Resumen del libro:
“El Castillo de los Cárpatos” (1892) es una obra que se encuentra entre las menos conocidas de Julio Verne, pero que destaca por su capacidad visionaria y su intrigante trama. Este autor, célebre por sus historias de aventuras y exploración científica, nos presenta una narración que, aunque en su momento pudo parecer poco verosímil, hoy día se vislumbra como una obra adelantada a su tiempo.
La historia nos transporta a las profundidades de Transilvania, una región aislada y cargada de supersticiones. La trama gira en torno a la inquietante aparición de humo en la torre de un castillo aparentemente abandonado, sugiriendo una presencia sobrenatural o diabólica. Dos protagonistas se entrelazan en esta aventura: un valiente guardabosques y un médico que, si bien muestra cierta cobardía inicial, se aventura a explorar el misterioso castillo. Ambos se enfrentarán a fuerzas extrañas y aterradoras que desafían cualquier explicación racional.
Sin embargo, la trama no se detiene aquí. Un joven conde valaco, afectado por la pérdida de su amada, la famosa cantante Stilla, que murió en el escenario, cree escuchar su voz en las inmediaciones del castillo. Esta subtrama añade una dimensión emocional a la historia, tejiendo un manto de melancolía y misterio alrededor de los personajes.
Julio Verne, maestro de la anticipación científica, nos sumerge en una atmósfera gótica y misteriosa que anticipa desarrollos futuros en la tecnología. Aunque en su momento se le atribuyeron conjeturas precursoras sobre la invención del holograma y la televisión, el verdadero poder de “El Castillo de los Cárpatos” radica en su habilidad para conjugar elementos sobrenaturales y científicos en una trama que desafía las expectativas.
Esta obra, a menudo pasada por alto en la vasta bibliografía de Verne, merece una atención renovada por su capacidad para mezclar el género de terror gótico con la ciencia ficción incipiente. “El Castillo de los Cárpatos” es una pieza literaria que nos recuerda que, en la pluma de un maestro como Julio Verne, lo inverosímil y lo científico pueden converger de manera fascinante, creando una narración que resiste el paso del tiempo y sigue intrigando a los lectores de hoy en día.
CAPÍTULO I
Esta no es una historia fantástica, sino tan sólo novelesca. ¿Se debe concluir por ello que no es cierta, habida cuenta de su inverosimilitud? Sería un error. Todo puede suceder en la época en que vivimos; casi podemos decir que todo ha sucedido ya. Aunque a día de hoy nuestro relato no sea verosímil, quizá llegue a serlo mañana gracias a los recursos científicos del futuro, y llegado ese momento a nadie se le ocurrirá situarlo en el ámbito de la leyenda. De hecho, en este práctico y positivista final del siglo XIX ya no se crean leyendas en Bretaña, tierra de los temibles korrigans; ni en Escocia, tierra de gnomos y brownies; ni en Noruega, patria de ases, elfos, silfes y valquirias; ni siquiera en Transilvania, donde el entorno de los Cárpatos se presta con la mayor naturalidad a toda clase de invocaciones psicagógicas. Cabe señalar, no obstante, que el país transilvano sigue muy apegado a las supersticiones de los tiempos antiguos.
Estos parajes del extremo de Europa fueron descritos por Gérando y visitados por Élisée Reclus. Ni uno ni otro han mencionado la curiosa historia en que se basa esta novela. ¿Tuvieron noticia de ella? Es posible, pero quizá no quisieran darle crédito. Es una lástima, porque la habrían contado con precisión de analista el uno, y con esa poesía instintiva que impregna sus relatos de viajes el otro.
Pero, dado que ni uno ni otro lo han hecho, voy a tratar de hacerlo yo en su lugar.
El 29 de mayo de aquel año, un pastor vigilaba sus ovejas en la linde de una verde meseta situada a los pies del monte Retyezat, que domina un valle fértil poblado de árboles de troncos enhiestos y se enriquece con espléndidos cultivos. La galerna, que es el viento del noroeste, arrasa durante el invierno esta alta meseta sin refugio, desprotegida, como lo haría una navaja de afeitar. Cuando esto ocurre, en la región suelen decir que la meseta se afeita, y en ocasiones el afeitado es muy apurado.
Nada de arcádico había en el atuendo de aquel pastor, ni de bucólico en su actitud. No era Dafnis, ni Aminta, ni Títiro, ni Lícidas, ni Melibeo. El río que murmuraba bajo sus pies calzados con burdos zuecos de madera no era el Lignon, sino el Sil de Valaquia, cuyas aguas frescas y pastorales eran dignas de discurrir por los meandros de la novela La Astrea.
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