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El candor del Padre Brown

El candor del Padre Brown, una novela de G. K. Chesterton

El candor del Padre Brown, una novela de G. K. Chesterton

Resumen del libro:

Doce relatos componen este volumen con el que el divertido y paradójico Gilbert Keith Chesterton dio a conocer al Padre Brown. Este cura católico, de aspecto insignificante y candoroso, tiene un cerebro privilegiado y una intuición singular para leer en los recovecos del corazón humano. Pero su bondad natural le impide juzgar y condenar: descubre el delito, pero intenta «salvar» al delincuente. Un libro rebosante de ingenio, de un autor cuya influencia ha llegado hasta Borges.

La cruz azul

Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentín, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.

Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentín no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.

Hace muchos años que este coloso del crimen desapareció súbitamente, tras de haber tenido al mundo en zozobra; y a su muerte, como a la muerte de Rolando, puede decirse que hubo una gran quietud en la tierra. Pero en sus mejores días —es decir, en sus peores días—, Flambeau era una figura tan estatuaria e internacional como el Káiser. Casi diariamente los periódicos de la mañana anunciaban que había logrado escapar a las consecuencias de un delito extraordinario, cometiendo otro peor.

Era un gascón de estatura gigantesca y gran acometividad física. Sobre sus rasgos de buen humor atlético se contaban las cosas más estupendas: un día cogió al juez de instrucción y lo puso de cabeza «para despejarle la cabeza». Otro día corrió por la calle de Rívoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que hacerle justicia: esta fuerza casi fantástica sólo la empleaba en ocasiones como las descritas: aunque poco decentes, no sanguinarias.

Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y de alta categoría. Pero cada uno de sus robos merecía historia aparte, y podría considerarse como una especie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negocio de la «Gran Compañía Tirolesa» de Londres, sin contar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro, una gota de leche, aunque sí con algunos miles de suscriptores. Y a éstos los servía por el sencillísimo procedimiento de acercar a sus puertas los botes que los lecheros dejaban junto a las puertas de los vecinos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosa correspondencia con una joven, cuyas cartas eran invariablemente interceptadas, valiéndose del procedimiento extraordinario de sacar fotografías infinitamente pequeñas de las cartas en los portaobjetos del microscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas se distinguían por una sencillez abrumadora. Cuentan que una vez repintó, aprovechándose de la soledad de la noche, todos los números de una calle, con el solo fin de hacer caer en una trampa a un forastero.

No cabe duda que él es el inventor de un buzón portátil, que solía apostar en las bocacalles de los quietos suburbios, por si los transeúntes distraídos depositaban algún giro postal. Últimamente se había revelado como acróbata formidable; a pesar de su gigantesca mole, era capaz de saltar como un saltamontes y de esconderse en la copa de los árboles como un mono. Por todo lo cual el gran Valentín, cuando recibió la orden de buscar a Flambeau, comprendió muy bien que sus aventuras no acabarían en el momento de descubrirlo.

Y ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre este punto las ideas del gran Valentín estaban todavía en embrión.

Algo había que Flambeau no podía ocultar, a despecho de todo su arte para disfrazarse, y este algo era su enorme estatura. Valentín estaba, pues, decidido, en cuanto cayera bajo su mirada vivaz alguna vendedora de frutas de desmedida talla, o un granadero corpulento, o una duquesa medianamente desproporcionada, a arrestarlos al punto. Pero en todo el tren no había topado con nadie que tuviera trazas de ser un Flambeau disimulado, a menos que los gatos pudieran ser jirafas disimuladas.

Respecto a los viajeros que venían en su mismo vagón, estaba completamente tranquilo. Y la gente que había subido al tren en Harwich o en otras estaciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un empleado del ferrocarril —pequeño él—, que se dirigía al punto terminal de la línea. Dos estaciones más allá habían recogido a tres verduleras lindas y pequeñitas, a una señora viuda —diminuta— que procedía de una pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católico-romano —muy bajo también— que procedía de un pueblecito de Essex.

El candor del Padre Brown – G. K. Chesterton

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