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El arrecife

El arrecife - Edith Wharton

Resumen del libro:

El diplomático norteamericano George Darrow se dispone a reencontrarse con Anna Leath, la mujer que, catorce años antes, le abandonó para casarse con otro. Anna es ahora una rica viuda que vive en un idílico «cháteau» francés con su hija de nueve años y su joven hijastro, y Darrow espera ansioso recuperar la oportunidad perdida; pero en el último momento ella aplaza la cita. Desengañado, el diplomático tiene una breve aventura en París con una muchacha ilusionada y pobre que se enamora apasionadamente de él. Unos meses después, es invitado al «château» de la viuda, que, después de todo, le ama y desea casarse con él; pero allí Darrow se encuentra con que la nueva niñera que tiene a toda la familia encandilada es precisamente la joven de su «affaire» en París…

I

«Obstáculo inesperado. Por favor, no vengas hasta el treinta. Anna».

Durante todo el trayecto, desde Charing Cross a Dover, el tren había martilleado las palabras del telegrama al oído de George Darrow con todos los matices irónicos de sus vulgares palabras, que sonaban como una descarga de mosquetes. Una a una, se introducían en su cabeza con frialdad y lentitud, o se esparcían y trastocaban como dados arrojados por dioses malévolos. Ahora, al salir de su compartimento al muelle y recorrer con la vista el andén barrido por el viento así como, a lo lejos, el mar embravecido, las palabras saltaban sobre él desde las crestas de las olas y lo hostigaban y cegaban con agravios húmedos y furiosos.

«Obstáculo inesperado. Por favor, no vengas hasta el treinta. Anna».

Era la segunda vez que posponía su cita en el último momento. La posponía con toda su amable sensatez, y por una de sus habituales «buenas» razones. Estaba seguro de que esta razón, como la anterior (la visita de la viuda de un tío de su marido), era también «buena». Pero era precisamente esa certeza la que lo sobrecogía. Dada la extrema sensatez con que manejaba las cosas, el hecho de que lo saludara con tanta efusión tras doce años sin verse no carecía de ironía.

Fue en Londres, tres meses antes, en una cena en la embajada americana. En cuanto lo vio, su sonrisa se asemejó a una rosa que estuviera prendida de su vestido negro de viuda. Y él aún recordaba la emoción con que contempló su rostro, que no esperaba ver entre las demás caras conocidas que acudían a las cenas de aquella temporada. Llevaba el pelo recogido sobre sus ojos graves; ojos en los que había reconocido todas las pequeñas curvas y sombras igual que se reconocen, cuando se vuelve a ver después de muchos años, detalles de la habitación donde uno jugaba de niño. E igual que ella había destacado en aquella rutilante y encopetada multitud, Darrow sintió, en el mismo instante en que los ojos de ambos se encontraron, que ella también se había fijado en él. Todo eso y más había expresado su sonrisa: no sólo «Me acuerdo de ti» sino también «Me acuerdo de lo mismo que tú te acuerdas». Y como si los recuerdos de ella hubiesen ayudado a los suyos, su mirada le devolvió, en aquel instante recobrado, un brillo juvenil. Cuando la atareada embajadora les dijo: «¿Así que conoces a la señora Leath? ¡Qué bien, porque el general Farnham no ha venido!», y les indicó que fueran juntos al comedor, Darrow sintió una ligera presión en su brazo que, suave pero firmemente, sirvió para dar énfasis a la frase: «¿No es maravilloso? ¡En Londres, en plena temporada, y en medio de una multitud!».

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