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El amor, el dandismo y la intriga

El amor, el dandismo y la intriga, relatos de Pío Baroja

El amor, el dandismo y la intriga, relatos de Pío Baroja

Resumen del libro:

Esta obra, terminada en Vera de Bidasoa por octubre de 1922, se halla constituida por cuatro partes y en ellas vuelve a ser personaje central el narrador, Pedro Leguía. Recoge el hilo, un poco abandonado desde El aprendiz de conspirador. Bayona es el centro de la intriga al principio, como lo será en otras novelas de la serie, inmediatamente posteriores. Abundan las descripciones y pinturas del ambiente de 1837. Leguía es joven, apuesto, el dandysmo está a la orden del día. Esto y sus actividades peculiares le dan motivos para apuntar muchas ideas y observaciones sobre la vida amorosa y la política y sus hombres. Pero también hay parte dedicada a descubrir la situación de la zona fronteriza avanzada ya la primera guerra civil; el novelista transcribe, así, canciones vascas de circunstancias (algunas recogidas en Vera). La tercera parte recoge experiencias muy distintas y varias, en París y Madrid. La trama mayor de todas las urdidas por Aviraneta para provocar la desorientación en el campo carlista se va desarrollando en las partes cuarta y quinta, llenas de incidentes novelescos e intrigas amorosas que justifican sobradamente el título.

En la Engadina

Comienzo a escribir este libro —dice Leguía— en Suiza, en un pueblo del cantón de los Grisones. No sé dónde lo concluiré, ni si lo concluiré. Me han recomendado pasar el verano en un sitio alto para mis bronquios y para mi ciática, y aquí estoy, en un cuarto amplio y ventilado de una casa antigua que perteneció a un obispo.

Es una casa que tiene en una de las paredes que da al jardín un reloj de sol y, alrededor de él, una orla con esta sentencia, en romance: Il solacl splendura per touts, sentencia optimista y mixtificadora que parece querer decir mucho y no dice nada.

El verano actual el sol splendura poco, y aunque la dueña de la casa, dueña también de un barómetro tan optimista como el letrero del reloj de sol, afirma que el buen tiempo se aproxima, el buen tiempo no llega y el sol no splendura para nadie.

Hace siempre lluvia, frío y, sobre todo, viento, un viento furioso que muge como si hubiera por esos campos algún búfalo gigantesco de mal humor.

La casa está bien preparada para el frío. Mi cuarto se halla recubierto de madera: tiene dos ventanas con vidrieras dobles, que cierran perfectamente, y una estufa de faienza en un rincón.

Una de las ventanas mira hacia el pueblo, que es silencioso y triste, con una torre de iglesia alta, blanca, puntiaguda, con el tejado de pizarra; la otra da al valle, valle largo y estrecho.

En el pueblo, enfrente, veo una casa antigua, con un mirador de madera adornado con escudos y un esgrafito que representa un macho cabrío erguido, y debajo este letrero: Evviva la Grisha! Delante de la ventana que da al valle tengo mi mesa, y cuando no leo contemplo distraído el panorama. A la derecha hay montes formidables con la cima nevada, y las faldas que avanzan hacia el centro del valle cubiertas de abetos y de alerces; a la izquierda, montes más bajos, con árboles y praderas; en medio corre el río, verde blanquecino, trazando eses, costeando aldeas por entre campos llenos de flores, y en el fondo aparecen unas montañas blancas, altas, como dos gigantes que se apoyaran el uno en el otro.

No se ve apenas nadie por estos contornos, ni por la carretera, ni por los caminos. El cantón de los Grisones tiene el buen acuerdo de no permitir automóviles. El silencio aquí es imponente, magnífico.

Mi entretenimiento los días malos es mirar el ir y venir de las nubes a lo lejos, sobre las montañas lejanas y blancas, que se me figuran gigantes hermanos.

Cuando la niebla se nos echa encima, los montes, cubiertos de árboles, tienen un aire misterioso y romántico de balada germánica. Se ve todo vagamente, como por un cristal esmerilado. Las copas de los árboles en la línea quebrada de los montes dan la impresión de un regimiento de fantasmas.

En este cuarto de mi casa solitaria, ante el paisaje grave y silencioso, voy a continuar mi obra las Memorias de un hombre de acción. Ahora me toca escribir sobre mi juventud.

Esta calma, este reposo, deben ser propicios para sacar a flote los recuerdos más lejanos, aun aquellos ya dormidos en el fondo de la conciencia. En sitios así únicamente se comprende que un poeta suizo, al escribir sus Memorias, haya dedicado un capítulo largo a las impresiones de su infancia, de cuando contaba la tierna edad de un año. Tal era la precocidad del autor, que ya a los pocos meses de vida filosofaba y estetizaba. Un esfuerzo más, y este suizo nos hubiera contado sus impresiones de la vida intrauterina.

Yo no poseo tan prodigiosa memoria, no puedo llegar a la precisión de un individuo de esta raza de relojeros y tiradores al blanco; no soy suizo, sino vasco, y aunque vasco y gascón es primitivamente lo mismo, no he llegado ni por fantasía ni por recuerdo a figurarme lo que pensaba cuando estaba en pañales.

Voy a recordar mi juventud. No sé si habrá alguno que me lea o si todo este montón de papel escrito acerca de la vida de Aviraneta y la mía irá a parar al fuego. Aunque así sea, ésta es mi única distracción, mi único entretenimiento, por desgracia, y me pongo a la obra.

Comprendo que esta literatura, hecha exclusivamente como recurso contra la tristeza y el aburrimiento, tiene que ser mediana y de pocos vuelos; pero, en fin, no es fácil volar, ni siquiera con la imaginación, cuando se es viejo y se está cansado.

Pero hay que ser optimista, ¡qué diablo! Il solacl splendura per tuots! Evviva la Grisha!

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