El cuaderno prohibido
Resumen del libro: "El cuaderno prohibido" de Alba de Céspedes
Valeria Cossati es prisionera de las convenciones sociales de la Italia de los años cincuenta y vive sofocada, casi sin darse cuenta, entre sus roles de esposa y madre. Presa de un impulso inexplicable, compra un pequeño cuaderno negro en el que anota sus reflexiones y en el que comienza a revelarse lo insatisfactorio de su vida burguesa: en ese espacio prohibido que le proporciona la escritura afloran los conflictos subterráneos de su existencia, las aspiraciones frustradas y los resentimientos ocultos, hasta desembocar en un acto íntimo que conmocionará al lector.
Publicada originalmente en 1952, El cuaderno prohibido sigue resultando sorprendente por su modernidad y relevancia. Es un retrato magistral, capaz de revelar la identidad fragmentada y cambiante del ser humano, además de un gran testimonio histórico de la época, al reflejar tanto la crisis de los valores sociales e individuales como las encrucijadas a las que se enfrentaban las mujeres, en un homenaje a una generación pre-feminista que fue decisiva para las revoluciones posteriores.
Alba de Céspedes, «un redescubrimiento único» (Die Zeit), reivindicada hoy por grandes autoras como Elena Ferrante, fue una de las figuras más sobresalientes de su generación. Escritora de éxito, profundamente idealista, se convirtió en una voz de referencia dentro de la lucha antifascista y a sus inquietudes feministas y políticas sumó un compromiso profundo e irrenunciable hacia la palabra escrita y sus posibilidades, una responsabilidad que ejerció tanto desde el periodismo como desde la literatura. Dotada de una perspicacia psicológica inusual, es sin duda «una de las pocas autoras que ha conseguido establecer lo que significa ser mujer» (The New York Times).
26 de noviembre de 1950
Hice mal en comprar este cuaderno, hice muy mal, pero ya es demasiado tarde para lamentarlo, el daño está hecho. Ni siquiera sé qué me empujó a comprarlo, fue casualidad. Yo nunca había pensado en tener un diario, en parte porque un diario debe ser secreto, por lo que tendría que esconderlo de Michele y de los chicos. No me gusta tener nada escondido; además, en nuestra casa hay tan poco espacio que sería imposible. Ocurrió así: hace quin- ce días, salí de casa un domingo por la mañana tem- prano. Iba a comprarle cigarrillos a Michele, quería que se los encontrara al despertar en la mesilla: los domingos se levanta siempre tarde. Hacía un día precioso y cálido, pese a que era ya bien entrado el otoño. Sentía una alegría infantil al caminar por la acera soleada y al ver los árboles aún verdes y a la gente contenta, como parece siempre los días de fiesta. Así es que decidí dar un corto paseo y acer- carme al estanco de la plaza. Por el camino vi que muchos se paraban en el puesto de flores y me paré yo también a comprar un ramo de caléndulas.
—Los domingos está bien poner flores en la mesa —me dijo la florista—. Los hombres se fijan en estas cosas.
Yo asentí sonriendo, pero la verdad es que al comprar esas flores no pensaba en Michele ni en Riccardo, aunque a este le gustan mucho: las com- praba para mí, para llevarlas en la mano mientras andaba. Esperando mi turno en el estanco con el dinero preparado, vi una pila de cuadernos en el es- caparate. Eran unos cuadernos negros, brillantes y gruesos, de los que se utilizan en los colegios y en cuya primera página, antes de estrenarlos, escribía tan contenta mi nombre: Valeria.
—Deme también un cuaderno —dije buscan- do más dinero en el bolso.
Pero cuando levanté la mirada vi que el estan- quero había adoptado una expresión severa para decirme:
—No se puede, está prohibido.
Me explicó que los domingos había un agente de guardia en la puerta para vigilar que solo se vendiera tabaco. Estaba sola en la tienda.
—Es que lo necesito —le dije—, cueste lo que cueste.
Hablaba en voz baja y agitada, estaba dispues- ta a insistir, a suplicar. Entonces él miró alrededor y con un gesto rápido cogió un cuaderno y me lo ofreció por encima del mostrador, diciendo:
—Guárdeselo debajo del abrigo.
