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El cuento de la criada

Libro El cuento de la criada, de Margaret Atwood

Resumen del libro:

“El cuento de la criada”, la impactante novela distópica escrita por Margaret Atwood a principios de los ochenta, presenta una trama inquietante que, aunque ambientada en una sociedad futurista, resuena con notoria relevancia en el mundo contemporáneo. Atwood, reconocida autora canadiense, teje magistralmente un relato donde unos políticos teócratas, amparándose en el pretexto del terrorismo islámico, toman el control y eliminan la libertad de prensa y los derechos fundamentales de las mujeres.

La trama se desenvuelve en una sociedad totalitaria llamada Gilead, donde las mujeres son clasificadas en roles específicos. La protagonista, conocida como Defred, es una criada destinada a la procreación en un régimen que ha relegado a las mujeres a un estatus subyugado. Atwood, con su aguda visión y narrativa evocadora, anticipa de manera sorprendente amenazas contemporáneas, como la erosión de las libertades individuales y los derechos de las mujeres, que resuenan en la sociedad actual.

La fuerza de “El cuento de la criada” radica en la capacidad de Atwood para crear una atmósfera opresiva y sugerir paralelismos perturbadores con la realidad. La novela no solo es un análisis penetrante de los peligros del fundamentalismo y la pérdida de libertades, sino también una advertencia atemporal sobre la fragilidad de la democracia y la importancia de la vigilancia ciudadana. Margaret Atwood, con su maestría literaria, ofrece una obra que, a pesar de su publicación décadas atrás, sigue resonando como un eco profético de las sombras que pueden oscurecer el panorama social y político. “El cuento de la criada” no solo es una obra literaria, sino un espejo incisivo que invita a la reflexión sobre la naturaleza precaria de la libertad y la importancia de preservarla en tiempos turbulentos.

Capítulo 1

Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos —, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.

En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.

Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.

Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba; y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles… Creíamos que así podríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo, aún nos quedaban nuestros cuerpos… Esta era nuestra fantasía.

Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y nos tocábamos las manos mutuamente. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, nos comunicábamos los nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June.

El cuento de la criada: Margaret Atwood

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