Resumen del libro:
Tras su apariencia de novelón decimonónico, El amor brujo cuenta la tragicomedia de un burgués, Estanislao Balder, que para superar su existencia anodina se lanza a una aventura amorosa tan dulzona como torpe. Sutil e imprevisible, hay que llegar hasta el final para calibrar el alcance de la crítica, cuya acidez desnuda al hombre fatuo, aparentemente satisfecho. En esta última novela de Arlt, más que en ninguna otra, se manifiestan las debilidades y los rencores que apremiaron a este «François Villon de quilombo», como lo definió Cortázar, y destellan esas «imágenes inapelables y delatoras» que nos ponen frente a nosotros mismos y nuestras vergonzosas flaquezas.
Balder va en busca del drama
El perramus doblado, colgado del brazo izquierdo, los botines brillantes, el traje sin arrugas, y el nudo de la corbata (detalle poco cuidado por él) ocupando matemáticamente el centro del cuello, revelaban que Estanislao Balder estaba abocado a una misión de importancia. Comisión que no debía serle sumamente agradable, pues por momentos miraba receloso en redor, al tiempo que con tardo paso avanzaba por la anchurosa calle de granito, flanqueada de postes telegráficos y ventanas con cortinas de esterillas.
«Aún estoy a tiempo, podría escapar» —pensó durante un minuto, mas irresoluto, continuó caminando.
Le faltaban algunos metros para llegar, una ráfaga de viento arrastró desde el canal del Tigre un pútrido olor de agua estancada, y se detuvo frente a una casa con verja, ante un jardinillo sobre el cual estaba clausurada con cadena la persiana de madera de la sala. Una palma verde abría su combado abanico en el jardín con musgo empobrecido, y ya de pie ante la puerta buscó el lugar donde habitualmente se encuentra colocado el timbre. De él encontró solamente los cables con las puntas de cobre raídas y oxidadas. Pensó:
—En esta casa son unos descuidados —y acto seguido, llamó golpeando las palmas de las manos.
Su visita era esperada. Inmediatamente, por el patio de mosaicos, entre macetas de helechos y geranios, adelantóse con los rápidos pasos de sus piernas cortas, una joven señora de mejillas arrebatadas de arrebol e insolentísima mirada. Acercándose a la puerta le extendió una mano entre las rejas al tiempo que con la otra corría el cerrojo. Dijo:
—Pase… y no olvide que le recomendé mucha calma.
—Pierda cuidado, Zulema —y Balder sonrió cínicamente. Sin embargo, de observársele bien, se hubiera podido descubrir que sus ojos no sonreían. Examinaba lo que le rodeaba con curiosidad vivísima. De pronto reparó que su sonrisa era inconveniente en tales circunstancias y aunque trató de reprimirla, no pudo impedir que su semblante reflejara cierta jovialidad maliciosa. Se alegró de que la joven señora, caminando ante él, diera la espalda, y ahora ella, frente a la puerta de la sala, forcejeaba con la manilla, desajustando por dentro la cerradura sobre sus tornillos flojos. Nuevamente el visitante pensó:
—Indiscutiblemente, en esta casa son unos descuidados. Puerta sin timbre, cerraduras sin componer…
La joven señora inclinada sobre la manilla repitió:
—Tenga calma, sujete sus nervios y sea dócil. Doña Susana tiene un carácter terrible, pero es muy buena.
La puerta se abrió sobre la habitación, y nuestro joven entró a la sala que se le antojó desmantelada y siniestra.
Encajonábase allí una oscuridad de paredes harto tiempo humedecidas. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra que entraba por la puerta entreabierta, descubrió un piano sin herrajes dorados, lo cual le daba un singular aspecto de cajón mortuorio. Sobre él, a cierta altura, se distinguía la sólida cabeza de un viejo uniformado, bigotes canosos y rostro vuelto tres cuartos de perfil, y a un costado, más abajo, la fotografía de una señorita de cara de mona, con un vestido tieso, sobre un fondo rosado.
En otro muro, pésimamente repujado descubrió un plato de estaño. Tres sillas desdoradas y un sofá constituían el moblaje de la habitación.
«Sala de pobre gente con pretensiones», pensó Balder, depositando el perramus y el sombrero sobre el sofá. Como tenía conciencia de que su mirada se había vuelto nuevamente burlona, temeroso de que pudieran espiarle compuso rostro grave y expresión pensativa. Al volver la cabeza fijó nuevamente la mirada en el teniente coronel del retrato, y se dijo: «Parecía enérgico ese hombre».
