Resumen del libro:
Gustav Meyrink, nacido en Viena en 1868, es uno de los autores más enigmáticos y fascinantes de la literatura esotérica del siglo XX. Hijo ilegítimo de una actriz famosa y un barón, su vida estuvo marcada por la intensidad de sus pasiones y una incesante búsqueda de lo oculto. Estudió en Praga, ciudad que sería su escenario vital y espiritual, un lugar donde su alma inquieta se sumergió en las profundidades del espiritismo, la alquimia y el yoga. Meyrink, conocido por su novela inmortal “El Golem”, explora en sus obras lo demoníaco, lo grotesco y lo sublime, fusionando estos elementos en una narrativa que desafía las barreras del tiempo y la realidad.
“El Ángel de la Ventana de Occidente”, su última novela, es un viaje fascinante a través del tiempo y la mente, un relato que entrelaza lo histórico con lo sobrenatural en una danza oscura y envolvente. La historia sigue a un hombre común que, tras heredar los papeles de su primo fallecido, comienza a ser acosado por visiones perturbadoras y pesadillas que giran en torno a su antepasado, John Dee, el famoso ocultista inglés del siglo XVI. A medida que el protagonista se adentra en este legado, se ve envuelto en una trama de intriga esotérica que lo lleva desde la Inglaterra de Isabel I hasta la Praga mágica de principios del siglo XX.
La novela de Meyrink es una meditación sobre la ley del karma y los misterios de la verdadera alquimia, entendida no como la búsqueda de la transmutación de metales, sino como la creación de un vehículo inmortal para el espíritu humano. A través de sus personajes, como el enigmático Lipotin y la seductora Assja Chotokalungin, el autor presenta un universo donde lo onírico y lo real se funden en un todo, desdibujando las fronteras entre el mundo físico y el espiritual.
“El Ángel de la Ventana de Occidente” es una obra que desafía al lector a adentrarse en los recovecos más oscuros y místicos de la mente humana. Es una exploración literaria de la alquimia interna y una reflexión sobre la naturaleza de la inmortalidad y la resurrección de la carne. Con esta novela, Gustav Meyrink cierra su carrera literaria de manera magistral, dejándonos un legado que sigue siendo tan intrigante y desconcertante como el propio autor.
El ángel de la ventana de occidente
¡Qué extraña sensación la de sostener en la mano la caja precintada con las pertenencias de un muerto! Es como si de ella partieran hilos delgados e invisibles, tenues como la tela de una araña, y condujesen a un oscuro reino.
El meticuloso embalaje, los esmerados dobleces del papel azul que la envuelve, todo esto testimonia en silencio el pensamiento y la actuación plenamente conscientes de una persona viva que sentía cómo se aproximaba la muerte; de alguien que, por esta razón, reúne y ordena cartas, papeles, cajas llenas de cosas antaño importantes, pero ahora ya muertas, rezumando recuerdos hace tiempo desvanecidos, con vagas esperanzas puestas en un futuro heredero, en un hombre casi desconocido y lejano: pensando en mí, que conoceré su fallecimiento cuando la caja cerrada que contiene esos legajos, abandonada en el reino de los vivos, haya llegado a mis manos.
Son los imponentes sellos rojos de mi primo John Roger los que la cierran, mostrando las armas de mi madre y de su familia. Desde hacía mucho tiempo este hijo del hermano de mi madre había sido llamado por primas y tías «el último de su estirpe», y estas palabras siempre sonaron a mis oídos como un título solemne tras su nombre extranjero, cuando, con un orgullo peculiar y un poco ridículo, las pronunciaban los labios delgados y apergaminados entre tosecillas, privando al tronco moribundo del resto de vida que le quedaba.
Este árbol genealógico —así sigue creciendo la imagen heráldica en mi fantasía abismada— ha extendido sus ramas, extrañamente nudosas, sobre países lejanos. Arraigó en Escocia y floreció en Inglaterra; según parece, tenía parentesco sanguíneo con una de las familias más antiguas de Gales. Fuertes retoños arraigaron en Suecia, en América y, por último, en Estiria y en Alemania. En todas partes se han secado las ramas; en Gran Bretaña se agostó el tronco. Tan sólo aquí, en el sur de Austria, reverdeció una última rama: mi primo John Roger. ¡E Inglaterra ha segado esta última rama!
¡Cómo se aferraba «Su Señoría», mi abuelo materno, a la tradición y al nombre de sus ancestros! ¡Él, que sólo era un ganadero en Estiria! John Roger, mi primo, había emprendido un camino muy distinto, había estudiado ciencias y practicado como un diletante la psicopatología; había viajado por todo el mundo, había estudiado con gran aplicación en Viena y Zúrich, en Aleppo y Madrás, en Alejandría y Turín, con los más brillantes expertos de la vida anímica, diplomados o no, ya estuvieran recubiertos con la miseria de Oriente o vestidos con la camisa de rayas planchada de Occidente.
Pocos años antes del estallido de la guerra se había mudado a Inglaterra. Allí parece haberse dedicado a investigar el destino y el origen de su antigua familia. Por motivos que desconozco, aunque siempre se decía que estaba tras un secreto profundo y enigmático. Por entonces le sorprendió la guerra. Al ser un oficial austríaco en la reserva, le internaron. Abandonó el campo de internamiento transcurridos cinco años como un hombre acabado, nunca volvió a atravesar el canal, murió en algún lugar de Londres, y dejó sólo unas pocas pertenencias que ahora están dispersas entre los miembros de la familia.
A mí me ha quedado, con algunos recuerdos, este paquete que ha llegado hoy; el sobrescrito con letra inclinada va a mi nombre.
¡El árbol genealógico se ha extinguido, el escudo se ha roto!
Esto no es más que un pensamiento vano por mi parte, pues ningún heraldo ha ejecutado este acto sombrío y solemne sobre la cripta.
El escudo está roto, dije en voz baja para mí cuando rompí el sello. Nadie más volverá a lacrar con este sello.
Es un escudo fuerte y espléndido el que rompo. ¿Rompo? Qué extraño, de repente me parece como si escribiera una mentira.
Cierto, rompo el escudo, pero, quién sabe, ¡tal vez lo despierte de un largo sueño! En el campo diestro azur del escudo, dividido sobre el pie en tres particiones, se ve una espada de plata hundida perpendicularmente en una montaña: alusión a Gladhill en Worcester, posesión de nuestros ancestros. En el cantón siniestro, de color plata, hay un árbol con follaje verde entre cuyas raíces brota una fuente argéntea: alude a Mortlake, en Middlessex. Y en el centro de la punta, sobre el pie, se encuentra la luz ardiente, formada como una lámpara del cristianismo primitivo. Un símbolo inusual, desde siempre observado con extrañeza por los expertos en heráldica.
Vacilo antes de romper el último sello, tan bellamente impreso, ¡es un placer contemplarlo! Pero ¿qué es esto? ¡Esto no es la luz ardiente sobre el pie! ¡Es un cristal! ¡Un dodecaedro simétrico rodeado de rayos luminosos en forma de aureola! Así pues, ¡un luminoso carbúnculo, nada de una lámpara de aceite con luz mortecina! Y una vez más se apodera de mí una extraña sensación: es como si un recuerdo luchase en mi interior por hacerse consciente, un recuerdo que duerme desde… desde hace siglos.
¿Cómo ha llegado este carbúnculo al escudo? Y de repente descubro: ¿una firma diminuta? Cojo la lupa y leo: Lapis sacer sanctificatus et praecipuus manifestationis.
…