El conde de Montecristo

Resumen del libro: "El conde de Montecristo" de

Novela de aventuras por excelencia, El conde de Montecristo narra la peripecia del joven Edmond Dantès, cuyo prometedor destino se trunca al verse acusado inesperadamente de agente bonapartista y ser encerrado en el adusto castillo de If. Allí, una extraordinaria serie de acontecimientos lo conduce a poder llevar a cabo una fuga insólita y desesperada en posesión del secreto de un fabuloso tesoro. Años después, de regreso en Marsella, viene a conocer que su arbitrario encierro fue debido a una conspiración. Será entonces cuando, con ayuda de sus inmensos recursos y de su ingenio, Dantès, adoptando la personalidad de conde de Montecristo, pondrá en marcha una implacable venganza para acabar con aquellos que propiciaron su ruina.

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Capítulo I

Marsella. La llegada

El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.

En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.

Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.

Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.

—¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el del bote—. ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?

—Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel —respondió Edmundo—. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…

—¿Y el cargamento? —preguntó con ansia el naviero.

—Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el naviero, ya más tranquilo—. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?

—Murió.

—¿Cayó al mar?

—No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.

Volviéndose luego hacia la tripulación:

—¡Hola! —dijo—. Cada uno a su puesto, vamos a anclar.

La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.

Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.

—Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? —continuó el naviero.

—¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre… y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.

—Es muy triste, ciertamente —prosiguió el joven con melancólica sonrisa— haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.

—¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? —replicó el naviero, cada vez más tranquilo—; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento…

—Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.

Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:

—Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.

La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.

—Amainad y cargad por todas partes.

A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.

—Si queréis subir ahora, señor Morrel —dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador—, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón anclado y de luto.

No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.

El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.

—¡Y bien!, señor Morrel —dijo Danglars—, ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto?

—Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.

—Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos —respondió Danglars.

—Sin embargo —repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instante—, me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de menester lecciones de nadie.

—¡Oh!, sí —dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado—; parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a Marsella.

—Al tomar el mando del buque —repuso el naviero— cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería.

—Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aquella demora fue puro capricho, deseos de bajar a tierra, no lo dudéis.

—Dantés —dijo el naviero encarándose con el joven—, venid acá.

—Disculpadme, señor Morrel —dijo Dantés—, voy en seguida.

Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; e inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que esta última maniobra hubo concluido.

—¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! —gritó en seguida—. ¡Iza el pabellón, cruza las vergas!

—¿Lo veis? —observó Danglars—, ya se cree capitán.

—Y de hecho lo es —contestó el naviero.

—Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel.

—¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? —repuso Morrel—. Es joven, ya lo sé, pero me parece que le sobra experiencia para ejercerlo…

Una nube ensombreció la frente de Danglars.

—Disculpadme, señor Morrel —dijo Dantés acercándose—, y puesto que ya hemos fondeado, aquí me tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad?

Danglars hizo ademán de retirarse.

—Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba.

—Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órdenes del capitán Leclerc, que me entregó, al morir, un paquete para el mariscal Bertrand.

—¿Pudisteis verlo, Edmundo?

—¿A quién?

—Al mariscal.

—Sí.

Morrel miró en derredor, y llevando a Dantés aparte:

—¿Cómo está el emperador? —le preguntó con interés.

—Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien.

—¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?…

—Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella…

—¿Y le hablasteis?

—Al contrario, él me habló a mí —repuso Dantés sonriéndole.

—¿Y qué fue lo que os dijo?

El conde de Montecristo – Alejandro Dumas

Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.

Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.