Resumen del libro:
El bobo Wilson es una novela de Mark Twain publicada en 1894, que narra la historia de dos niños que nacen el mismo día en una casa del sur de Estados Unidos: Chambers, hijo de la esclava Roxy, y Tom, hijo del amo Driscoll. Roxy, temiendo que su hijo sea vendido como esclavo, decide intercambiarlos y hacer pasar al suyo por el legítimo heredero. Años después, el secreto será revelado por Wilson, un hombre apodado “el bobo” por su afición a coleccionar huellas digitales y hacer experimentos científicos.
La novela es una crítica mordaz a la esclavitud y al racismo, que muestra cómo la identidad de las personas está determinada por las circunstancias sociales y no por la sangre o el color de la piel. Twain utiliza el humor y la ironía para retratar las costumbres y los prejuicios de la época, así como para crear unos personajes memorables, llenos de contradicciones y matices. El bobo Wilson es una obra maestra de la literatura estadounidense, que combina el realismo con la sátira, el misterio con la comedia, y que plantea cuestiones universales sobre la libertad, la justicia y la dignidad humana.
Un murmullo al lector
No hay ningún carácter, por bueno y puro que sea, que no se pueda destruir con el ridículo, por tosco y mezquino que sea. Observemos al asno, por ejemplo: su carácter es casi perfecto, es el espíritu más selecto entre todos los animales más humildes, y sin embargo ya sabemos lo que el ridículo ha hecho de él. En vez de sentirnos halagados cuando nos llaman asnos, nos quedamos dudosos.
—Del calendario del Bobo Wilson.
La persona que ignora los asuntos legales siempre puede cometer errores al tratar de fotografiar con su pluma una escena de un tribunal; y por eso, yo no quería que los capítulos legales de este libro fueran a la imprenta sin someterlos antes a una revisión y corrección rígidas y exhaustivas hechas por un experto leguleyo… si es así como los llaman. Esos capítulos son ahora correctos en todos sus detalles, porque fueron escritos de nuevo bajo la mirada vigilante de William Hicks, quien estudió algo de leyes un tiempo en el sudoeste de Missouri, hace treinta y cinco años, y luego vino a Florencia por su salud y sigue trabajando, por la comida y la cama, en el almacén de piensos de Macaroni Vermicelli, que se encuentra en el primer callejón que vemos al doblar la esquina de la Piazza del Duomo, un poco más allá de la casa que tiene la pared de piedra, donde Dante acostumbraba sentarse hace seiscientos años, cuando dejó de contemplar cómo construían el campanile del Giotto, pero se cansaba de esperar que Beatrice pasara por allí para comprarse un trozo de pastel de castañas y poder defenderse con él en caso de una revuelta gibelina, antes de llegar a la escuela, en el mismo puesto donde lo venden hoy en día, tan ligero y bueno como entonces, y eso no es ninguna adulación, ni mucho menos. Había olvidado un poco las leyes, pero las refrescó por causa de este libro, y los dos o tres capítulos legales están ahora perfectos. Él mismo me lo dijo así.
Escrito por mi propia mano el segundo día de enero de 1893, en la Villa Viviani, en el pueblo de Settignano, a tres kilómetros de Florencia, en las colinas (desde donde se disfruta uno de los panoramas más encantadores que pueden verse en este planeta, y con las puestas de sol más hermosas y ensoñadoras de este planeta, o hasta del sistema solar) y escrito, además, en la magnífica habitación de la casa, con los bustos de los senadores Cerretani y otros nobles de su linaje mirándome con aprobación, como acostumbraban mirar a Dante, y pidiéndome en silencio que los adopte en mi familia, lo que hago con placer, porque mis antepasados más remotos no son más que unos pollos de primavera comparados con estas antigüedades majestuosas con sus togas, y para mí será una gran satisfacción, el remontarme así a seiscientos años.
M. T.
Capítulo I
El bobo se gana su nombre
Di la verdad o invéntala… pero consigue tus fines.
—Del calendario del Bobo Wilson.
El escenario de esta crónica es el pueblo de Dawson’s Landing, en la orilla del Misisipi perteneciente a Missouri, a medio día de viaje de St. Louis, por vapor.
