El collar del hombre errante

Resumen del libro: "El collar del hombre errante" de

H. Rider Haggard, autor de clásicos inolvidables como Las minas del rey Salomón, nos sorprende con El collar del hombre errante, una novela épica que combina elementos históricos, mitológicos y sobrenaturales. Famoso por su habilidad para entrelazar aventuras fascinantes con profundos matices espirituales, Haggard se sumerge en un fresco medieval que transporta al lector por paisajes y culturas de épocas pasadas, pero con una carga emocional y un sentido del destino que trascienden el tiempo.

La historia sigue al vikingo Olaf, un personaje enérgico y apasionado que, tras saquear una tumba en tierras lejanas, encuentra un misterioso collar que pertenece a una mujer con la que parece estar conectado desde vidas anteriores. A partir de ese momento, su vida toma un rumbo extraordinario: impulsado por visiones y sueños, Olaf emprende un viaje lleno de peligros y revelaciones. Desde los fríos paisajes de Dinamarca hasta los exóticos mercados de Bizancio, y más allá, a los templos de Grecia y Egipto, cada lugar visitado no solo enriquece la narrativa, sino que también plantea preguntas universales sobre el amor, la lealtad y el destino.

El relato no solo es una aventura repleta de batallas y desafíos; también es una exploración poética del alma humana. La conexión entre Olaf y la mujer del collar, que nunca llega a ser completamente tangible, crea una tensión emocional que atrapa al lector. Con un estilo que evoca las Eddas nórdicas, Haggard consigue impregnar la obra de una atmósfera mágica y arcaica que recuerda la oralidad de los antiguos cantares épicos.

En El collar del hombre errante, Haggard demuestra su maestría al integrar detalles históricos y culturales en una trama que se siente viva y universal. La novela no solo recrea el mundo medieval con notable precisión, sino que también invita al lector a reflexionar sobre el poder de los vínculos espirituales y la inevitabilidad del destino. Una obra hasta ahora olvidada, pero que merece un lugar entre las grandes narrativas de aventuras.

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LIBRO I – AAR

Capítulo 1

El compromiso de Olaf

YO, que en otro tiempo fui Olaf, poco puedo recordar de mi infancia. Sin embargo, me viene algún recuerdo de una casa, rodeada de un foso y situada en un gran valle cerca de mares o lagos, tierra adentro, rodeada de colinas que yo conectaba con los muertos. No entendía muy bien qué eran los muertos, pero deducía que eran personas que, habiendo caminado y estado despiertas, ahora estaban tumbadas en una cama de tierra y dormían. Recuerdo mirar una gran colina que se decía que cubría a un líder conocido como el Hombre Errante, de quien Freydisa, la mujer sabia, mi niñera, me dijo que había vivido hacía cientos o miles de años. Recuerdo pensar también que tanta tierra sobre él debía de darle mucho calor por las noches.

También recuerdo que la construcción llamada Aar era una casa larga, techada, con césped en el que crecía hierba y a veces pequeñas flores blancas, y que dentro había vacas atadas. Vivíamos en un lugar allende, separado de donde estaban las vacas con vigas de maderas irregulares. Solía observarlas, mientras las ordeñaban, a través de una grieta entre dos de los travesaños, donde había un nudo que dejaba un agujero idóneo para poder mirar más o menos a la altura de un bastón del suelo.

Un día vino mi hermano mayor y único de sangre, Ragnar, que era pelirrojo, y me alejó del agujero porque quería mirar a una vaca que siempre daba una patada a la chica que la ordeñaba. Grité, y Steinar, mi hermano adoptivo, que tenía el pelo claro, ojos azules y era mucho más grande y fuerte que yo, vino a ayudarme, porque siempre nos quisimos. Luchó contra Ragnar y lo hizo sangrar por la nariz, tras lo cual mi madre, la señora Thora, que era preciosa, lo golpeó en las orejas. Entonces todos lloramos y mi padre, Thorvald, un hombre alto y más bien desgarbado, que había llegado de cazar, pues llevaba la piel de algún animal cuya sangre había escurrido hasta sus mallas, nos regañó y le dijo a mi madre que nos mantuviese callados porque estaba cansado y quería comer. Ésa es la única escena de mi infancia que recuerdo.

