Resumen del libro:
El ángel que nos mira narra de forma pormenorizada las vivencias del joven Eugene Gant en el profundo sur de EE.UU durante el comienzo del siglo XX. La novela, aparentemente autobiográfica, comienza con la azarosa vida del padre del protagonista, Oliver Gant, y trasciende el simple recorrido de una vida para indagar en el alma humana mediante un exhaustivo análisis de la complejidad de las relaciones humanas.
Al lector
Este es un primer libro, y en él ha escrito el autor sobre experiencias ahora lejanas y perdidas, pero que antaño fueron parte del tejido de su vida. Por consiguiente, si algún lector dijera que el libro es «autobiográfico», el autor no podría contestarle; a su entender; toda obra seria de ficción es autobiográfica, y así, por ejemplo, no es fácil imaginar una obra más autobiográfica que Los viajes de Gulliver.
Sin embargo, esta nota va principalmente dirigida a las personas a quienes pudo conocer el autor en el periodo abarcado por estas páginas. A esas personas les diría algo que cree que comprenden ya: que este libro fue escrito con espíritu cándido y desnudo, y que el principal empeño del autor fue dar la plenitud, vida e intensidad a las acciones y a los personajes del libro que creaba. Ahora que este va a publicarse, quisiera insistir en que es un libro de ficción, en el que no pretendió retratar a nadie.
Pero nosotros somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas; todo lo nuestro está en ellos: no podemos eludirlo ni ocultarlo. Si el escritor ha empleado la arcilla de la vida para crear su libro, no ha hecho más que emplear lo que todos los hombres deben usar, lo que nadie puede dejar de usar. Ficción no es realidad, pero la ficción es una realidad seleccionada y asimilada, la ficción es una realidad ordenada y provista de un designio. El doctor Johnson observó que un hombre debería revolver media biblioteca para escribir un solo libro; de la misma manera, el novelista puede tener que estudiar a la mitad de la gente de una ciudad para crear un solo personaje de su novela. Esto no es todo el método, pero cree el autor que ilustra todo el método en un libro escrito desde media distancia y sin rencor ni mala intención.
Primera parte
… una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas.
Desnudos y solos llegamos al desierto. En su oscuro seno, no conocimos el rostro de nuestra madre; desde la prisión de su carne, vinimos a la prisión indecible e inexplicable de este mundo.
¿Quién de nosotros conoció a su hermano? ¿Quién de nosotros observó el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no estuvo siempre prisionero? ¿Quién de nosotros no será siempre un extranjero solitario?
Erial de perplejidad, en los ardientes laberintos; perdidos, entre brillantes estrellas, en esta tediosísima ceniza, ¡perdidos! Recordando sobrecogidos, buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero que conduce al cielo, una piedra, una hoja, una puerta ignota. ¿Dónde? ¿Cuándo?
¡Oh fantasma perdido, batido por el viento, vuelve a nosotros!
Uno
Un destino que conduce a un inglés hacia los holandeses es bastante extraño; pero el que lleva de Epsom a Pennsylvania, y de aquí a los montes que se cierran en Altamont sobre el soberbio grito de coral del gallo, y a la dulce sonrisa de piedra de un ángel, tiene algo de ese oscuro milagro del azar que constituye la nueva magia en un mundo polvoriento.
Cada uno de nosotros es el total de sumas que no ha contado: reducidnos de nuevo a la desnudez y a la noche, y veréis cómo empezó en Creta, hace cuatro mil años, el amor que ayer terminó en Texas.
La semilla de nuestra destrucción florece en el desierto, la flor que ha de curarnos crece junto a una roca, y una arpía de Georgia hostiga nuestras vidas, porque un ladrón de Londres se libró de la horca. Cada momento es fruto de cuarenta mil años. Los días se desgranan en minutos y zumban como moscas que vuelan de nuevo hacia la muerte; cada momento es una ventana sobre el tiempo.
