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El caballero de la Virgen

Resumen del libro:

“El caballero de la Virgen” de Vicente Blasco Ibáñez es una obra en la que el autor se desliza hábilmente entre los límites del historiador y el novelista. Aunque la narrativa se apoya en sólidos fundamentos históricos, basados en documentos detallados, Blasco no deja de lado su vena creativa. A través de sus personajes ficticios, como Fernando Cuevas y Lucero, quienes ya hicieron su aparición en *En busca del Gran Kan*, el autor consigue tejer una línea continua entre ambas obras, dándoles vida propia dentro del contexto histórico.

Alonso de Ojeda, uno de los grandes protagonistas de la historia, emerge no solo como un héroe de su tiempo, sino como un vehículo para que el lector contemple el descubrimiento del Nuevo Mundo desde una óptica más íntima y subjetiva. Blasco nos sumerge en las emociones y conflictos de Ojeda, un hombre lleno de ambición, pero también de fe y devoción a la Virgen, quien guía sus pasos en una búsqueda incesante de gloria y riquezas.

El contraste entre el plano histórico y el plano ficcional se acentúa gracias a la presencia de Fernando Cuevas y Lucero. Estos personajes ofrecen una visión paralela y complementaria de los acontecimientos. La narración se enriquece al integrar las perspectivas de aquellos que, como Ojeda, soñaban con conquistar las riquezas del Nuevo Mundo, pero también desde la mirada de personajes secundarios que representan el sentir colectivo, una multitud ansiosa de oro y fama.

Blasco Ibáñez no solo narra eventos históricos, sino que dota de vida a sus personajes, haciéndolos palpables y humanos. Su destreza literaria radica en la capacidad de mezclar la precisión del cronista con la libertad del novelista. En esta obra, la historia cobra un matiz épico, pero sin dejar de lado el drama humano, donde los personajes luchan entre la codicia y la fe, entre la realidad y el mito.

“El caballero de la Virgen” nos transporta a un mundo de descubrimientos y luchas, donde el fervor religioso se entrelaza con la ambición. A través de esta compleja amalgama, Blasco logra que los lectores sientan el peso de la historia y, al mismo tiempo, se adentren en el alma de sus protagonistas, quienes, aunque fruto de la ficción, reflejan los sueños y pesares de una época real y convulsa.

PARTE PRIMERA

LA REINA FLOR DE ORO

I

Escuchando la voz del cielo

El aire parecía transmitir con estremecimientos de inquietud y extrañeza las ondas sonoras surgidas del volteo de la campana. Era la primera vez que esta atmósfera de una tierra cuyos habitantes nunca habían conocido el uso de los metales repetía tales sonidos.

Fernando Cuevas hasta se imaginaba ver cómo los árboles de la selva inmediata adquirían nueva vida, moviendo sus copas con el mismo ritmo de esta voz de argentino timbre. Y los habitantes de la frondosidad secular, monos y loros, saltaban asustados de rama en rama, luego de oír largo rato, con una curiosidad silenciosa, esta nueva voz atmosférica, más potente que todas las voces animales y vegetales de la arboleda tropical.

El antiguo paje Andújar tenía ahora casa propia y estaba erguido ante la puerta de ella, escuchando el campaneo que saludaba por primera vez la salida del sol. Esta casa era un simple bohío, igual al de los indígenas, con paredes de estacas y barro y techo cónico de hojas de palmera. A corta distancia de tal edificio rústico se levantaban otros y otros, en doble fila, formando una ancha calle, semejante a las de los campamentos. El terreno no costaba nada, y todas las vías de la población naciente eran exageradamente amplias y de horizonte despejado.

Al final de su propia calle veía alzarse Cuevas un muro de piedra. Era la muralla recién construida de Isabela, la primera ciudad fundada por los españoles en las islas inmediatas al Imperio del Gran Kan.

El almirante don Cristóbal Colón, predispuesto a la hipérbole, llamaba gravemente «ciudad» a este agrupamiento de chozas, con una cerca de piedra para defenderse de los indios bravos del interior de la isla de Haití, o isla Española, y le había dado el nombre de Isabela, en honor de la reina de España, Cuevas admiraba la prontitud maravillosa con que iba surgiendo del suelo. Estaban en Enero de 1494. Sólo hacia cuatro meses que habían salido de España y ya existía esta población, elevándose sobre sus cónicos techos de paja o de hojas la iglesia, recién construida, con una espadaña de piedra, en la que daba vueltas la única campana traída del otro lado del Océano.

El padre Boil, fraile catalán, nombrado vicario apostólico de las nuevas tierras por Alejandro VI (el segundo papa Borgia), y los doce eclesiásticos que hablan hecho el viaje con él, iban a consagrar aquella misma mañana el nuevo templo con una misa solemne.

Pensaba Fernando en otra ceremonia menos aparatosa, pero más importante para él, que se desarrollaría a continuación: el bautizo de su hijo Alonsico, primer blanco nacido en estas islas asiáticas, vecinas a las Indias y a la boca del Ganges. Dentro del bohío que tenía a sus espaldas, y que apreciaba tanto como un palacio por ser suyo, dormía Lucero, que era madre desde unas semanas antes, y agarrado a su pecho lloriqueaba el recién nacido, siendo su llanto para Cuevas una música grata, comparable a la de la campana.

