Resumen del libro:
El coronel Chabert (1832) es una sobrecogedora novela breve que retrata una sociedad donde la justicia y el honor han perdido su significado. Chabert, héroe de las campañas napoleónicas, es dado por muerto en la batalla de Eylau y arrojado a una fosa. No obstante, el coronel recobra el conocimiento y consigue salir de la tumba. Como si fuera un espectro, regresa a París para reclamar una identidad que nadie le reconoce. Y menos aún su esposa.
Completan el volumen tres cuentos magistrales: «El verdugo», un macabro episodio de lealtad familiar ambientado en España durante la guerra de la Independencia; «El elixir de larga vida», una alucinada versión del mito de Don Juan, y «La obra maestra desconocida», que relata los intentos de un pintor por reproducir la esencia de una mujer.
A la señora condesa Ida de Bocarmé,
de soltera Du Chasteler
—¡Vaya, otra vez nuestro viejo carrick!
Esta exclamación la soltaba uno de esos aprendices a quienes se conoce en los despachos como saltacharcos, y que le hincaba el diente con gran apetito a un pedazo de pan; arrancó un poco de miga para hacer una bolita y la lanzó burlonamente por el postigo de una ventana en la que se apoyaba. Bien dirigida, la bolita rebotó casi a la altura del vano, tras dar en el sombrero de un desconocido que atravesaba el patio de una casa situada en la rue Vivienne, donde residía el señor Derville, procurador.
—Vamos, Simonnin, deje de hacerle sandeces a la gente o le pongo de patitas en la calle. Por muy pobre que sea un cliente, sigue siendo un hombre, ¡qué demonios! —dijo el oficial mayor interrumpiendo la suma de una memoria de gastos.
El saltacharcos suele ser, como lo era Simonnin, un chico de trece a catorce años que en todos los despachos se halla bajo la especial dominación del primer pasante, de cuyos recados y billetes amorosos se ocupa mientras lleva mandatos a los alguaciles y memoriales al Palacio.
Tiene algo del pilluelo de París por sus costumbres y del buscapleitos por su sino. Este niño carece casi siempre de piedad, de freno, es indisciplinable, hacedor de ripios, socarrón, ávido y perezoso. Aun así, casi todos estos críos tienen una anciana madre que vive en un quinto piso, con la que comparten los treinta o cuarenta francos que les pagan al mes.
—Si es un hombre, ¿por qué le llama usted viejo carrick? —dijo Simonnin con aire de colegial que pillara a su maestro en falta.
Y siguió comiéndose el pan y el queso recostando el hombro en la jamba de la ventana, porque descansaba de pie como los caballos de un coche de plaza, con una de las piernas alzada y apoyada contra la otra sobre la puntera del zapato.
—¿Qué broma le podríamos gastar al pájaro ese? —dijo en voz baja el tercer pasante, llamado Godeschal, parándose en mitad de un razonamiento que pergeñaba en una demanda extendida por el cuarto pasante y cuyas copias las realizaban dos novatos llegados de provincias. Luego, siguió con su improvisación—:… Pero por su noble y benévola sabiduría, Su Majestad Luis Dieciocho (¡póngalo en letra, eh, Desroches, usted que es el aventajado del escrito original!), cuando retomó las riendas de su reino, comprendió… (pero ¿qué va a comprender el guasón ese?) la elevada misión a la que estaba llamado por la divina Providencia!…… (signo de admiración y seis puntos: en el Palacio son lo bastante religiosos como para hacer la vista gorda), y su primer pensamiento fue, como demuestra la fecha de la ordenanza citada a continuación, reparar los infortunios causados por los tristes y espantosos desastres de nuestros tiempos revolucionarios, restituyendo a sus fieles y numerosos servidores (lo de numerosos es un halago que gustará al Tribunal) todos sus bienes invendidos, ya se encontraran en dominio público, ya se encontraran bajo el dominio ordinario o extraordinario de la corona, ya se encontraran, por último, entre las dotaciones de establecimientos públicos, porque estamos y nos consideramos facultados para sostener que tal es el espíritu y el sentido de la famosa y tan leal ordenanza emitida en… Un momento —dijo Godeschal a los tres pasantes—, esta maldita frase ha llenado el final de mi página. Pues bien —prosiguió humedeciendo con la lengua el dorso del pliego para poder pasar la gruesa página de su papel timbrado—, pues bien, si quieren gastarle una broma, díganle que el jefe sólo puede hablar con sus clientes entre las dos y las tres de la madrugada. ¡Ya veremos si viene, el viejo rufián! —Y Godeschal retomó la frase ya iniciada—: Emitida en… ¿Ya lo tienen? —preguntó.
—Sí —gritaron los tres copistas.
Todo sucedía a un tiempo, la demanda, la charla y la conspiración.
—Emitida en… ¿Eh, papá Boucard, qué fecha lleva la ordenanza? ¡Hay que poner los puntos sobre las íes, recórcholis! Así se rellenan páginas.
—¡Recórcholis! —repitió uno de los copistas antes de que Boucard, el oficial mayor, contestara.
