspiradas en las leyendas celtas. Su estilo se caracteriza por la elegancia, el ingenio y la ironía, así como por el uso de recursos narrativos como el diálogo, el monólogo interior y las descripciones detalladas.
El cuento del Grial narra las aventuras de Perceval, un joven ingenuo y valiente que se convierte en caballero tras conocer a Arturo y sus compañeros. Perceval emprende un viaje iniciático en el que se enfrenta a diversos peligros y enigmas, entre ellos el del Grial, que ve en el castillo del Rey Pescador pero del que no se atreve a preguntar nada. Su silencio tendrá graves consecuencias para él y para el reino, que caerá en la desolación.
La obra de Chrétien de Troyes es una obra maestra que combina la fantasía con la realidad, la aventura con la reflexión, el humor con la emoción. Es una invitación a leer y a soñar con un mundo donde la magia, el honor y el amor son posibles. El cuento del Grial es una lectura imprescindible para los amantes de la literatura y de la cultura medieval.
Dedicatoria a Felipe de Flandes
Quien poco siembra poco recoge, y el que quiera cosechar algo que eche su semilla en lugar donde Dios le conceda el céntuplo; pues en tierra que nada vale la buena semilla se seca y desmedra. Chrétien siembra y echa la semilla de una novela que empieza, y la siembra en lugar tan bueno que no puede quedar sin gran provecho, pues lo hace para el más prudente que existe en el imperio de Roma. Se trata del conde Felipe de Flandes, que vale más que Alejandro, de quien se dice que fue tan bueno. Pero yo demostraré que el conde vale mucho más, pues aquél reunió en sí todos los vicios y todos los defectos de los que el conde está limpio y exento.
El conde es de tal condición que no escucha ni viles chocarrerías ni palabras necias, y le pesa si oye hablar mal de otro, sea quien fuere. El conde ama la recta justicia, la lealtad y la santa Iglesia y abomina toda villanía. Es más dadivoso de lo que se supone, pues da sin hipocresía y sin engaño, según el Evangelio, que dice: «No sepa tu izquierda los beneficios que haga tu derecha». Que lo sepa quien los recibe y Dios, que ve todos los secretos y conoce lo más escondido que hay en los corazones y en las entrañas.
(VS. 32-107)
¿Sabéis por qué dice el Evangelio «esconde los beneficios a tu izquierda»? Porque, según el relato, la izquierda significa la vanagloria, que procede de falsa hipocresía. ¿Y qué significa la derecha? La caridad, que no se envanece de sus buenas obras, sino que se esconde para que sólo las sepa aquel que se llama Dios y caridad. Dios es caridad, y quien según la Escritura vive en caridad, dice San Pablo, y yo lo he leído, que mora en Dios, y Dios en él. Sabed, en verdad, que las dádivas que hace el buen conde Felipe son de caridad; nunca habla de ello con nadie sino con su buen corazón generoso, que le aconseja obrar bien. ¿No vale, pues, él más que Alejandro, a quien no le importó la caridad ni ningún beneficio? Sí, no lo dudéis. Bien empleado estará, pues, el trabajo de Chrétien, que se esfuerza y se afana, por orden del conde, en rimar el mejor cuento que fue contado en corte real: es el Cuento del Grial, sobre el cual el conde le dio el libro. Oíd cómo cumple su cometido.
En la yerma floresta solitaria
Era el tiempo en que los árboles florecen, la hierba, el bosque y los prados verdean, los pájaros cantan dulcemente en su latín por la mañana y toda criatura se inflama de alegría, cuando el hijo de la Dama Viuda se levantó en la Yerma Floresta Solitaria, y sin pereza puso la silla a su corcel, cogió tres venablos y salió así de la morada de su madre. Pensó que iría a ver a los labradores que tenía su madre, que le rastrillaban la avena; tenían doce bueyes y seis rastras. Así se internó en la floresta, y al punto el corazón se le alegró en las entrañas por la dulzura del tiempo y al oír el canto gozoso de los pájaros: todo esto le agradaba. Por la benignidad del tiempo sereno quitó el freno al corcel y lo dejó que paciera por la verde hierba fresca. Y él, que sabía arrojar muy bien los venablos que llevaba, iba en torno disparándolos ora hacia atrás, ora hacia adelante, ora hacia abajo, ora hacia arriba, hasta que oyó venir por el bosque a cinco caballeros armados de todas sus armas. Muy gran ruido hacían las armas de los que llegaban, pues a menudo chocaban con las ramas de las encinas y de los ojaranzos. Las lanzas entrechocaban con los escudos y las lorigas rechinaban; resonaba la madera, resonaba el hierro, tanto de los escudos como de las lorigas.
(VS. 108-191)
El muchacho oía y no veía a los que hacia él se encaminaban al paso, y muy asombrado dijo:
—¡Por mi alma! Razón tenía mi madre, mi señora, cuando me dijo que los diablos son las cosas más feas del mundo; y para instruirme dijo que ante ellos hay que santiguarse. Pero yo desdeñaré esta enseñanza y no me santiguaré en modo alguno, antes bien, acometeré en seguida al más fuerte con uno de estos venablos que llevo, y no se acercará a mí ninguno de los otros, según creo.