He aquí un momento:
Un inglés llamado Gilbert Gaunt, apellido que más tarde cambió por Gant (probablemente como concesión a la fonética yanqui), y que había llegado a Baltimore desde Bristol en 1837, en un barco de vela, dejó que los beneficios de una taberna que había comprado fuesen muy pronto engullidos por su imprudente gaznate. Entonces se dirigió hacia el oeste, a Pennsylvania, ganándose peligrosamente la vida con gallos de pelea enfrentados a los campeones de los corrales rurales, y a menudo escapando después de pasar una noche en la cárcel del pueblo, con su campeón muerto en el campo de batalla, sin una moneda en el bolsillo y, a veces, con la huella de los gordos nudillos de un granjero en su cara desvergonzada. Pero siempre escapó y, cuando al fin llegó junto a los holandeses en tiempo de recolección de las cosechas, se sintió tan impresionado por la riqueza de sus tierras que echó el ancla en el lugar. Al cabo de un año se casó con una enérgica y joven viuda que poseía una bonita hacienda y que, como las otras holandesas, se había sentido atraída por su aire de trotamundos y por su grandilocuente lenguaje, sobre todo cuando recitaba Hamlet al estilo del gran Edmund Kean. Todos decían que debería haber sido actor.
El inglés engendró hijos —una hembra y cuatro varones—, vivió tranquila y descuidadamente, y llevó con paciencia el peso de la lengua dura pero honrada de su esposa. Pasaron años; los ojos brillantes y un poco asombrados se volvieron opacos y con bolsas, y el alto inglés empezó a arrastrar los pies como un gotoso; una mañana, cuando su mujer fue a despertarlo, lo encontró muerto de un ataque de apoplejía. Dejó cinco hijos, una hipoteca y —en sus extraños ojos oscuros, ahora de nuevo brillantes y abiertos— algo que no había muerto: una apasionada y oscura sed de viajar.
Así, con este legado, dejaremos a este inglés y nos preocuparemos en adelante del heredero a quien lo transmitió, su segundo hijo, un muchacho llamado Oliver. De cómo este muchacho se plantó en la carretera próxima a la finca de su madre y vio pasar a los rebeldes cubiertos de polvo en dirección a Gettysburg; de cómo sus ojos fríos se oscurecieron al oír el glorioso nombre de Virginia, y de cómo, al terminar la guerra, cuando tenía solo quince años, caminó por una calle de Baltimore y vio, en un pequeño taller, pulidas lápidas funerarias de granito, ovejas y querubines esculpidos, y un ángel erguido sobre unos pies fríos y héticos, y con una sonrisa de piedra, dulce y tonta… lo cual es una historia más larga. Pero sé que sus ojos fríos y hundidos se anublaron con la sed oscura y apasionada que había vivido en los ojos del muerto y que lo habían llevado desde la calle Frenchurch hasta más allá de Philadelphia. Al observar el chico aquel enorme ángel con un lirio esculpido en la mano, se sintió presa de una excitación fría e indefinida. Cerró los largos dedos de sus grandes manos. Sintió que su mayor deseo era esculpir delicadamente con un cincel. Quería plasmar en fría piedra algo oscuro e inexpresable que llevaba dentro. Quería la cabeza de un ángel.
Oliver entró en el taller y pidió trabajo a un hombre alto y barbudo que manejaba un mazo de madera. Se convirtió en aprendiz del tallista de piedra. Trabajó cinco años en el polvoriento taller. Y llegó a ser tallista. Cuando terminó su aprendizaje, se había convertido en un hombre.