Lo llevé debajo del abrigo por toda la calle has- ta casa. Tenía miedo de que se me resbalara, de que se cayera al suelo mientras la portera me hablaba de no sé qué de la columna de gas. Se me subieron los colores a la cara mientras abría la puerta con la llave. Iba directa al dormitorio cuando recordé que Michele seguía en la cama.
—Mamá… —me llamó entonces Mirella.
—¿Has comprado el periódico, mamá? —pre- guntó Riccardo.
Estaba nerviosa, confusa, me quité el abrigo sin saber si conseguiría quedarme un momento a solas. «Lo guardaré en el armario —pensé—. No, Mirella suele abrirlo cuando quiere ponerse algo mío, unos guantes o una blusa. En la cómoda tam- poco, porque Michele siempre la abre. El escritorio ya lo tiene ocupado Riccardo.»
Pensaba que no había en toda la casa un cajón,
un rinconcito que fuera solo mío. Me propuse ha- cer valer mis derechos desde ese mismo día.
«En el armario de la ropa blanca», decidí, pero luego recordé que los domingos Mirella cogía un mantel limpio para poner la mesa. Al final lo metí en la bolsa de los trapos, en la cocina. Apenas ha- bía tenido tiempo de cerrarla cuando Mirella en- tró, diciendo:
—¿Qué te pasa, mamá? Estás muy colorada.
—Será por el abrigo —dije quitándomelo—, hoy hace calor en la calle.
Me parecía que iba a decirme: «No es verdad, es porque has escondido algo en esa bolsa». Inútil- mente trataba de convencerme de que no había hecho nada malo. Volvía a oír la voz del estanque- ro, advirtiéndome: «Está prohibido».
10 de diciembre
Tuve que dejar el cuaderno escondido otras dos semanas sin poder escribir nada más. Desde el primer día me fue muy difícil cambiarlo de sitio todo el rato, encontrar escondites donde no fueran a descubrirlo enseguida. Si lo hubieran encontra- do, Riccardo lo habría querido para tomar apuntes en la universidad, o Mirella se lo habría quedado para escribir un diario, como el que guarda bajo llave en su cajón. Yo podría haberme defendido, haber dicho que era mío, pero tendría que haber justificado para qué lo quería. Para las cuentas de la casa siempre uso unas agendas publicitarias que Michele me trae del banco a principios de año. Él mismo me habría sugerido amablemente que se lo cediera a Riccardo. En ese caso, yo habría renun- ciado enseguida al cuaderno y nunca más habría pensado en comprarme otro; por eso me defendía con ahínco de tal posibilidad. Aunque he de con- fesar que, desde que tengo este cuaderno, no he vuelto a disfrutar de un momento de paz. Antes siempre me quejaba cuando los chicos salían; ahora, en cambio, quiero que lo hagan para quedarme sola y escribir. Antes nunca había caído en que son muy pocas las veces que tengo ocasión de estar sola, por lo pequeña que es nuestra casa y por mi horario de trabajo en la oficina. Tuve que recurrir de hecho a una artimaña para poder estrenar este diario: compré tres entradas para el fútbol y dije que me las había regalado una compañera. Doble mentira, pues para ello tuve que sisar de la compra. Después de desayunar, ayudé a Michele y a los chi- cos a vestirse, le presté a Mirella mi abrigo grueso, me despedí cariñosamente y cerré la puerta con un escalofrío de satisfacción. Entonces, arrepentida, fui a la ventana como para retenerlos. Estaban ya lejos y me sentí como si corrieran hacia una tram- pa urdida por mí para hacerles daño y no a un inocuo partido de fútbol. Reían entre ellos, y esa risa me provocó una punzada de remordimiento. Cuando volví a casa, iba a ponerme enseguida a escribir, pero la cocina estaba sin recoger, Mirella no había podido ayudarme como hace siempre los domingos. Hasta Michele, tan ordenado por natu- raleza, se había dejado el armario abierto y algunas corbatas desperdigadas aquí y allá, igual que hoy. He vuelto a comprar entradas para el fútbol, lo que me permite disfrutar de un poco de tranquilidad. Lo más extraño es que cuando por fin puedo sacar el cuaderno de su escondite, sentarme y empezar a escribir, no se me ocurre más que relatar la lucha cotidiana que mantengo para esconderlo. Ahora lo tengo en el viejo baúl en el que guardamos la ropa de invierno durante el verano. Pero anteayer tuve que disuadir a Mirella de abrirlo para coger unos gruesos pantalones de montaña que se pone para estar en casa desde que renunciamos a encender la calefacción. El cuaderno estaba ahí, lo habría visto nada más levantar la tapa del baúl. Por eso le dije:
—Aún no es tiempo, aún no es tiempo. —Tengo frío —protestó ella.