De este modo habló para sí el muchacho antes de verlos, pero cuando los vio abiertamente, así que el bosque los descubrió, y vio las lorigas centelleantes, los yelmos claros y relucientes, y lo blanco y lo bermejo resplandecer contra el sol, y el oro, y el azur y la plata, le pareció muy hermoso y muy agradable, y dijo:
—¡Ah, señor Dios, perdón! Son ángeles lo que aquí veo. Realmente he pecado ahora mucho y he obrado muy mal al decir que eran diablos. No me contó una fábula mi madre cuando me dijo que los ángeles eran las cosas más bellas que existen, excepto Dios, que es más bello que todo. Aquí creo que veo a Nuestro Señor, pues contemplo a uno tan hermoso, que los otros, así Dios me valga, no tienen ni la décima parte de belleza. Mi misma madre me dijo que se debe adorar, suplicar y honrar a Dios sobre todas las cosas. Yo adoraré a éste, y después a todos los ángeles.
Inmediatamente se tira al suelo y dice todo el credo y las oraciones que sabía porque su madre se las había enseñado. El principal de los caballeros, lo ve y dice:
—Quedaos atrás. Un muchacho que nos ha visto ha caído al suelo de miedo. Si vamos todos juntos hacia él, me parece que será tal su espanto que morirá, y no podrá responder a nada que le pregunte.
Aquéllos se paran y él se adelanta hacia el muchacho galopando, lo saluda y lo tranquiliza diciéndole:
—Muchacho, no tengáis miedo.
—No lo tengo —dice el muchacho—, por el Salvador en quien creo. ¿Sois vos Dios?
—De ningún modo, a fe mía.
—¿Quién sois, pues?
—Soy un caballero.
—Jamás conocí a caballero —responde el muchacho—, ni vi ni oí hablar nunca de ninguno, pero vos sois más hermoso que Dios. ¡Ojalá fuera yo así, tan reluciente y hecho de este modo!
Mientras tanto se ha acercado a él, y el caballero le pregunta:
—¿Viste hoy por esta landa a cinco caballeros y a tres doncellas?
Al muchacho le interesa averiguar y preguntar otras cosas. Con la mano le toca la lanza, la coge y le dice:
—Buen señor amable, vos que os llamáis caballero, ¿qué es esto que lleváis?
(VS. 192-265)
—¡Ahora sí que me parece que voy por buen camino! —responde el caballero—. Yo me figuraba, dulce amigo mío, saber nuevas de ti, y tú las quieres oír de mí. Ya te lo diré: es mi lanza.
—¿Decís que se lanza —dijo él— como yo hago con mis venablos?
—De ningún modo, muchacho. ¡Eres muy tonto! Se ataca con ella sin soltarla.
—Así, pues, vale más uno de estos tres venablos que veis aquí, porque siempre que quiero con ellos mato pájaros y animales a mi placer, y los mato de tan lejos como se podría hacer con una flecha.
—Muchacho, esto no me importa nada. Pero contéstame sobre los caballeros. Dime si sabes dónde están y si viste a las doncellas.
El muchacho le coge la punta del escudo y le dice francamente:
—¿Qué es esto y de qué os sirve?
—Muchacho —dice él— esto es una burla. Me llevas a cuestiones distintas de lo que yo te pido y pregunto. Yo me figuraba, así Dios me prospere, que tú me darías nuevas en vez de que tú las supieras de mí, y tú quieres que te las dé. Como sea, yo te lo diré, pues me gusta complacerte. Esto que llevo se llama escudo.
—¿Se llama escudo?
—Sí —dice él—, y no debo despreciarlo porque me es tan fiel que, si alguien lanza o dispara sobre mí, se interpone a todos los golpes. Éste es el servicio que me hace.
En tanto los que estaban atrás vinieron a toda carrera hacia su señor, y le dijeron al punto:
—Señor, ¿qué os dice este gales?
—Desconoce los modales —dijo el señor—, así Dios me perdone, pues a nada de lo que le he preguntado me ha respondido a derechas ni una sola vez, sino que pregunta cómo se llama todo lo que ve y qué se hace con ello.
—Señor, sabed de una vez para siempre que los galeses son por naturaleza más necios que las bestias que pacen, y éste es como una bestia. Es necio quien se detiene con él, si no es que quiere entretenerse con bobadas y gastar el tiempo en tonterías.
—No sé —dice él—, pero, así vea a Dios, que antes de que me ponga en camino le diré todo lo que quiera; de otro modo no me marcharé.
—Y luego le pregunta una vez más:
—Muchacho, no te pese, pero dime de los cinco caballeros y también si hoy encontraste y viste a las doncellas.
Y el muchacho lo tenía cogido por la loriga y lo estiraba.
—Decidme ahora —dijo él—, buen señor, ¿qué es lo que lleváis vestido?
—Muchacho, ¿no lo sabes?
—No lo sé.
—Muchacho, es mi loriga, y es tan pesada como el hierro.
—¿Es de hierro?
—Bien lo puedes ver.
…