La siguiente visión que me viene es una de una casa parecida en cierto modo a la nuestra en Aar, en una isla llamada Lesso, en la que estábamos todos visitando a un líder que se llamaba Athalbrand. Era un hombre con un aspecto feroz y una gran barba hendida, por la que le llamaban Athalbrand Barba Hendida. Una de las fosas nasales era más grande que la otra y tenía el ojo izquierdo caído, ambas peculiaridades le venían de alguna o varias heridas que había recibido en la guerra. En aquellos días, todos luchaban contra todos y era bastante raro que alguien viviese hasta que su pelo encaneciera.

El motivo de nuestra visita a Athalbrand era intentar que mi hermano mayor, Ragnar, se prometiese en matrimonio con la única hija que le quedaba viva, Iduna, pues todos sus hermanos habían muerto en alguna batalla. Puedo ver ahora a Iduna tal y como era cuando apareció por primera vez delante de nosotros. Estábamos sentados a la mesa y entró por una puerta de la parte principal de la casa. Llevaba unas vestiduras azules, el cabello rubio, largo y abundante, estaba peinado en dos trenzas que le colgaban casi hasta las rodillas, y alrededor del cuello y los brazos lucía enormes anillos de oro que tintineaban mientras caminaba. Tenía la cara redonda, del color de una rosa salvaje, e inocentes ojos azules que contemplaban todo, aunque siempre parecía mirar más allá y no ver nada. Los labios eran intensamente rojos y parecían sonreír. En general, pensé que era la criatura más bonita que había visto y que caminaba como un ciervo irguiendo la cabeza con orgullo.

Sin embargo, a Ragnar no le gustó y me susurró que era ladina y que traería desgracias a todo aquel que tuviese que ver con ella. Yo, que en ese momento tenía veintiún años, me preguntaba si se habría vuelto loco para hablar así de aquella bella criatura. Entonces recordé que justo antes de dejar nuestra casa había pillado a Ragnar besando a la hija de uno de nuestros esclavos detrás del cobertizo donde se guardaban los becerros. Era una chica de pelo castaño, bien parecida, como mostraban claramente sus rugosas vestiduras atadas debajo del pecho con una cinta, y tenía grandes ojos oscuros de mirada soñolienta. Además, nunca había visto besar con tanta pasión como a ella; Ragnar mismo estaba sobrepasado. Creo que por eso ni siquiera la gran dama, Iduna la Justa, le gustaba. Todo el tiempo pensaba en la chica de ojos pardos con vestiduras rojizas. Aun así, es verdad que, con chica de ojos pardos o sin ella, leyó correctamente a Iduna.

Además, si a Ragnar no le gustaba Iduna, Iduna odiaba a Ragnar desde el principio. Así que, aunque mi padre, Thorvald, y el padre de Iduna, Athalbrand, estaban furiosos y los amenazaron, los dos declararon que no tendrían nada que ver el uno con el otro y el proyecto de su matrimonio llegó a su fin.

La noche anterior a nuestra partida de Lesso, de donde Ragnar ya se había ido, Athalbrand me vio mirando fijamente a Iduna. Esto no era algo sorprendente, pues no podía apartar mis ojos de su bonito rostro y, cuando ella me miró y sonrió con aquellos labios rojos, me convertí en un pájaro estúpido hechizado por una serpiente. Al principio pensé que él se enfadaría, pero de repente parecía que había dado con una idea y llamó a mi padre fuera de la casa. Después mandaron a buscarme y encontré a los dos sentados en una piedra lisa con tres esquinas, hablando a la luz de la luna, ya que era verano, cuando todo parece azul por la noche y el sol y la luna viajan por el cielo juntos. Cerca estaba mi madre de pie, escuchando.

—Olaf —me dijo mi padre—, ¿te gustaría casarte con Iduna la Justa?

—¿Si me gustaría casarme con Iduna? —⁠susurré⁠—. Sí, más que ser gran rey de Dinamarca, porque ella no es una mujer, es una diosa.

Ante esta expresión, mi madre se rió y Athalbrand, que conocía a Iduna cuando no parecía una diosa, me llamó loco. Entonces hablaron entre ellos, mientras yo esperaba tembloroso por la esperanza y el miedo.

—No es más que un segundo hijo —⁠dijo Athalbrand.

—Ya te he dicho que hay tierra suficiente para los dos, también será suyo el oro que vino con su madre, y no es una cantidad pequeña —⁠respondió Thorvald.

—No sólo no es un guerrero, sino que es un escaldo —⁠rebatió Athalbrand de nuevo⁠—; un absurdo medio-hombre que compone canciones y las toca con el arpa.

