Resumen del libro:
El Corsario Negro es una novela de aventuras del escritor italiano Emilio Salgari, publicada en 1898. Es la primera obra del ciclo de los Piratas del Caribe y se desarrolla en el mar Caribe durante el siglo XVII, en los años posteriores a 1686, época de esplendor de la piratería.
El protagonista de la historia es Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia, conocido como el Corsario Negro. Él ha jurado venganza por la muerte de sus hermanos, el Corsario Rojo y el Corsario Verde, a manos del gobernador de Maracaibo, el flamenco Van Guld. En su cruzada personal, el destino pone en su camino los ojos grises de una mujer de innegable belleza que será su perdición: Honorata de Van Guld, la hija de su enemigo.
El Corsario Negro, como ocurre con frecuencia a los protagonistas de las novelas de Salgari, se enamora de la hija de su enemigo, con quien vive un breve idilio. Fruto de su matrimonio es Yolanda, protagonista de la tercera novela, junto con el antiguo lugarteniente del Corsario, Morgan. En los dos últimos títulos toma el relevo en el protagonismo de la serie Enrico di Ventimiglia, el hijo del Corsario Rojo.
Aunque en la novela se mencionan piratas famosos de la historia como Henry Morgan, El Olonés y Michel le Basque, Salgari no se refiere a sus personajes como a los tradicionales piratas, que saquean, matan y destruyen con su típica fama de hombres crueles carentes de valores. Más bien habla de hombres valientes que luchan por la justicia, que creen en el honor, la honestidad y el valor de la palabra.
1 – Un corsario en la horca
De entre las tinieblas del mar, surgió una voz potente y metálica:
—¡Alto los de la canoa o los echo a pique!
Al oír tan amenazadoras palabras, los dos hombres que tripulaban fatigosamente una barquilla apenas visible, soltaron los remos y miraron con inquietud el algodonoso seno del mar. Tenían unos cuarenta años, y sus facciones enérgicas y angulosas aún parecían más hoscas a causa de sus enmarañadas barbas. Llevaban sobre la cabeza sombreros amplios agujereados de balas, cuyas alas parecían rotas a dentelladas; sus camisas de franelas y sus calzones estaban desgarrados, y sus pies desnudos demostraban que habían caminado por lugares fangosos. Sin embargo, sostenían pesadas pistolas, de aquellas que se usaban en los últimos años del siglo XVI.
Ambos hombres, a quienes cualquiera habría tomado por fugitivos escapados de algún presidio del Golfo de México, si en aquel tiempo hubieran existido tales establecimientos, al ver la gran sombra sobre ellos cambiaron entre sí inquietas palabras.
—Carmaux, mira bien —dijo el que parecía más joven—; tú tienes mejor vista que yo.
—Veo un gran barco, a unos tres tiros de pistola. Pero no sabría decir si vienen de las Tortugas o de las colonias españolas.
—Sean quienes fueren, nos han visto, Wan Stiller, y no nos dejarán escapar.
La misma voz de antes volvió a resonar en las tinieblas que cubrían las aguas del gran Golfo:
—¿Quién vive?
—El diablo —murmuró el llamado Wan Stiller.
Su compañero —en cambio, gritó, con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Si tiene tanta curiosidad, acérquese hasta nosotros y se lo diremos a pistoletazos!
La fanfarronada no pareció incomodar a la voz que interrogaba desde la cubierta del barco:
—¡Avancen, valientes —respondió—, y vengan a abrazar a los hermanos de la costa!
Los hombres de la canoa lanzaron un grito de alegría.
—Que me trague el mar si no es una voz conocida —dijo Carmaux, y añadió—: Sólo un hombre, entre todos los valientes de las Tortugas, puede atreverse a venir hasta aquí, a ponerse a tiro de los cañones de los fuertes españoles: el Corsario Negro.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismo!
—¡Y qué triste noticia para ese marino audaz! Otro de sus hermanos colgado en la infame horca.
—¡Se vengará, Carmaux!
—¡Lo creo, y nosotros estaremos a su lado el día que ahorque a ese condenado gobernador de Maracaibo!
El magnífico barco del Corsario se había puesto al pairo para esperar la canoa. Pero sobre su proa, a la luz de un farol, se veían diez o doce hombres armados de fusiles.
—¿Quiénes sois? —preguntó un hombre a los recién llegados, arrojando sobre ellos la luz de una lámpara.
—¡Por Belcebú, mi patrón! —exclamó Carmaux—. ¿Ya no conoce a los amigos?
—¡Que me trague un tiburón si no es éste el vizcaíno Carmaux! —gritó el hombre de la lámpara—. Y ese otro ¿no es el hamburgués Wan Stiller? ¡Los creíamos muertos!
—La muerte no nos quiso.
—¿Y el jefe?
—¡Bandada de cuervos! ¿Han concluido de graznar? —gritó la voz metálica que amenazara a los hombres de la canoa.
—¡El Corsario Negro! —barbotó Wan Stiller.
—¡Aquí estamos, comandante! —respondió Carmaux.
Un hombre descendió desde el puente de mando. Vestía completamente de negro, con una elegancia poco frecuente entre los filibusteros del Golfo de México. Llevaba una rica casaca de seda negra con encajes oscuros y vueltas de piel, calzones en el mismo tono negro e idéntica tela; calzaba botas largas y cubría su cabeza con un chambergo de fieltro, sobre el cual había una gran pluma que le caía hacia la espalda.
Tal como en su vestimenta, en el aspecto del hombre había algo fúnebre. Su rostro era pálido, marmóreo. Sus cabellos tenían una extraña negrura y llevaba barba cortada en horquilla, como la de los nazarenos. Sus facciones eran hermosas y de gran regularidad; sus ojos, de perfecto diseño y negros como carbunclos, se animaban de una luz que muchas veces había asustado a los más intrépidos filibusteros de todo el Golfo.
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