Yo insistí tanto que hasta Michele se dio cuenta. Cuando nos quedamos solos, me dijo que no entendía por qué había contrariado a Mirella.
—Sé lo que hago —le contesté con dureza. Él me miraba, asombrado de mi insólito arrebato—. No me gusta que te metas en mis discusiones con los chicos —añadí—. Me quitas toda la autoridad.
Y mientras él objetaba que siempre me quejo de que no se ocupa lo suficiente de ellos, y se me acer- caba, diciendo en tono de broma: «¿Qué te pasa hoy, mamá?», yo pensaba que tal vez estoy empezando a mostrarme nerviosa e irascible como hacen las mu- jeres cuando pasan de los cuarenta, o por lo menos eso dicen; y, sospechando que también Michele lo pensaba, me sentí profundamente humillada.
11 de diciembre
Al releer lo que escribí ayer, me pregunto si no empecé a cambiar de carácter el día en que a mi marido le dio por llamarme «mamá» en broma. En un primer momento me gustó mucho porque así me parecía que era la única adulta de la casa, la úni- ca que lo sabía todo de la vida. Ello acrecentaba ese sentido de la responsabilidad que he tenido siempre, ya desde niña. Me gustó también porque así podía justificar los arranques de ternura que me suscita cualquier cosa que haga Michele, que sigue siendo un hombre cándido e ingenuo, incluso ahora que tiene casi cincuenta años. Cuando me llama «mamá», yo le contesto con una expresión entre severa y tier- na, la misma que empleaba con Riccardo cuando era pequeño. Pero ahora entiendo que ha sido un error: él era la única persona para la que yo era Va- leria. Mis padres me llaman Bebe desde niña, y con ellos es difícil ser distinta a como era a la edad en que me pusieron ese diminutivo. De hecho, aunque am- bos esperaban de mí lo que se espera de los adul- tos, no parecían reconocer que lo fuera de verdad. Sí, Michele era la única persona para quien yo era Valeria. Para algunas amigas soy todavía Pisani, la compañera de colegio; para otras soy la mujer de Michele, la madre de Riccardo y Mirella. Para él, en cambio, desde que nos conocimos yo era solo Valeria.
…
Alba de Céspedes. (11 de marzo de 1911, Roma, Italia – 14 de noviembre de 1997, París, Francia) fue una escritora cubanoitaliana. Hija del embajador cubano en Italia y criada en una familia políglota, culta y progresista, trabajó como periodista en la década de los treinta y publicaría su primer libro de relatos, L'Anima Degli Altri, en 1935. Ese mismo año fue detenida por sus actividades y contactos antifascistas. En 1938 se publica con gran revuelo su primera novela, Nessuno torna indietro, que sería prohibida. En 1943 la detuvieron nuevamente por asistir a Radio Partigiana, en Bari, donde representaba a un personaje de la Resistencia. Solo un año después fundó la revista de política, arte y ciencia Mercurio y la convirtió en una tribuna de debate intelectual con firmas como las de Natalia Ginzburg, Elsa Morante o Alberto Moravia.
Entre su producción posterior destacan, entre otras, las novelas Dalla parte di lei (1949) y El cuaderno prohibido (1952; Seix Barral, 2022) que la convertirían en una autora de enorme prestigio y popularidad entre el público internacional. Después de la guerra se dedicó también a la escritura de guiones para radio, televisión, teatro y cine, como el de la película “Le Amiche”, dirigida por Michelangelo Antonioni en 1955, y fijó su residencia en París, donde fallecería en 1997.