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El castillo de Barbazul

Resumen del libro:

Años después de lo ocurrido en Independencia, Melchor Marín ya no es policía: trabaja como bibliotecario y vive con su hija Cosette, convertida en una adolescente. Un día, Cosette descubre que su padre le ha ocultado cómo murió su madre, y este hecho la confunde y la subleva. Poco después parte de vacaciones a Mallorca, pero no regresa; tampoco contesta los mensajes ni las llamadas de Melchor, quien, convencido de que algo malo ha ocurrido, decide plantarse en la isla en busca de ella. A partir de aquí la novela se adentra en un laberinto absorbente, a la vez siniestro y luminoso, donde Melchor descubre que los seres humanos somos capaces de lo peor, pero también de lo mejor: que vivimos rodeados de violencia, mentiras, abusos de poder y cobardía, pero que también hay gente capaz de jugárselo todo por una causa justa. Astuta y felizmente disfrazada de novela de aventuras, El castillo de Barbazul acaba de desenmascarar las novelas de la Terra Alta como lo que son: el proyecto literario más ambicioso de Javier Cercas.

Primera parte

Terra Alta

El primer recuerdo que Cosette conservaba de su padre era muy vívido: estaba hundida en una sillita anatómica infantil, en el asiento trasero de un coche, y, frente a ella, al volante, él le anunciaba que su madre había muerto. Se disponían a salir de la Terra Alta y su padre ni siquiera la miraba por el espejo retrovisor, sólo miraba hacia sus adentros o hacia delante, hacia aquella cinta de asfalto que los alejaba en dirección a Barcelona. Luego su padre intentaba explicarle qué significaba lo que había dicho, hasta que ella entendía que no iba a volver a ver a su madre y que, a partir de aquel momento, estaban solos y deberían valerse por sí mismos. A este primer recuerdo asociaba otros dos, ambos igualmente vívidos, ambos teñidos de un barniz amenazante. En el primero su padre aparecía junto a Vivales, el picapleitos que había sido lo más cercano a un padre que su padre conoció. Este recuerdo transcurría inmediatamente después del anterior, en una cafetería desolada y con grandes ventanales, un lugar que muchos años más tarde identificaría como el área de servicio de El Mèdol, en la autopista del Mediterráneo. Su padre y Vivales hablaban mientras ella subía y bajaba por un tobogán, en una zona de juegos para niños (intuía que los dos hombres hablaban de ella, de ella y de su madre muerta); luego su padre regresaba a la Terra Alta y ella se marchaba a Barcelona con Vivales. Su tercer recuerdo era de Barcelona, y en él también aparecía Vivales pero su padre desaparecía o sólo aparecía al final, después de que ella pasase varios días en casa del abogado, acompañada por este y por Manel Puig y Chicho Campà, sus dos íntimos amigos, que no la dejaban ni a sol ni a sombra, como si un peligro inconcreto se cerniera sobre ella y aquel trío estrafalario de antiguos compañeros de mili se hubiera arrogado la misión de defenderla, hasta que un amanecer reaparecía su padre y, como un paladín cubierto de una armadura resplandeciente, ahuyentaba el peligro y se la llevaba de regreso a la Terra Alta.

Los recuerdos que Cosette conservaba de su madre, en cambio, eran borrosos o prestados. Más borrosos que prestados: porque, por mucho que de niña interrogara a su padre, él apenas le había contado nada de su madre, como si no tuviera nada que contar o como si tuviera tanto que contar que no supiera por dónde empezar a contarlo. La reticencia de su padre contribuyó a que Cosette idealizase a su madre. Aunque por motivos distintos, a su padre también lo idealizó, lo que no era tan fácil: al fin y al cabo, él era un ser de carne y hueso, mientras que su madre era sólo un fantasma o un espejismo al que podía embellecer a su gusto. Mientras fue una niña, sobre todo mientras él ejerció de policía, Cosette consideraba a su padre una especie de héroe, el paladín de la armadura resplandeciente que acudió a rescatarla a casa de Vivales; más de una vez le había oído decir que los peores malos son los aparentes buenos, y tenía la certeza de que él poseía un talento natural para detectarlos y combatirlos, de que estaba amasado con los mismos materiales que los protagonistas de las novelas de aventuras que, desde que tenía uso de razón, él le leía por las noches, con los mismos que los sheriffs o pistoleros de los viejos wésterns que le gustaban a Vivales.

Sobre todo en su niñez, la relación con su padre fue estrechísima. Él la trataba con frialdad o con lo que un observador imparcial hubiese considerado frialdad, de una manera distraída, ensimismada y un poco ausente. Esto no desagradaba a Cosette, en parte porque no conocía otra cosa y en parte porque pensaba que, en la vida real, los héroes eran así: fríos, distraídos, silenciosos, ensimismados y un poco ausentes; además, Cosette contaba con que, al menos durante una hora u hora y media al día, su padre abandonaba su abstracción y se entregaba a ella sin reservas. Era el momento en que, antes de que ella se dejase arrastrar por el sueño, él le leía novelas en voz alta: entonces brotaba de su interior una calidez, una intimidad y un entusiasmo más profundos que cualquier muestra de afecto; entonces acababa uniéndole a él un sentimiento de comunión que no volvería a experimentar con nadie, como si ambos compartieran en exclusiva un secreto esencial. A medida que Cosette se acercaba a la adolescencia, sin embargo, fue ganándole poco a poco la certeza de que la sombría reserva de su padre no era un rasgo inherente a su carácter, sino el fruto envenenado de la ausencia de su madre; también la invadía la sospecha complementaria de que a veces su padre la miraba buscando a su madre muerta y sólo encontraba una versión pedestre y devaluada de ella. Fue así como empezó a gestarse el fantasma (o el espejismo) y fue así como empezó a pelear sin saberlo contra él, o simplemente a tratar de ponerse a su altura. Era un combate abocado de antemano a la derrota, del que ni siquiera ella misma era por completo consciente y que hubiera podido destruirla, o al menos convertirla en un ser disminuido, doblegado e inseguro.