Alguien forcejeó en la puerta de comunicación de la sala con el cuarto inmediato, se desprendió bruscamente el pasador cayendo al suelo con gran estrépito, y la puerta se abrió, apareciendo una dama como de cincuenta años, arrebujada en un manto violeta. Alguna impresión reciente le congestionaba el semblante, pero a pesar de ello se mantenía tiesa, y su cabello blanco, recortado sobre la nuca acrecentaba la expresión de energía que brillaba despiadadamente en sus ojos. El labio inferior y la mandíbula ligeramente colgante le daban un matiz de degeneración, acaballada por dos arrugas extensas que tomaban sus sienes, los vértices de los labios y los maxilares. Su mirada dura buscó inmediatamente los ojos de Balder, y éste, antes que la dueña de casa pudiera pronunciar palabra, exclamó:
—¡Qué notable!, aquí ninguna cerradura anda bien.
La señora se detuvo a dos pasos del joven con gesto de primera actriz ofendida, y Zulema, que entró tras de ella, hizo la presentación:
—El ingeniero Balder, la señora Susana Loayza.
Balder se echó la mano al bolsillo viendo que la presentada no le alcanzaba la suya, y pensó rápidamente:
«La comedia ha comenzado».
«La señora Loayza» lanzó un horrible:
—Caballero, ¿a qué debo el honor de su visita?
Balder pensó por un instante que él no era un «caballero» ni tampoco deseaba serlo. También experimentó tentaciones de explicarle a su interlocutora que la palabra «caballero» le recordaba la llamada que los lustrabotas dirigen a los transeúntes en la puerta de sus cuchitriles, y finalmente meneó la cabeza como si tuviera que vencer su timidez y aceptar lo irremediable de un destino cruel.
—Señora, usted sabe que vengo a pedirle autorización para tener relaciones con su hija Irene.
La anciana casi respingó al tiempo que se llevaba las dos manos al pecho:
—¡Pero esto es horrible, simplemente horrible! ¿Cómo voy a concederle permiso a mi hija para que tenga relaciones con un hombre casado? Porque usted es casado. Me informaron que usted es casado.
Balder repuso con suma sencillez:
—Señora… convendrá conmigo que no es lo más grave que pueda ocurrirle a una jovencita, tener relaciones con un hombre casado —y luego envolvió en una mirada a su amiga Zulema, como diciéndole: «¿No está usted satisfecha que me mantenga calmo tal cual me recomendaba?».
—Pero esto es horrible… horrible…
Balder prosiguió imperturbable:
—Yo no le veo lo horrible. Por otra parte será horrible hasta que uno termine por acostumbrarse a la idea y, entonces, la idea deja de producir tal efecto. Sin contar que un casado puede divorciarse. ¿No es así?
Hablaba con vocecita dulce y sumamente persuasiva.
La enérgica señora, más arrebolada ahora que antes, repuso:
—¿Y la hija del teniente coronel Loayza se va a casar con un divorciado? Jamás… jamás… antes prefiero verla muerta.
Balder experimentó la tentación de explicarle que él no había ido a tratar allí su segundo matrimonio, sino unas simples e inocentes relaciones, lo cual era muy distinto al problema planteado por ella. En aquel mismo instante la persona a quien la señora Loayza «prefería ver muerta antes que casada con un divorciado» entró silenciosamente al cuarto y se apoyó en el borde del piano, después de saludar a Estanislao con una tenue sonrisa.
Era una joven de dieciocho años. En la penumbra, el ancho rostro tallado en sombras adquiría relieves de luminosidad trágica. Balder examinó el abombado plano pálido de sus mejillas que tantas veces besara y sintió que su jovialidad se derretía bajo la temperatura de aquellos ojos negroverdosos, que le daban a la criatura una expresión gatuna y reconcentrada. Embutía su busto de mujer totalmente desarrollada una bata de punto color marrón, y doña Susana, volviendo los ojos hacia su hija, exclamó:
—Aquí está la gran desvergonzada que engaña a su madre.
En el ceño de la jovencita se formó una triple arruga como las tres cuerdas de un contrabajo, y la madre dirigiéndose a su amiga Zulema exclamó:
—¡Ah! Zulema, Zulema… que no viva el teniente coronel para poner orden en esta casa. —Y reiteró—: Antes verla muerta que casada con un divorciado. Además… ¿ha iniciado acaso usted los trámites de divorcio?
—No, pero pienso iniciarlos pronto —y Balder calló mirando extasiado a la jovencita que, apoyada en la tapa del piano, lo miraba con su profunda mirada de mujer que ya sabe los placeres que un hombre puede esperar de ella, y con qué moneda debe pagarlos.
Cualquiera diría que la dama esperaba que Balder pronunciara estas palabras para tener el pretexto de exclamar:
—No, no, no. De ningún modo mi hija puede casarse con un hombre divorciado. Sería el hazmerreír de la gente.
—¿Por qué, señora? —repuso Zulema, que se había sentado a la orilla del sofá—. ¿No aplaudía usted el otro día el divorcio de la señora Juárez?
—Eso es otra cosa —repuso la viuda del teniente coronel—. El marido de Lía Juárez es un bruto… hizo muy bien ella en plantarlo. Además… me importa poco. Si Irene se niega a obedecerme, tendrá que acatar las órdenes del Ministro de Guerra.
Balder desencajó los ojos.
…