Resumen del libro:
La variedad de registros y tonos, la presencia de casi todos los elementos distintivos de la narrativa de Hardy —sentido del lugar, ironía, concepción pesimista del mundo, solidaridad con el sufrimiento de los humildes—, lo convierten en una especie de antología muy bien destilada de las obsesiones y motivos que desarrolló el escritor a lo largo de su carrera: la muerte como fuerza activa que atraviesa toda la existencia, la fatalidad e impunidad del azar como fuerza incontrolable, la maldad y la tortura y, sobre todo, la percepción de que bajo la superficie del orden moral e histórico de nuestra civilización persisten las huellas de las antiguas mitologías paganas.
Este octavo volumen del Reino de Redonda
está dedicado a Jaime Salinas,
Embajador en Islandia o ‘Eddison of Ouroboros’,
que hace unos treinta años tuvo la temeridad generosa
de darle a quien lo tradujo su primera oportunidad
EL EDITOR
Hardy y sus relatos
(Prólogo)
Uno de los rasgos más característicos de la narrativa de Thomas Hardy (1840-1928) es el tono intensamente personal que adopta su comunicación con los lectores. A la mayoría de los novelistas —incluso a los más grandes— podemos leerlos sin que nos importe un ardite saber algo acerca de ellos mismos. Hardy, al contrario, exige un lector próximo y cómplice, lo que no deja de ser paradójico si se tiene en cuenta que era un hombre más bien tímido y dado a recluirse, que no fue muy amigo de hacer vida social, ni siquiera con sus colegas de letras, y que, según alguno de sus biógrafos, aborrecía exageradamente el menor contacto físico.
Toda la obra de Thomas Hardy, desde sus novelas a su poesía, está íntimamente ligada a su educación y su experiencia. Había nacido en Higher Bockhampton, una pequeña aldea de la parroquia de Stinsford, en Dorset. Su padre fue lo que hoy llamaríamos un maestro de obras, una especie de arquitecto menor, encargado de una cuadrilla de operarios y más o menos especializados en la restauración de los edificios públicos de la campiña del suroeste de Inglaterra. El paisaje de Dorset y su infancia rural fueron dos elementos determinantes en la obra del escritor.
Sobre la topografía de Dorset Hardy trazó su Wessex, el particular escenario en el que transcurre la inmensa mayoría de sus novelas y relatos. Para nombrarlo le bastó con volver la vista hacia el pasado, al antiguo reino sajón de Wessex que había unificado Alfredo el Grande a finales del siglo IX y al que la batalla de Hastings (1066) puso trágico final. Se trata de una región de tierras bajas, matorrales, brezos y turba, sobre la que sopla un viento inclemente y en la que la vida de los campesinos de hace siglo y medio se desarrollaba en condiciones más bien penosas. Nada que ver, desde luego, con la Naturaleza generosa y estimulante, tan adecuada para la nostalgia civilizada, de Wordsworth y de los poetas del primer romanticismo.
Hardy se educó en esas tierras, acompañando a su padre en sus encargos y escuchando las historias de los campesinos para los que tocaba el violín —como algunos personajes de los cuentos que se recogen en este volumen— en los acontecimientos que marcaban sus sencillas existencias. Fue aquí, en esta naturaleza invariable, regida por leyes inmutables que se revelan a través de los sempiternos ciclos vegetativos y se codifican en las leyendas y los mitos populares, donde el escritor desarrolló esa filosofía pesimista que impregna todas sus obras y que la lectura juvenil de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer afianzó definitivamente. Según Anthony Burguess, las criaturas de Hardy son como marionetas controladas por hados que les son hostiles o, cuando menos, indiferentes. Y, en efecto, los personajes de sus grandes novelas parecen actores de una tragicomedia cuyos papeles han sido escritos por lo que el propio escritor llamaba «las ciegas circunstancias», y que se parece mucho a esa Voluntad Inmanente del filósofo de Danzing, que subyace a todas las cosas y que pone en movimiento el proceso entero de la vida física y espiritual.