Pero no había encontrado lo que buscaba. No había aprendido a esculpir la cabeza de un ángel. Sí la paloma, el cordero, las lisas y cruzadas manos de mármol de la muerte, y letras finas y bellas… pero no el ángel. Y todos los años desperdiciados y perdidos —los años turbulentos de Baltimore, de trabajo y de salvaje embriaguez, y el teatro de Booth y Salvini, que tuvo un efecto desastroso en el tallista, que se aprendía de memoria cada inflexión del retumbante y noble lenguaje y rondaba farfullando por las calles, con rápidos ademanes de sus enormes y expresivas manos— fueron como pasos a ciegas y tanteos en nuestro destierro, la imagen de nuestra hambre cuando, recordando sobrecogidos, buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero que conduce al cielo, una piedra, una hoja, una puerta. ¿Dónde? ¿Cuándo?
Nunca lo encontró, y bajó tambaleándose a través del continente hacia el sur de la Reconstrucción, como un extraño y fiero personaje de metro noventa de estatura, ojos fríos e inquietos, nariz grande y afilada, un caudal inagotable de retórica y una invectiva cómica y descabellada, formalizada como el epíteto clásico, que empleaba seriamente, pero con un débil rictus inquieto en las comisuras de los finos y gemebundos labios.
Montó un negocio en Sidney, pequeña capital de uno de los estados del mediano sur, vivió sobria y laboriosamente bajo la mirada atenta de una gente todavía irritada por la derrota y la hostilidad, y, una vez consolidado el buen nombre y ganada su aceptación, se casó con una solterona flaca y tuberculosa, diez años mayor que él, pero con buenos ahorros y un deseo inquebrantable de casarse. A los dieciocho meses, volvía a ser un vocinglero maniático, había arruinado su negocio y seguía pasando la maroma, cuando Cynthia, su esposa —cuya vida, según los nativos, él no ayudó a prolongar— murió repentinamente una noche, después de una hemorragia.
De nuevo lo había perdido todo —Cynthia, el negocio, la a duras penas ganada fama de templanza, la cabeza del ángel— y vagaba por las calles cuando era de noche, gritando maldiciones en pentámetros contra los hábitos de los rebeldes y su gran indolencia; pero, presa de miedo, de perplejidad y de remordimiento, languidecía bajo la mirada reprobadora de la ciudad y se iba convenciendo, mientras la carne menguaba en su escuálido armazón, de que el flagelo de Cynthia caía ahora sobre él como venganza.
Tenía poco más de treinta años, pero parecía mucho más viejo. Su rostro era amarillo y demacrado. Su nariz cérea y afilada parecía el pico de un ave. Tenía un largo bigote castaño cuyas puntas pendían fúnebremente rectas.
Las tremendas libaciones habían arruinado su salud. Estaba flaco como un palo y tosía a menudo. Pensó en Cynthia, en la ciudad retraída y hostil, y tuvo miedo. Pensó que padecía tuberculosis y que iba a morir.
Y así, de nuevo solo y perdido, sin haber encontrado orden ni arraigo en el mundo, y sin tocar de pies en el suelo, Oliver reemprendió su viaje sin rumbo por el continente. Marchó hacia el oeste, en dirección a la gran fortaleza de los montes, sabiendo que su mala fama no los habría cruzado y esperando poder encontrar en ellos aislamiento, una nueva vida y una salud recobrada.
Los ojos del macilento espectro se oscurecieron de nuevo, como habían hecho en su juventud.
Durante todo el día, bajo el cielo gris y húmedo de octubre, Oliver viajó hacia el oeste, cruzando el poderoso estado. Al mirar tristemente por la ventanilla los grandes campos sin cultivar, salpicados de tarde en tarde por fútiles, ocasionales y pequeñas granjas, que parecían haber hecho solamente mínimas roturaciones en el erial, sentía que se le enfriaba y pesaba el corazón. Pensaba en los grandes heniles de Pennsylvania, en las mieses maduras de granos dorados, en la abundancia, en el orden, en el limpio progreso de la gente. Y pensaba en que también él había querido imponerse un orden y ganarse una posición, y en la desenfrenada confusión de su vida, en las manchas y borrones de los años, y en el anárquico despilfarro de su juventud.