—¿Cómo? ¿Ha escrito usted recórcholis? —exclamó Godeschal mirando a uno de los novatos con sorna y severidad a la vez.
—Pues sí —dijo Desroches, el cuarto pasante, inclinándose sobre la copia de su vecino—, ha escrito: Hay que poner los puntos sobre las íes, y recórcholis con k.
Todos los pasantes soltaron la carcajada.
—¿Cómo, señor Huré? ¡Toma recórcholis por un término de Derecho y dice usted que es de Mortagne! —exclamó Simonnin.
—¡Bórreme todo eso! —dijo el primer pasante—. ¡Si el juez encargado de fijar las costas viera semejantes cosas, diría que nos lo tomamos todo a chufla! Meterían al jefe en un buen lío. ¡Vamos, no vuelva a hacer ninguna tontería por el estilo, señor Huré! Un normando no debe escribir una demanda con descuido. ¡Es el portaestandarte de la curia!
—¿Emitida en… en…? —preguntó Godeschal—. ¿Me quiere usted decir cuándo, Boucard?
—Junio de 1814 —contestó el primer pasante, sin interrumpir su tarea.
Un toque dado en la puerta del despacho interrumpió la frase de la prolija demanda. Cinco pasantes dentudos, con ojos vivos y burlones, con encrespadas cabezas, levantaron la nariz hacia la puerta, tras gritar a voz en cuello todos a una: «¡Adelante!». Boucard permaneció con la cara sepultada en un montón de papelajos, llamados morralla en la jerga del Palacio, y siguió con la memoria de gastos en la que trabajaba.
El despacho era una gran estancia provista de la clásica estufa que preside todos los antros de la chusma togada. Los tubos atravesaban diagonalmente el cuarto hasta llegar a una chimenea condenada sobre cuyo mármol se veían varios trozos de pan, triángulos de queso de Brie, chuletas de cerdo crudas, vasos, botellas y la taza de chocolate del oficial mayor.
El olor de esos comestibles se amalgamaba tan bien con el hedor de la estufa calentada sin mesura, con el aroma propio de los despachos y los papelotes, que la fetidez de un zorro habría pasado inadvertida. El entarimado ya estaba cubierto de fango y nieve traídos por los pasantes. Junto a la ventana se hallaba el escritorio de cilindro del oficial mayor, al que estaba adosada la mesita destinada al segundo pasante, que en ese momento tenía Palacio. Serían entre las ocho y las nueve de la mañana. En el despacho había por todo ornamento esos grandes carteles amarillos que anuncian desahucios, subastas, licitaciones de indivisos entre mayores de edad y menores, adjudicaciones definitivas o provisionales, ¡la gloria de los despachos! Detrás del oficial mayor había un enorme casillero que ocupaba toda la pared de arriba abajo, y cuyos compartimentos estaban abarrotados de legajos de los que colgaba un número infinito de etiquetas y cabos de hilo rojo, que dan una fisonomía especial a los expedientes judiciales. Los estantes inferiores del casillero estaban llenos de cajas de cartón amarillentas por el uso, ribeteadas de papel azul, y en las que se leían los nombres de los clientes importantes cuyos jugosos asuntos se estaban cocinando en aquel momento. Los sucios cristales de la ventana dejaban pasar poca claridad. Además, en el mes de febrero, en París no son muchos los despachos donde pueda escribirse sin ayuda de una lámpara antes de las diez, ya que en todos ellos reina un descuido bastante entendible: todos entran y salen, nadie se queda, no hay ningún interés personal que se sienta vinculado a un espacio tan común; ni al procurador, ni a los litigantes, ni a los pasantes les importa la elegancia de un lugar que para éstos es un aula, para aquéllos un sitio de paso, para el dueño un laboratorio. El mugriento mobiliario se transmite de un procurador a otro con tan religiosa puntillosidad que en determinados despachos sigue habiendo cajas de sobrantes, tirillas de pergamino para coser los legajos, sacas procedentes de los procuradores del Chlet, abreviatura de la palabra Châtelet, jurisdicción que equivalía en el antiguo orden de cosas al actual tribunal de primera instancia. Aquel despacho oscuro, cubierto de polvo, tenía pues, como todos los demás, algo que a los litigantes les resultaba repulsivo y que lo convertía en una de las más horripilantes monstruosidades parisienses. A decir verdad, si las húmedas sacristías donde las plegarias se pesan y se pagan como si fueran especias, si las tiendas de las ropavejeras en las que flotan harapos que mustian todas las ilusiones de la vida mostrándonos adónde van a parar nuestras fiestas, si esas dos cloacas de la poesía no existieran, un despacho de procurador sería, de entre todos los establecimientos sociales, el más horrendo. Pero lo mismo sucede con la casa de juego, el tribunal, el despacho de lotería y el burdel. ¿Por qué? En esos lugares, por ser en el alma del hombre donde se representa el drama, puede que los accesorios le sean a éste indiferentes, lo que también explicaría la sencillez de los grandes pensadores y los grandes ambiciosos.
…