Hardy creció en un mundo en vertiginoso cambio del que ya habían desaparecido todas las certezas. En el cuarto de siglo que transcurre entre su primera y su última novela publicadas (Desperate Remedies, 1871 y Jude el Oscuro, 1895) las transformaciones, tanto en la vida material como en el pensamiento y las costumbres, habían sido tan brutales que ningún escritor, por escasamente realista que fuera, pudo obviarlas. Hardy las observa no como un intelectual, sino como un countryman educado que se desenvuelve en un mundo aún primitivo en el que esos cambios producen auténticos desgarros. En ese universo darwiniano, regido por una naturaleza indiferente al sufrimiento de sus criaturas, los sentimientos humanos están de más, son inadecuados o redundantes. Ni Jude, ni Tess, la de los d’Urberville, pueden escapar a un Destino para el que sus lamentos no significan nada y del que Dios parece hallarse ausente hace mucho tiempo. Mientras el cuerpo de Tess se balancea en la horca, Hardy sólo constata, citando a Esquilo, que el «Presidente de los Inmortales» ha dejado de jugar con ella. A Hardy le encanta lo que podríamos llamar «ironía cósmica»: algo que el lector, a menudo angustiado por la tragedia, termina agradeciendo.
La vida de Hardy no es pródiga en acontecimientos, lo que no deja de ser una paradoja para el lector de sus novelas, tan sobrecargadas de sucesos sorprendentes, casualidades repletas de siniestros significados y bruscos giros argumentales. Durante un tiempo pensó en dedicarse a la religión, pero, como a muchos de sus contemporáneos, El origen de las especies le convirtió en un agnóstico. Estudió arquitectura en Londres con sir Arthur Blomfield, uno de los máximos defensores del revival neogótico, que, dejando aparte el empaque de algunos de los monumentos que nos ha legado, no deja de parecer, desde el punto de vista ideológico, un patético intento de recapturar la fuerza artística y moral de un universo extinguido hacía más de 300 años: Hardy fue muy consciente de ello. Y quizás ésa fue una de las razones que le empujaron a regresar a Dorset y a dedicarse definitivamente a la profesión de escritor.
Se casó dos veces. La primera, en 1874, con Emma Gifford, con la que vivió un largo matrimonio en el que pesó más la infelicidad que lo contrario, y que, a la muerte de la esposa, llenó a Hardy de remordimientos y a muchos de sus poemas de amargura. En 1914, dos años después de la muerte de Emma, se volvió a casar con Florence Dugdale, que había sido su secretaria desde 1905, cuyo primer tomo se publicó el mismo año de la muerte del escritor y cuya verdadera autoría hay que atribuírsela al propio novelista.
Hardy publicó catorce novelas, una cincuentena de cuentos, y más de mil poemas. Atacado por la insólita crudeza sexual de muchos de sus libros, la falta de entusiasmo, cuando no la hostilidad, con que fue recibida Jude el Oscuro fue determinante en su abandono definitivo de la novela. A partir de 1895 Hardy se entregó de lleno a la poesía. De este modo consiguió el extraño honor de convertirse a la vez en el último novelista británico del XIX y en el primer gran poeta en lengua inglesa del siglo XX. Y la verdad es que, como novelista, y a pesar de mostrarse lúcido testigo de los orígenes de la modernidad, Hardy pertenece más apropiadamente al universo de Balzac, Dickens, Dostoyevski o Galdós, que al de Proust, Woolf, Joyce o Kafka.
Los últimos quince años de su vida fueron testigos de un triunfo que le había sido tan esquivo como ahora le fue estrepitoso: Orden del Mérito (antes había rechazado el ofrecimiento de un título nobiliario), Medalla de Oro de la prestigiosa Royal Society of Literature, doctorados honorarios en Cambridge, Oxford (la Christminster en donde había fracasado Jude) y otras Universidades, publicación en vida de sus Obras Completas, visitas de miembros de la realeza y del establishment literario. Hardy pudo vivir plenamente la experiencia de convertirse en el Gran Escritor de su tiempo.
Murió en su mansión de Max Gate, cerca de Dorchester, a la que en sus últimos años acudían en peregrinación sus numerosos admiradores, entre los que se constaron R L Stevenson, J M Barrie, W B Yeats, J C Powys, H G Wells, George Bernard Shaw, Robert Graves, Walter de la Mare, Virgina Woolf, T E Lawrence y Wilfrid Ewart. Sus cenizas se conservan en la abadía de Westminster, pero su corazón le fue extraído y enterrado en el cementerio de la parroquia de Stinsford, junto a los restos de sus dos mujeres y muy cerca de los de sus familiares.
Hardy escribió a lo largo de su vida cincuenta y tres relatos de extensión variada, treinta y siete de los cuales fueron ordenados por el escritor en cuatro volúmenes Wessex Tales (1888), A Group of Noble Dames (1891), Life’s Little Ironies (1894) y A Changed Man (1913). Los cuentos que se incluyen en este libro fueron escritos entre 1879 («El predicador desconcertado») y 1897 («La tumba de la encrucijada»), y resultan muy representativos de distintos registros narrativos del autor. La mayoría, por cierto, aparecieron originalmente en revistas británicas o norteamericanas de amplia difusión, como el famosísimo Harper’s Monthly Magazine —fundado en Nueva York en 1850 y cuya cabecera sigue activa—, en el que publicaron obras originales escritores como Dickens, Thackeray, Trollope, Wilkie Collins, Melville o Henry James, además del propio Hardy.