En 1830 se componía de una pequeña colección de modestas casas de madera de uno y dos pisos, cuyas fachadas blanqueadas desaparecían casi bajo una profusión de rosales trepadores, madreselvas y dondiegos. Cada una de esas lindas casas tenía delante un jardín rodeado de blanca empalizada y bien provisto de malvalocas, margaritas, balsaminas y muchas otras flores anticuadas; mientras que en los alféizares de las ventanas había cajas de madera que contenían rosas musgosas, y macetas en las que crecía una variedad de geranios cuyas flores de un rojo intenso acentuaban el tono rosado de las fachadas vestidas de rosales, como una explosión de fuego. Cuando en el alféizar quedaba lugar, entre las cajas y macetas, para un gato, el gato no faltaba, tendido cuan largo era, si hacía sol, dormitando y feliz, con el peludo vientre al sol y una pata curvada sobre la nariz. Entonces, esa casa estaba completa, y su contento y paz se manifestaban al mundo por ese símbolo, cuyo testimonio es infalible. Un hogar sin gato, y un gato bien alimentado, mimado y debidamente respetado, puede ser quizá, un hogar perfecto, ¿pero cómo puede probar su título?
A lo largo de las calles, en ambos lados y al exterior de las aceras de ladrillo se alzaban unos algarrobos con los troncos protegidos por cercas de madera, y esos algarrobos daban sombra en verano y una dulce fragancia en primavera, cuando se cubrían de flor. La calle principal, a una cuadra de distancia del río, paralela a él, era la única calle comercial. Tenía seis cuadras de largo, y en cada una de ellas dos o tres comercios de ladrillo de tres pisos de alto, descollaban sobre los grupos intermedios de pequeñas tiendas de madera. A lo largo de toda la calle los carteles se balanceaban crujiendo. La pértiga rayada que a lo largo de los canales de Venecia indica una nobleza antigua y orgullosa, indicaba sólo una humilde barbería en la calle principal de Dawson’s Landing. En la esquina más importante se alzaba un alto poste sin pintar cubierto de punta a punta de cacerolas, sartenes y tazas de hojalata, el ruidoso anuncio con que el hojalatero avisaba a todo el mundo (cuando soplaba el viento) de que su comercio estaba a disposición de todos a la vuelta de la esquina.
El frente del pueblo estaba bañado por las claras aguas del gran río; la parte principal subía hacia una suave pendiente, y su borde posterior se había diseminado entre unas cuantas casas desparramadas al pie de las colinas, que se alzaban, altas, encerrando al pueblo en una curva de media luna, y con tupidos bosques desde el pie a la cumbre.
Los vapores pasaban cada hora, hacia arriba y hacia abajo. Los que pertenecían a la pequeña línea de Cairo y la pequeña línea de Memphis, se detenían siempre; los grandes vapores de la línea de Nueva Orleans sólo se detenían para tocar sus sirenas, o desembarcar pasajeros o carga; y lo mismo ocurría con la gran flotilla de «transeúntes». Esta última procedía de una docena de ríos, el Illinois, el Missouri, el Misisipi Superior, el Ohio, el Monongahela, el Tennessee, el Río Rojo, el Río Blanco y otros más; y se dirigían a todos los lugares imaginables e iban cargados con todo lo que las comunidades de Misisipi podían imaginar para su comodidad o necesidad, desde las heladas Cataratas de St. Anthony bajando por nueve climas hasta la tórrida Nueva Orleans.
Dawson’s Landing era un pueblo esclavista, con unas tierras ricas en granos y cerdos, trabajadas por esclavos. El pueblo era soñoliento, cómodo y tranquilo. Tenía cincuenta años e iba creciendo lentamente… muy lentamente, en realidad, pero de todos modos, creciendo.
El principal ciudadano era York Leicester Driscoll, de unos cuarenta años de edad, juez del tribunal del condado. Estaba muy orgulloso de su vieja ascendencia virginiana, y en su hospitalidad, y en sus maneras formales y majestuosas seguía sus tradiciones. Era cortés, justo y generoso. Su única religión era la de ser un caballero (un caballero sin tacha), y siempre fue fiel a ella. Era respetado, estimado y amado por toda la comunidad. Tenía bastantes bienes de fortuna, y gradualmente los iba aumentando. Él y su esposa eran casi felices, pero no del todo, porque no tenían hijos. El ansia de poseer el tesoro de un hijo se había: ido haciendo cada vez más fuerte con el correr de los años, pero nunca habían tenido esa bendición… ni iban a tenerla.
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