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Me estoy haciendo viejo! ¿Por qué aquí?»
Los horribles años espectrales desfilaron en tropel por su cerebro. De pronto, vio que su vida había sido canalizada por una serie de accidentes: un rebelde loco cantando al Armagedón, el sonido de una corneta en la carretera, los mulos del ejército, la tonta cara blanca de un ángel en un taller polvoriento, la descarada oscilación de las nalgas de una ramera al pasar. Había trocado el calor y la abundancia por esta tierra yerma; al mirar fijamente por la ventanilla y ver el suelo pardo y baldío, la grande y áspera elevación del Piedmont, las fangosas carreteras de arcilla roja, y los papanatas boquiabiertos en las estaciones —un granjero flaco oscilando sobre las riendas, un negro haraganeando, un patán desdentado, una mujer nervuda y pálida con un bebé mugriento—, la extrañeza del destino le produjo un miedo intenso. ¿Cómo pudo pasar de la limpia abundancia holandesa de su juventud a esta vasta tierra perdida de seres raquíticos?
El tren traqueteaba sobre la tierra vaporosa. La lluvia caía sin parar. Un ferroviario entró presurosamente en el sucio vagón de asientos tapizados y vació un cubo de carbón en la gran estufa del fondo. Una risa aguda y tonta sacudió a un grupo de patanes tumbados sobre dos asientos vueltos al revés. La campana tocó lúgubremente dominando los crujidos de las ruedas. Hubo una espera tediosa e interminable en una bifurcación próxima a los montes bajos. Después, el tren avanzó de nuevo sobre la tierra vasta y ondulada.
Llegó el crepúsculo. La enorme masa de los montes surgía entre brumas. Lucecitas humeantes brotaban de chozas en las laderas. El tren se arrastraba soñoliento entre altos bastidores que esparcían fantásticos chorritos de agua. Muy arriba, y muy abajo, cabañas de juguete, empenachadas de humo, se adherían a las riberas, a las quebradas y a las faldas de las montañas. El tren serpenteaba lentamente, cuesta arriba, por hendiduras en la roja tierra. Al hacerse de noche, Oliver se apeó en la pequeña población de Old Stockade, donde terminaba la vía del ferrocarril. La última gran muralla de los montes se erguía rígida ante él. Al abandonar la triste y pequeña estación y contemplar las luces grasientas de un almacén pueblerino, Oliver tuvo la impresión de que se arrastraba, como una bestia grande, hacia el círculo de aquellos enormes montes, para morir.
A la mañana siguiente continuó su viaje en diligencia. Su destino era la pequeña población de Altamont, a veinticuatro millas más allá de la gran barrera de montes exterior. Al subir fatigosa y lentamente los caballos por la carretera de montaña, Oliver se animó un poco. Era un día gris dorado de finales de octubre, brillante y ventoso. El aire montañés era luminoso y cortante. La cordillera se elevaba ante él, próxima, inmensa, limpia y desnuda. Los árboles crecían flacos y rígidos; casi no tenían hojas. El cielo estaba poblado de jirones de nubes blancas arrastrados por el viento; una espesa capa de niebla envolvía la muralla de un monte.
Debajo de él, un torrente de montaña fluía espumoso sobre su lecho de rocas, y distinguió unas manchitas que eran hombres que tendían la vía férrea que llevaría a Altamont, serpenteando entre los montes. Entonces, el sudoroso atelaje llegó a lo alto del puerto y, entre altísimas y majestuosas cimas que se perdían en una niebla purpúrea, inició el lento descenso hacia la altiplanicie donde había sido construida la villa de Altamont.
En la obsesionante eternidad de estas montañas, inmersa en su enorme copa, encontró una población de cuatro mil almas, desperdigadas en cien montículos y depresiones.
Era una tierra nueva. Su corazón se animó.
…