—A veces las canciones son más fuertes que las espadas —⁠respondió mi padre⁠—, y, al fin y al cabo, es el juicio quien gobierna. Una mente puede gobernar a muchos hombres; además, con el arpa se hace música alegre en un festín. Encima, Olaf tiene valentía sufiente. ¿Cómo podría ser de otra manera viniendo de la estirpe que viene?

—Es delgado y debilucho —rebatió Athalbrand, con una expresión que enfadó a mi madre.

—No, señor Athalbrand —dijo ella⁠—. Es alto y recto como un dardo, e incluso será el hombre más guapo en esta zona.

—Todo pato cree que ha nacido cisne —⁠se quejó Athalbrand, mientras yo imploraba con los ojos a mi madre que se callase.

Entonces él pensó durante un rato, tirando de su barba hendida, y dijo al fin:

—Mi corazón no me dice nada bueno de este matrimonio. Iduna, que es la única hija que me queda, podría casarse con un hombre con mayor riqueza y poder que el que este joven creador de runas nunca podrá conseguir. Sin embargo, ahora mismo no conozco a nadie que me guste para que tome mi lugar cuando me haya ido. Además, se ha difundido a lo largo y ancho de estas tierras que mi hija se desposará con el hijo de Thorvald e importa poco con cuál. Al menos, no dejaré que se diga que ha sido desairada. Por lo tanto, dejemos que Olaf la tome, si ella lo acepta. Pero —⁠añadió con un gruñido⁠—, no lo dejemos jugar como a ese jovenzuelo pelirrojo, su hermano Ragnar, si no quiere que una lanza le atraviese el hígado. Ahora iré a conocer el parecer de Iduna.

Tras esto se fue, también mi padre y mi madre, que me dejaron solo, pensando y agradeciendo a los dioses la oportunidad que me llegaba. Y sí, también bendiciendo a Ragnar y a aquella joven de ojos pardos que le había lanzado un hechizo.

Permanecía de pie cuando escuché un sonido y, al girarme, vi a Iduna deslizarse hacia mí en aquel crepúsculo azul, más hermosa que un sueño. Se detuvo a mi lado y dijo:

—Mi padre dice que deseas hablar conmigo. —⁠Se rió suavemente y me sostuvo la mirada con sus bellos ojos.

Después de eso, no sé qué sucedió hasta que vi a Iduna inclinarse sobre mí como un sauce al viento, y entonces, ¡oh, placer de placeres!, sentí su beso en mis labios. Ya se habían revelado mis intenciones y le conté el relato que los amantes siempre se han contado. Le expliqué que estaba preparado para morir por ella, a lo que ella respondió que preferiría que viviese, puesto que los fantasmas no son un buen marido; que no era merecedor de ella, a lo que ella argumentó que yo era joven, con todo el tiempo por delante y podría vivir para ser mejor de lo que yo imaginaba, como ella creía que debería; y otras cosas.

Sólo algo más me viene a la memoria de aquella maravillosa hora. De manera estúpida dije lo que había estado pensando, es decir, que bendecía a Ragnar. Con esas palabras, de repente la expresión de Iduna se puso seria y la luz de amor en sus ojos cambió al del resplandor de espadas.

—Yo no bendigo a Ragnar —respondió ella⁠—. Espero ver un día a Ragnar… —⁠se controló y añadió⁠—: Ven, entremos, Olaf. Oigo a mi padre, que me llama para que le prepare su brebaje para dormir.

Entramos en la casa agarrados de la mano y, cuando nos vieron así, todos se unieron en un estallido de carcajadas groseras. Además, nos pusieron tazas en las manos y nos hicieron beber y pronunciar algún juramento. De esta manera se selló nuestro compromiso.

Creo que fue al siguiente día cuando regresamos a casa en el barco de guerra más grande de mi padre, que se llamaba el Cisne. Fui a regañadientes porque deseaba beber más del deleite de los ojos de Iduna. Aun así, debía irme, ya que Athalbrand así lo quería. La boda, dijo, debía tener lugar en Aar en el momento del festival de la primavera y no antes. Mientras tanto, consideró que era mejor que estuviésemos separados para que pudiéramos descubrir si aún nos aferrábamos el uno al otro en la ausencia.

Éstas eran las razones que él dio, pero creo que en cierto modo ya se había arrepentido de lo que había hecho y consideró que entre la cosecha y la primavera podría encontrar otro marido para Iduna que fuese más de su parecer. Athalbrand, tal y como descubrí más tarde, era un hombre falso que conspiraba. Además, no era de alto linaje, sino alguien que se había elevado con la guerra y el saqueo, por lo tanto, su sangre no lo obligaba a ser honorable.