En el último tercio del siglo pasado las revistas «familiares» de suscripción se convirtieron en uno de los primeros entretenimientos de las burguesías cultas a uno y otro lado del Atlántico. Las historias se presentaban siempre ilustradas por dibujantes prestigiosos, las narraciones se veían a veces fragmentadas por las necesidades de publicación (lo que quizás explique innecesarias titulaciones en alguno de los relatos incluidos en este volumen), y los escritores se veían muchas veces obligados a «editar» o suprimir de sus propios relatos aspectos, vocabulario o situaciones que pudieran entrar en conflicto con los gustos o la sensibilidad de los lectores. Este proceso de autocensura era conocido con el nombre de bowdlerization en recuerdo de Thomas Bowdler, que publicó (1818) una edición «convenientemente» expurgada de las obras de Shakespeare. Hardy tuvo que bowdlerizar en repetidas ocasiones algunos de sus relatos. La nota al final de «El predicador desconcertado» se refiere a uno de esos cambios de rigueur para que la obra pudiera ser publicada en una revista inglesa (y que, dicho sea de paso, impide que el cuento alcance la categoría de obra maestra).
El Hardy de los cuentos no es exactamente el mismo que el de las grandes novelas de Wessex. Los relatos, a pesar de la relativa extensión de alguno, son por naturaleza menos proclives a servir de caja de resonancia para la, digamos, «filosofía» del autor, lo que redunda en beneficio de los lectores. En ellos Hardy sigue siendo el mismo escritor reflexivo que comparte las vicisitudes de sus personajes, pero se inhibe de las largas digresiones sobre lo divino y lo humano que a menudo lastran la acción de sus grandes novelas. Quizás por ello, y por el recurso a un punto de vista omniscente siempre matizado por una benevolente ironía, sus cuentos equilibran el amargo pesimismo de aquéllas.
Hardy lo tenía tan claro como los buenos narradores orales. Un suceso —real o imaginario— debería ser lo suficientemente excepcional como para justificar su narración. Nada merece la pena ser contado a menos que la historia se salga de la experiencia más común de los hombres y mujeres a quienes va destinado. Con esas premisas más o menos interiorizadas, un sustrato vivido en el que bullía todo el acervo de baladas, folk-songs, mitos e historias orales del folklore de Dorset, un gran sentido del lugar y cierto gusto por el melodrama y lo escabroso, Hardy tenía todo lo que podía desear para convertirse en uno de los grandes maestros del relato británico de finales de siglo. Su sentido de la observación y su ojo para el detalle aparentemente insignificante completan el cuadro.
Casi todos los cuentos que se recogen en este volumen están ambientados entre los años 1820-1830, es decir, antes del nacimiento del escritor. Hardy prefiere situar sus historias en un pasado no muy remoto en el tiempo, pero anterior a las grandes transformaciones que acabaron con la estructura de la sociedad rural de Dorset. Un pasado todavía cuajado de supersticiones, mitos e historias que se cuentan en voz baja, de miedo a lo desconocido, en el que, más allá de la Ley del Rey, existe todavía la ley de las gentes, y en el que todavía se vive intensamente la pertenencia a una comunidad.
Eso es lo que explica, por ejemplo, el cuento de «Los tres desconocidos» (1883), ambientado en una época de desasosiego social en el que la pena por robar ovejas era la horca. El contraste entre los dos personajes principales, el primer «desconocido», silencioso y poco expresivo, y el segundo, gárrulo, seguro de sí mismo, expansivo, es el telón de fondo sobre el que se monta una historia de solidaridad rural adobada con alusiones bíblicas y clásicas, y en la que el narrador contempla la escena como un dios propicio y amigable.
Uno de los sucesos que más impresionaron al joven Hardy fue el espectáculo de la muerte por horca (1856) de una tal Martha Brown, acusada de asesinar a su marido. Muchos años más tarde, el escritor confesaba recordar todavía la silueta de la ajusticiada, recortada contra el cielo, en medio de la llovizna, mientras su apretada bata negra de seda moldeaba su figura que se balanceaba en semicírculos. Un componente levemente sexual que, sin embargo, no aparece explícito en la trágica historia de «El brazo marchito» (1888), en la que se relata un caso de brujería —que también termina en horca— y en el que se ven implicados cuatro personajes perfectamente solitarios —cada uno a su modo— en medio de un mundo rural opresivo e indiferente.