No lo hizo. Durante su infancia, Cosette y su padre llevaron una vida ordenada y tranquila. Él la acompañaba cada mañana al colegio y, si le tocaba el turno matinal en comisaría, iba a buscarla por la tarde; si no, era la madre de Elisa Climent, su mejor amiga, quien las recogía a las dos en la escuela y se las llevaba a jugar al fútbol o a hacer los deberes a casa, hasta que él pasaba a buscarla una vez concluida la jornada de trabajo. Más adelante, cuando su padre abandonó su empleo en comisaría, las dos amigas solían ir juntas hasta la biblioteca donde él empezó a trabajar, que quedaba muy cerca, hacían allí los deberes o leían o preparaban los exámenes, y después era su padre quien las llevaba a entrenar o las devolvía a su casa. Algunos fines de semana Cosette dormía en casa de Elisa, y otros era Elisa quien dormía en casa de Cosette.

Cosette no era una mala estudiante, pero tampoco demasiado buena. Aunque le gustaba mucho leer, no le interesaban las clases de literatura, ni las de historia, ni las letras en general; en cambio, tenía un talento innato para las matemáticas. Sus tutores la definían como una alumna juiciosa, discreta, sencilla, testaruda y carente de espíritu competitivo. Esto último no le impedía ser muy aficionada al deporte, ni formar parte de uno de los equipos de fútbol de la escuela; tampoco, demostrar talento para el ajedrez, lo que la llevó a participar en diversos concursos —ganó tres: dos locales y uno comarcal— y obligó a su padre a aprender las reglas del juego para intentar disputarle a su hija partidas que al principio perdía con humillante rapidez. Sus tutores en la escuela también la definían como una niña imaginativa, dotada de una gran facilidad para evadirse en sus fantasías.

Ninguna de estas definiciones extrañaba a su progenitor; Cosette sólo erraba en parte: él era un padre absorto y distraído, pero pasaba muchas horas con ella y la conocía bien. Aunque a los dos les gustaba vivir en la Terra Alta, de vez en cuando se escapaban a Barcelona, y todos los veranos pasaban unos días en El Llano de Molina, Murcia, con Pepe y Carmen Lucas, dos amigos que su padre había heredado de su madre. La pareja de ancianos estaba en contacto permanente con ellos, les escribían correos electrónicos, les llamaban por teléfono y los animaban a que fueran a visitarlos durante el resto del año, cosa que hicieron en varias ocasiones. Cosette los adoraba y ellos adoraban a Cosette, quien con los años se había creado en el pueblo un grupo de amigos, algunos de los cuales vivían todo el año en El Llano. Cosette sabía que su padre también disfrutaba de aquellos paréntesis bucólicos, a pesar de que, allí, él apenas hacía otra cosa que leer, dormir largas siestas, salir a correr por la huerta y conversar con Pepe y con Carmen, sobre todo con Carmen: su padre jamás fue capaz de interesarse por la horticultura, pero por la tarde acompañaba a su huerto a la antigua prostituta y última amiga de su madre y dejaba pasar las horas sentado en el suelo y leyendo con la espalda apoyada en la pared del cobertizo donde ella guardaba sus aperos de labranza. En cuanto a Barcelona, tras la muerte de Vivales, Cosette y su padre se aficionaron a pasar de vez en cuando un fin de semana en el piso que les había legado el picapleitos en el centro de la ciudad. Su padre había optado por mantenerlo idéntico a como lo dejó Vivales, no porque cultivara la superstición sentimental de conservar la presencia fantasmática del abogado en el lugar donde vivía desde que lo conoció, sino simplemente porque no sabía qué hacer con él. Durante esas excursiones a la capital, iban al zoológico, al Museo de la Ciencia o al cine, y más de una vez cenaron con Puig y Campà, casi siempre en casa de este último, que los invitaba a banquetes en honor de Vivales donde comían como heliogábalos. A menudo echaban las mañanas o las tardes de los sábados en Internet Begum, el locutorio que el Francés regentaba en el barrio del Raval, conversando o leyendo o jugando al ajedrez, o incluso ayudando a llevar su negocio al viejo amigo de su padre, que luego recompensaba sus visitas invitándolos a algún restaurante de la Rambla o del Raval. Una tarde, después de comer los tres en el Amaya, Cosette, fascinada por la efervescencia expresiva y la ingente humanidad del antiguo bibliotecario de la cárcel de Quatre Camins, le preguntó a su padre dónde lo había conocido.

El castillo de Barbazul – Javier Cercas

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