La siguiente escena que recuerdo de aquellos primeros tiempos es la de la caza del oso blanco del norte, cuando salvé la vida de Steinar, mi hermano adoptivo, y casi perdí la mía.

Fue un día en el que el invierno se fundía en la primavera, pero la costa cerca de Aar estaba todavía llena de bloques de hielo y grandes témpanos que habían llegado flotando desde los mares más al norte. Un pescador que vivía allí vino a la casa para contarnos que había visto un gran oso blanco en uno de esos témpanos y que creía que había nadado a tierra. Era un hombre con un pie zambo y puedo recordar la imagen de él cojeando a través de la nieve hacia el puente levadizo de Aar, apoyándose en un bastón con la figura de un animal tallada en la empuñadura.

—Jóvenes señores —gritó—, hay un oso blanco en tierra, un oso como el que vi una vez de niño. Salid y matad el oso y ganad los honores, pero primero dadme de beber por las noticias que traigo.

En aquel entonces, mi padre, Thorvald, estaba fuera de casa con la mayoría de los hombres; no sé por qué, pero Ragnar, Steinar y yo merodeábamos por allí con poco o nada que hacer, ya que aún no era época de siembra. Ante las noticias del hombre con el pie zambo, corrimos a por nuestras lanzas y uno de nosotros fue a decirle al único esclavo que se había librado de irse que preparase los caballos y viniese con nosotros. Thora, mi madre, quería impedirnos marchar; aducía que había oído contar a su padre que esos osos eran bestias muy peligrosas. Pero Ragnar la apartó de un empujón, mientras yo le di un beso y le dije que no se inquietara.

Fuera de la casa me encontré con Freydisa, una mujer misteriosa y callada de mediana edad, una de las vírgenes de Odín, a quien quise y ella me quiso a mí, al único entre los hombres, pues había sido mi nodriza.

—¿A dónde ahora, joven Olaf? —⁠me preguntó⁠—. ¿Ha venido Iduna y por eso vas tan rápido?

—No —respondí—, pero un oso blanco sí.

—¡Ah! Entonces las cosas van mejor de lo que pensaba, temía que llegase Iduna antes de tiempo. Aun así, vas a un mal mandato, del que creo que volverás con tristeza.

—¿Por qué dices eso, Freydisa? —⁠pregunté⁠—. ¿Es sólo porque te encanta graznar como un cuervo en una roca o hay algún otro motivo?

—No lo sé, Olaf —respondió ella⁠—. Digo las cosas porque así las siento y debo contarlas, nada más. Te digo que nacerá el diablo de vuestra caza del oso y que sería mejor que te quedaras en casa.

—¿Y ser el hazmerreír de mis hermanos, Freydisa? Además, eres una ingenua, si es el diablo, ¿cómo puedo evitarlo? O tu presagio no es nada o el diablo debe venir.

—Eso es cierto —respondió Freydisa⁠—. Desde que eras niño has tenido el don del sentido común, que ya es más de lo que se concede a la mayoría de los tontos de nosotros. Ve, Olaf, y encuentra a tu diablo predestinado. Aun así, dame un beso antes de que partas, no sea que no nos veamos al cabo de un tiempo. Si el oso te mata, al menos estarás a salvo de Iduna.

Estaba besando a Freydisa, a la que quería mucho, mientras ella decía esas palabras, pero cuando las entendí, retrocedí antes de que pudiese darme otro.

—¿Qué quieres decir con tus palabras sobre Iduna? —⁠le pregunté⁠—. Es mi prometida y no permitiré que se hable mal de ella.

—Sé que lo es, Olaf. Te has llevado las sobras de Ragnar. Aunque sea impetuoso, él es perro viejo en cierto modo, sabe lo que no debe comer. Bien, vete, crees que estoy celosa de Iduna, como una mujer mayor puede estarlo, pero no es eso, querido. ¡Oh! Aprenderás antes de que todo suceda, si sobrevives. ¡Largo! No te diré nada más. Atento, Ragnar te llama. —⁠Y me empujó.