Pasaban rápidamente por su memoria todos los sucesos ocurridos en los últimos meses al otro lado del Océano.

El doctor Acosta había hecho en Córdoba lo necesario para facilitar en matrimonio con Lucero después del bautizo de ésta. Despedíase de su mujer, que ya estaba encinta, para dirigirse a Sevilla, en busca de su amigo y protector don Alonso de Ojeda. Lucero, que había recobrado sus ropas femeniles, se abstenía de llantos y gestos desesperados al despedirse de su joven esposo.

«Es una verdadera mujer de soldado», se había dicho con orgullo Cuevas, admirando su serenidad.

En Sevilla preparaban Fonseca y el Almirante la segunda expedición para ir en busca del Gran Kan, pero ésta debía salir del puerto de Cádiz. De los dieciocho buques que formaban la flota, catorce eran carabelas y los demás carracas —los buques de mayor tonelaje de entonces—, y esto la impedía anclar en el río Guadalquivir, esperando la orden de partida en el puerto de Cádiz.

Se instaló Cuevas en una de las carracas, mandada por don Alonso de Ojeda. El joven capitán no era marino, se embarcaba por primera vez, pero tenía el mando supremo de la nave, cuidándose de dirigir su navegación dos pilotos que estaban a sus órdenes. En este buque iban los veinte caballos de la expedición, animales de combate que habían estado en el asedio de Granada, y sus jinetes eran antiguos soldados de dicha guerra.

Cuevas lamentó no poseer una de estas bestias y tener que seguir a su admirado don Alonso como escudero de confianza, pero a pie.

—No tengas pena —dijo el joven capitán—. La guerra es para que mueran los hombres, y apenas caiga uno de los hidalgos que están a mi mandar, juro darte su caballo.

Dos días antes de que zarpase la flota, al volver Cuevas a su carraca, luego de haber cumplido en Cádiz unas comisiones de su nuevo amo, tuvo la más inesperada de las sorpresas. Vio sobre la cubierta de la nave a una mujer joven, arrebujada en un manto para ocultar el volumen anormal de su vientre. Era Lucero, que hablaba con don Alonso. Predispuesto éste a aceptar todo lo que fuese audaz y extraordinario, acogía con sonrisas y gestos aprobativos las palabras de la joven.

Se extrañó Lucero de la credulidad de su esposo al despedirse de ella en Córdoba.

—¿Pero creíste de veras que yo podía dejar que se fuese mi hombre sin seguirlo?

Había fingido conformidad para evitarse la oposición de su madre y del doctor Acosta, arreglando en secreto su fuga a Cádiz. Un «cristiano nuevo», arriero de profesión, la había acompañado hasta aquí. Además, su próxima maternidad imponía respeto, suprimiendo las tentaciones que podía inspirar su juventud. Y en Cádiz estaba para atravesar por segunda vez el Océano, pero ahora vestida de mujer.

Inútilmente protestó Cuevas. A don Alonso le parecía bien lo hecho por Lucero, y como dependía de su voluntad que ésta fuese o no fuese en la nave, acabó el joven por callarse. En la flota no iban legalmente más que hombres. Los reyes sólo habían autorizado el embarque de mil doscientos individuos; pero teniendo en cuenta los que recibieron autorización a última hora y los que se ocultaron en las naves para mostrarse luego en alta mar, pasaban de mil seiscientos. También se instilaron en los buques, con más o menos secreto, algunas hembras de baja extracción, que seguían disfrazadas a sus amantes, marineros o soldados. La única mujer de condición legitima que iba en la flota era Lucero, con la aprobación del jefe de la nave, pero sin que lo supiera el Almirante antes de la partida.

El 25 de Septiembre de 1493 salían los expedicionarios de Cádiz antes de que surgiese el sol. En las Canarias habían comprado terneras, cabras y ovejas, para aclimatar dichos animales en la isla Española, así como gallinas y otras aves domésticas.

La carraca de Ojeda, que tenía su cubierta transformada en establo para los caballos, embarcó ocho cerdos, que después habían de reproducirse portentosamente en las nuevas tierras, huyendo a los montes para formar manadas silvestres. Los físicos y herbolarios de la expedición tomaban igualmente en las Canarias semillas de naranjas, de limones y otros frutos, para reproducir en las nuevas islas los mismos jardines que habían dado a las Canarias, en la antigüedad, su nombre de Hespérides.

Cuevas iba inquieto por el estado de su mujer. Sólo le faltaban contados meses para el parto, y temía las terribles consecuencias de esta navegación y sus privaciones. Pero el viaje fue mostrándose tan fácil y dulce como el primero. Navegaban siempre con viento favorable; el mar era tranquilo. Además, Ojeda los había instalado en el alcázar de popa, cerca de él.

Vieron, como la otra vez, bancos de hierbas flotantes sobre el quieto Océano y grandes bandas de loros y otras aves de los trópicos. La tierra ya estaba cerca.

Como Fernando y Lucero eran los únicos en este buque que habían figurado en el viaje anterior, se expresaban con una seguridad de expertos navegantes, y don Alonso, así como los dos pilotos de la carraca, les oían atentamente.

“El caballero de la Virgen” de Vicente Blasco Ibáñez

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