Resumen del libro:
El cielo de la selva, de Elaine Vilar Madruga, es un relato visceral y perturbador que se inscribe en el horror caribeño con una fuerza narrativa implacable. La historia nos sumerge en una selva viva, omnipresente, y voraz, que domina a sus habitantes con una deidad implacable que exige tributos de carne humana. Las madres, atrapadas en un ciclo de sacrificios y desesperación, crían a sus hijos no como promesas de futuro, sino como ofrendas a una divinidad insaciable. En este contexto, la maternidad deja de ser un acto de amor para convertirse en una imposición brutal dictada por las reglas de un ecosistema tan político como sobrenatural.
Vilar Madruga construye una metáfora aterradora sobre la opresión femenina y la violencia sistemática, no solo a través del cuerpo de las mujeres, sino también del entorno que las rodea. La selva, descrita con una potencia casi poética, es un personaje más en la trama: un espacio que ofrece seguridad frente a los peligros de guerrilleros y narcos, pero que a cambio exige el sacrificio más alto. Aquí, la maternidad no es elección, sino mandato. El cuerpo de la mujer se convierte en territorio de explotación, y el horror se despliega en cada rincón de esta alegoría despiadada.
Elaine Vilar Madruga, autora cubana prolífica y versátil, destaca por su habilidad para navegar entre géneros, desde la ciencia ficción hasta la literatura fantástica y el terror. Su obra refleja un profundo interés por explorar temas complejos como la identidad, el género y la lucha por la supervivencia en contextos adversos. En este cuento, su estilo lírico y su capacidad para crear atmósferas densas y sofocantes logran atrapar al lector en un viaje que incomoda y fascina a partes iguales.
El cielo de la selva no es solo un relato de horror, sino también una reflexión crítica sobre las estructuras de poder y el precio de la supervivencia en un mundo sin esperanza. Es un grito literario que denuncia las formas más extremas de violencia hacia las mujeres, al tiempo que nos recuerda la capacidad de la literatura para confrontar y desentrañar nuestras peores pesadillas.
Para mis bisabuelas, que parieron demasiado.
Y para mis tías, que decidieron no parir.
… más quisiera yo embrazar tres veces el escudo que parir una sola.
Medea, Eurípides.
Los niños
Vendrá la noche y junto a ella el latido de los grillos. La hacienda se convertirá en un montoncito de nada que la oscuridad se tragará con su boca de monstruo.
La abuela es la única que se atreve a caminar por los pasillos cuando el sol se ha escondido. No tiene miedo. Vendrá pronto en busca de los grillos porque los odia, odia ese cricricri que parece el llanto de un niño enfermo. Pero en esta hacienda no hay niños enfermos. En esta hacienda nos ocupamos de ser fieles y dormir temprano con un padrenuestro, no más cae la tarde dormimos, igual a las gallinas tristes de los corrales que viven cacareando al sol, que sin el sol no son gallinas sino carne muerta con plumas.
Hacen bien los grillos en huir cuando sienten los pasos de la abuela, que es rápida aunque le duelan los huesos. El dolor se le ha incrustado en su mano izquierda, la mano del corazón. Son los huesos los traidores de la edad, carajo, dice siempre. El año pasado, en estas mismas fechas, soñó una noche que la selva había vuelto a ser roja. Despertó angustiada en la soledad de los pasillos de la hacienda, asqueada del mundo que había sido, asqueada de sus recuerdos y de sí misma, y por un momento tuvo ganas de que le fallara la mente o el corazón, que le doliera el pecho y le crujiera hasta que el esternón se le rajara. Se levantó de la cama dando voces. Llamó a Santa y a Lázaro, y desorientada caminó por la oscuridad sin ropa.
Esa noche escuchamos sus pasos por los corredores, de vuelta al cuarto, algo más consciente ya de que había soñado con la selva hambrienta y de que su miedo no era solo pesadilla. Cabrona selva, puto mundo, me cago en todo, carajo, maldijo la abuela. Luego regresó al corredor y más tarde a los pasillos exteriores de la hacienda. Ifigenia trepó hasta la ventana y dijo que la había visto en pelotas. La abuela está encuera, susurró Ifigenia que a pesar de su ojo bizco tenía una predisposición natural de fiera para mirar dentro de las tinieblas, la abuela tiene la chocha pelona. Nos reímos bajito, masticando almohadas para que la risa no saliera por la puerta o se la encontrara Santa regada por los pasillos, que bien capaz era de eso y de más, de entrar al cuarto de repente y sorprendernos a cintazos, a cuerazos, a nalgadas hasta que escupiéramos la risa y la maldad a puro golpe. Tiene la chocha pelona y no para de mirar la selva, dijo Ifigenia en un temblor.
Ahí se nos acabó la risa. Ya no había motivo. Sobre su cama, Juanquito se puso pálido y empezó a sudar porque a lo mejor le había llegado la hora. Ifigenia se asomó por un resquicio de la ventana y todos preguntamos por el verdadero color de la selva. Es roja, es roja, es roja, queríamos saber, pero Ifigenia se encogió de hombros como si eso no le importara. No se ve nada raro, dijo al rato. Cómo no te diste cuenta antes, le peleamos, cómo que el rojo no se ve en la oscuridad, si vas a ser chismosa no puedes ser ciega. Ifigenia se encogió de hombros otra vez, resignada a que le escupiéramos su error. Volvimos a escuchar los pasos que se aproximaban al cuarto y retornamos a las camas, nos cubrimos las bocas: en la noche latía el corazón de todos a la vez, el de Juanquito más rápido que el de ninguno, el de Juanquito podía incluso escucharse en el silencio.
Ifigenia volvió a asomarse en la ventana.
Bájate de ahí, le gritamos, la abuela te va a ver. Obedeció casi enseguida. Saltó sobre el colchón lleno de chinches y anunció: no hay rojo en la selva, la abuela está más loca que nunca. En la hacienda nunca decimos la palabra loca. Es una mala palabra. De esas que no deberían existir. Da mala suerte. Y esa vez no fue la excepción porque en el mismo instante en que Ifigenia dijo loca, la abuela dio un grito y cayó al piso: se estrelló contra la madera y se escuchó un crepitar que daba miedo. Aun así, nadie se levantó de la cama, era mejor que la abuela se las arreglara sola antes de que supiera que habíamos estado espiándola y que Ifigenia incluso la había visto encuera, con la chocha pelona en el aire frío de la noche. Eso sí, rezamos por ella. Un padrenuestro. O dos. O tres. Nadie fue a ayudarla excepto Santa, que nunca duerme y que con excepción de la abuela es la única que soporta caminar por la oscuridad. Al abrirse, la puerta de su cuarto rechinó óxido. Un poco después la escuchamos hablar en susurros.
Santa, no hay una sola luz en esta hacienda de mierda, mija, le dijo la abuela, una luego se cae y se rompe la crisma así como si nada. Usted prohibió la luz, mamá, recuerde, fue la respuesta. Antes de contestar, la abuela suspiró. Carajo, Santa, ni que yo fuera una vieja loca.
De nuevo la palabra maldita. Vaya con la abuela que se le ocurrió escupirla como si fuera un grillo. Nos persignamos en la cama. Incluso Ifigenia se persignó del susto: ella, que nunca dice un padrenuestro porque se aburre, se hizo la señal de la cruz en la cabeza y luego se tapó el ojo malo para no ver el horror del mundo a través de él.
Allá afuera continuaban las voces.
Bueno, mamá, no hay velas, qué se va a hacer ahora. Levantarme, mija, eso se va a hacer. Entre quejidos, Santa la ayudó a ponerse en pie aunque la carne de la abuela era resbaladiza en sudor y grasa. Mamá, usted está gorda, está pesada. La abuela se masticó la boca antes de responder. Estoy vieja. Gorda no, pero vieja sí. Los huesos mientras más viejos, más duros se hacen y eso es lo que pesa.
Luego volvió a quejarse del dolor en la mano izquierda. Un dolor crujiente que se le colaba por la espalda y el pecho, y que incluso le llegaba al coño y se lo atravesaba en dos. Era más difícil alzarla estando así, desnuda, sin nada de ropa que agarrar, pero Santa era fuerte. Logró que la abuela volviera a estar de pie y no se escurriera de nuevo al piso.
Un día se me va a reventar el corazón, ya verás, a golpe de pesadillas se me va a reventar. Santa no le preguntó a la abuela de qué pesadillas hablaba. Ya, mamá, no le dé más vueltas al tema y ahora regrese a la cama que se le hace de día aquí.
La abuela le lanzó un escupitajo a la oscuridad.
Sueños de mierda, dijo.
Mamá, no se ponga belicosa, que se van a despertar las crías, protestó Santa.
Seguro están despiertos todos, mija, esos chamacos son muy cabrones.
Desde las camas intentamos contener la respiración para que la abuela no fuera capaz de notar que tenía razón, que los cabrones estábamos despiertos y escuchando, que incluso Ifigenia había mirado por la ventana y la había visto desnuda, que habíamos reído porque la abuela no tenía pelos allá abajo.
Contemplamos a Ifigenia al unísono y ella escondió el ojo malo detrás de las sábanas y no dijo nada más. Se quedó espiándonos con el otro, tan oscuro como era. Le sonrió a Juanquito, que aún temblaba.
Ifigenia no era como nosotros, aunque durmiéramos en la misma cama a veces y aunque le dijera también abuela a nuestra abuela. Y eso lo sabíamos desde siempre.
A dormir, gallinas, a dormir se ha dicho, carajo, fue el grito que se escuchó desde el pasillo.
En vez de obedecer, Juanquito se paró sobre el colchón lleno de chinches y se asomó a la hendija de la ventana. Tenía que estar seguro, por sus propios ojos, de que la selva permanecía tranquila.
En el fondo entendíamos a Juanquito. Su miedo era de alguna manera el que nos tocaría experimentar también en algún momento. Afuera, la abuela volvió a quejarse de dolor en la mano izquierda.
Un infarto, preguntó Santa.
Un infarto será cuando yo diga, fue la respuesta.
Un grillo se atrevió a cantar en ese instante y la abuela lo aplastó sin misericordia.
Juanquito volvió a la cama. De momento, estaba a salvo. De momento, no iban a comérselo.
…