Fue un viaje largo hasta donde se suponía que estaba el oso. Al principio, mientras íbamos, hablamos muchísimo y apostamos quién de los tres debería clavar la lanza primero en el cuerpo de la bestia, de manera tan profunda que se metiese el acero, pero después me callé. De hecho, meditaba mucho sobre Iduna y sobre cómo se acercaba el momento en el que una vez más viese su dulce rostro y me preguntaba también por qué Ragnar y Freydisa pensaban tan mal de ella, que parecía una diosa más que una mujer, y me olvidé el oso. Lo olvidé del todo y, siendo por naturaleza muy observador, cuando vi el rastro de la bestia mientras pasábamos por encima de un trozo de abedul, no lo relacioné con lo que estábamos cazando ni se lo señalé a los demás, que cabalgaban delante de mí.

Finalmente, llegamos al mar y allí, en efecto, vimos un gran témpano que cada tanto se movía cuando el oleaje golpeaba su costado, ancho y verde. Cuando se inclinó hacia nosotros percibimos la huella profunda en el hielo de las patas del oso, prisionero que había caminado en círculos sin parar. También vimos un cráneo sonriente, en el que un cuervo picoteaba las cavidades de los ojos, y algunos trozos de pelaje blanco.

—¡El oso está muerto! —exclamó Ragnar⁠—. Que la maldición de Odín caiga sobre ese patizambo loco que nos ha llevado a hacer este frío viaje para nada.

—Sí, supongo que sí —dijo Steinar sin convicción⁠—. ¿No crees que está muerto, Olaf?

—¿Para qué le preguntas a Olaf? —⁠interrumpió Ragnar con una risa fuerte⁠—. ¿Qué sabrá Olaf de osos? Ha estado durmiendo la última media hora soñando con la hija de ojos azules de Athalbrand; o a lo mejor está inventando otro poema.

—Olaf, cuando parece dormido, ve más allá de lo que vemos otros estando despiertos —⁠respondió Steinar acalorado.

—¡Ah, sí! —respondió Ragnar—. Durmiendo o despierto, Olaf es perfecto para ti porque tomasteis la misma leche y eso os une más que una soga. Despierta ahora, hermano Olaf, y dinos: ¿no está muerto el oso?

Y entonces respondí:

—Por supuesto, un oso está muerto; mirad su cráneo y también los trozos de su pellejo.

—¡Eso es! —exclamó Ragnar—. El profeta de nuestra familia ha resuelto el asunto. Vayamos a casa.

—Olaf ha dicho un oso está muerto —⁠respondió Steinar, dubitativo.

Ragnar, que había cambiado de dirección rápidamente, nos habló por encima del hombro:

—¿No es suficiente para ti? ¿Quieres cazar el cráneo o al cuervo que posa encima? ¿O, quizá, es ésta una de las adivinanzas de Olaf? Si es así, tengo frío para acertijos ahora mismo.

—Sin embargo, creo que hay uno para que lo adivines, hermano —⁠dije con cuidado⁠—, y es éste: ¿dónde está escondido el oso vivo? ¿No te das cuenta de que había dos osos en el témpano y que uno mató y se comió al otro?

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Ragnar.

—Porque vi el rastro del segundo allá, mientras pasábamos el abedul. Tiene quebrada la zarpa delantera izquierda y las demás están gastadas por el hielo.

—En nombre de Odín, ¿y por qué no lo dijiste antes? —⁠gritó Ragnar furioso.

Entonces me sentí avergonzado para confesar que había estado soñando, así que respondí:

—Porque quería contemplar el mar y el hielo flotante. ¡Ver esos maravillosos colores que cogen con esta luz!

Cuando escuchó eso, Steinar estalló en carcajadas hasta que las lágrimas salieron de los ojos azules y los amplios hombros se sacudieron, pero Ragnar, al que le daban lo mismo el paisaje o los atardeceres, no se rió. Al contrario, como era habitual en él cuando estaba enfadado, se puso furioso y nombró a los más malvados de los dioses. Entonces se giró hacia mí y me dijo:

—¿Por qué no dices la verdad de una vez, Olaf? Tienes miedo de esa bestia y por eso nos has dejado venir hasta aquí cuando sabías que estaba en el bosque. Esperabas que antes de que volviésemos estuviera oscuro para cazar.

Ante esta provocación, me sonrojé y agarré el asta de mi lanza de caza, ya que entre nosotros, los vikingos, decir que se tiene miedo de algo es un insulto mortal para un hombre.

—Si no fueras mi hermano… —⁠empecé y me controlé, porque era de naturaleza tranquila, y seguí⁠—. Es verdad, Ragnar, no me gusta cazar tanto como a ti. Aun así, creo que habrá tiempo de luchar contra ese oso y matarlo o ser matado por él antes de que oscurezca. Si no, volveré yo sólo mañana por la mañana.