Otro tono muy distinto —pero el mismo paisaje protagonista, en esta ocasión con presencia del mar— ofrece «El predicador desconcertado» (1879), uno de los más hermosos de la recopilación. A pesar de que por su extensión hoy podría ser considerada una novela corta, se trata de un prodigio de economía narrativa puesta al servicio de una narración matizada y en la que sus dos protagonistas —Lizzy y su pretendiente, el predicador desconcertado— están tratados como personajes «redondos», según la célebre taxonomía de E M Forster. Ironía, sentido del humor, capacidad de sorpresa, suspense. Hardy explora el Dorset de los contrabandistas de licor de principios del siglo XIX, un mundo mítico del que todavía pueden visitarse vestigios más o menos turistizados en nuestros días. Hardy emplea la comedia para contar una historia de amores contrariados y puntos de vista morales en conflicto, a pesar de la ya mencionada bowdlerización final. Lizzy es, además, un prototipo perfecto de la «nueva mujer» hardiana, nada dispuesta a sacrificar sus convicciones a cambio de un problemático amor.
«La tumba de la encrucijada» (1897) es un relato escrito en tonos más graves. El felo de se (suicidio) de un padre exigente trastorna al hijo, que regresa a la aldea —tras luchar en toda la campaña de la Guerra Peninsular, la que para nosotros es la de la Independencia— sólo para comprobar que la culpa sigue royendo su corazón. Un relato en el que no es difícil oír un eco del Poe más oscuro.
«El violinista ambulante» (1893) cuenta la historia de la «descontentadiza» Caroline Aspent y de sus dos hombres —el dionisíaco violinista «Greñas» Ollamoor y el apolíneo y organizado Ned—, y tiene como telón de fondo no sólo el Wessex profundo de los relatos anteriores, sino, aunque sea tangencialmente, el Londres de la Exposición Internacional de Hyde Park de 1851. Una historia irónica y un punto perversa iniciada por un narrador perfectamente conradiano.
«Una mujer soñadora» (1893) es uno de mis favoritos. Su protagonista es una burguesa malcasada que «rinde culto a las musas» y que se enamora a distancia del poeta inquilino de la casa en la que, ocasionalmente, ella, su marido y los insoportables niños pasan las vacaciones. Ellen, cuya inquietud la lleva a querer ser «algo más que una multiplicadora de la especie» es un ejemplo perfecto de esa New Woman, individualista y culta, pero aún frustrada por su dependencia del hombre, que asalta la literatura británica a partir de 1860 y llegará a su pleno desarrollo en las novelas de Virginia Woolf. Hardy, que no puede soportar al marido y no oculta en ningún momento su escepticismo respecto a la institución matrimonial, la contempla con ironía benevolente y trágica.
El mórbido interés de Hardy por lo que ahora llamaríamos gore se refleja en «Barbara de la Casa de Grebe», una historia perfectamente gótica ambientada en la Inglaterra aristocrática y rural de finales del XVIII. La pasión irreflexiva lleva a dos jóvenes —la sangre de ella «estaba compuesta de los mejores jugos de la destilación de una rancia baronía»— a contraer matrimonio desigual. Cuando, cansados, regresan al redil, al humilde Willowes se le impone un «tratamiento» (Grand Tour incluido) que terminará en tragedia. La culpabilidad de Barbara le impide entregarse a su nuevo marido, su igual en alcurnia. Pero él tampoco carece de planes. De nuevo, ecos del Poe de «Berenice» o «Ligeia».
El brazo marchito y otros relatos introduce al lector en el mundo de uno de los más grandes narradores británicos del siglo XIX. La variedad de registros y tonos, la presencia de casi todos los elementos distintivos de la narrativa de Hardy —sentido del lugar, ironía, concepción pesimista del mundo, solidaridad con el sufrimiento de los humildes—, lo convierten en una especie de antología muy bien destilada de las obsesiones y motivos que desarrolló el escritor a lo largo de su carrera.
En cuanto a la traducción, una nota final. Hardy no es un autor fácil de trasladar a otra lengua. La mezcla de habla rural y culta complica el desciframiento del original, como también lo hacen las particularidades del vocabulario de la campiña inglesa y la multitud de alusiones más o menos explícitas que salpican su obra. Javier Marías tradujo los relatos de El brazo marchito en 1974 —tengo entendido que fue su primer libro como traductor profesional—, cuando era un joven de veintitrés años que había publicado dos novelas e intentaba abrirse paso como narrador.
MANUEL RODRIGUEZ RIVERO
Ride si sapis
Lema del Reino de Redonda
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