Entonces tiré de mi caballo para girar y cabalgué hacia delante. Mientras me iba, mis oídos estuvieron atentos y escuché a los otros hablando. Al menos, creo que los escuché. De todas maneras, sé lo que dijeron, aunque, por extraño que parezca, no recuerdo nada de lo que contaron sobre un ataque a un barco o de lo que hice o dejé de hacer entonces.

—No es muy sensato burlarse de Olaf —⁠dijo Steinar⁠— porque cuando se le hiere con las palabras hace locuras. ¿No recuerdas lo que pasó cuando tu padre lo llamó «cobarde» el año pasado porque dijo que no era justo atacar el barco de aquellos hombres británicos a los que había traído el tiempo a nuestra costa, que no querían hacernos daño?

—Sí —respondió Ragnar—. Los abordó completamente solo en cuanto nuestro bote tocó su costado y derribó al timonel. Entonces los británicos gritaron que no matarían a un chico tan valiente y lo tiraron al mar. Nos costó aquel barco, ya que para cuando lo recogimos, había virado e izado la vela mayor. Oh, Olaf es lo suficientemente valiente, ¡todos lo sabemos! Aun así, debería haber nacido mujer o sacerdote de Freya que sólo ofrece flores. También sabe cómo hablo y que no tengo malicia.

—Reza para que lo llevemos a casa a salvo —⁠dijo Steinar inquieto⁠—, porque si no tendremos problemas con tu madre y todas las demás mujeres de estas tierras, por no mencionar a Iduna la Justa.

—Iduna la Justa lo superaría —⁠respondió Ragnar con una risotada⁠—. Pero tienes razón. Es más, habría problemas también con los hombres, sobre todo con mi padre, y en mi propio corazón. Después de todo, sólo hay un Olaf.

En ese momento, levanté la mano y dejaron de hablar.

“El collar del hombre errante” de H. Rider Haggard

Henry Rider Haggard.Fue un escritor inglés que se hizo famoso por sus novelas de aventuras ambientadas en lugares exóticos, especialmente África. Nació el 22 de junio de 1856 en Bradenham, Norfolk, en el seno de una familia acomodada. Estudió en el colegio de Ipswich y con tutores privados, pero no mostró mucho interés por los estudios académicos. A los 19 años, su padre lo envió a Sudáfrica como secretario del gobernador de Natal, Sir Henry Bulwer. Allí entró en contacto con la cultura y la historia africanas, que le inspirarían gran parte de su obra literaria.

En 1877 participó en la anexión británica del Transvaal, donde ocupó el cargo de registrador del Tribunal Supremo. En 1879 regresó a Inglaterra y se casó con Mary Elizabeth Jackson, con quien tuvo cuatro hijos. Publicó su primer libro, Cetywayo and His White Neighbours (1882), una historia de los acontecimientos recientes en Sudáfrica. También escribió dos novelas que no tuvieron éxito, pero que le sirvieron para perfeccionar su estilo y su técnica narrativa.

Su consagración como escritor llegó en 1885 con la publicación de Las minas del rey Salomón (King Solomon's Mines), una novela de aventuras protagonizada por el cazador Allan Quatermain, que busca un tesoro oculto en el interior de África. La novela fue un éxito de ventas y dio origen a una serie de secuelas, como Allan Quatermain (1887), Nada la lirio (1892), Marie (1912) y El hijo del elefante (1916). Otro personaje famoso creado por Haggard fue Ayesha, la reina inmortal que aparece en Ella (She: A History of Adventure) (1887) y sus continuaciones.

Además de las novelas africanas, Haggard escribió otras ambientadas en diferentes épocas y lugares históricos, como Cleopatra (1889), La hija de Montezuma (1893) y El corazón del mundo (1896). También se interesó por temas esotéricos y fantásticos, como la reencarnación, la telepatía y la magia.

Haggard fue también un granjero práctico y un defensor de la reforma agraria en el Imperio Británico. Por sus servicios al gobierno, fue nombrado caballero en 1912. Murió el 14 de mayo de 1925 en Londres. Su autobiografía, Los días de mi vida (The Days of My Life), se publicó póstumamente en 1926.

Henry Rider Haggard es considerado uno de los pioneros del género de la novela de aventuras y del subgénero de la "tierra perdida". Sus obras influyeron en autores posteriores como Rudyard Kipling, Arthur Conan Doyle, J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis.