Resumen del libro:
Es 1743 y mientras escucha atento las históricas hazañas de su familia, el pequeño Stanislaw recorre en compañía de su madre un deslumbrante paisaje invernal. Lejos está su pasión por Catalina la Grande y la convulsa llegada de los Poniatowski al trono de Polonia. Dos siglos más tarde y con tan solo 10 años, Elena mira por última vez caer la nieve sobre París. La espera un largo viaje a México, el país de Paula Amor, su madre, en el que encuentran refugio muchos perseguidos por la guerra que asola Europa.
Esta primera parte de El amante polaco es un fascinante viaje a través de dos tiempos narrativos y de dos fuerzas del destino: el de las cortes europeas del siglo XVIII y el de la Ciudad de México en plena ebullición, el de las intrigas palaciegas y las tertulias literarias de la década de 1950, el de los romances prohibidos y el de una vida volcada a la escritura, tan llena de momentos intensos como dolorosos.
Prólogo
En 1795, Polonia, borrada del mapa de Europa, desapareció de la faz de la tierra durante 123 años. Ningún país padeció semejante tragedia, a ningún país le ha sucedido algo similar, y mientras escribo esto no dejo de sentir un escalofrío. Recientemente, el 12 de enero de 2010, Haití sufrió el peor de los terremotos, pero la ayuda de varios países lo mantuvo a flote. Polonia, en cambio, desapareció de todos los mapas en 1795 y quedó prohibido pronunciar su nombre.
Según el historiador polaco Adam Zamoyski, autor de la biografía de Stanisław August Poniatowski (1732-1798), The Last King of Poland —publicada en paperback en 1998 por Orion, en Inglaterra—, Poniatowski no es el responsable de la trágica Tercera Partición de su país; gracias a él, Polonia se había recuperado en años anteriores; además, la Constitución que promulgó en 1771 es considerada la segunda mejor después de la francesa.
La insurrección de Tadeusz Kościuszko, gran héroe polaco, no impidió que Rusia, Prusia y Austria se repartieran Polonia. José Poniatowski (Pepi), sobrino del rey, combatió a su lado en algunas batallas y tuvo a Kościuszko bajo su mando en la de Varsovia, antes de la derrota final en Maciejowice. En varios libros de historia se dice que Kościuszko gritó al caer de su caballo, con la cabeza ensangrentada por un sablazo: «¡Finis Poloniae!», pero varios polacos en México confirmaron indignados que Kościuszko jamás dio ese grito.
Algunas otras versiones y libros de historia consideran que el último rey de Polonia, Stanisław August, fue solo un títere en manos de Catalina II de Rusia, emperatriz de todas las Rusias, porque ella lo impuso en el trono y creyó que, por haber sido su amante, sería el más complaciente de sus súbditos. Sin embargo, el rey defendió su patria de los rusos y de su extraordinaria soberana.
A pesar de tener en su contra a tres de los más poderosos países de Europa, y de sufrir la enemistad rusa y la indiferencia del resto de las naciones, Poniatowski hizo todo por mejorar la deplorable situación de los campesinos polacos que vivían al servicio de una nobleza complaciente consigo misma y celosa de sus tradiciones sármatas. A Polonia la ahogaban desigualdades, prejuicios, tradiciones y, sobre todo, el funesto liberum veto, que dictaba que un solo voto en contra impedía la voluntad de la mayoría. Cualquier moción de un diputado a favor de las clases más olvidadas o del aumento de impuestos a los grandes señores era aniquilado por esta restricción.
De todas las costumbres y tradiciones sármatas, ninguna peor que ese veto que mantenía a Polonia débil y anquilosada. Amparada por él, la nobleza conservadora olvidó enseñar a leer, curar, proteger y luchar contra plagas y epidemias, y se negó a dar oportunidades a los que nacían desheredados.
Muchos polacos de la clase alta jamás abrían un libro, por lo tanto, su conciencia social no llegaba muy lejos y las reformas iniciadas por el joven rey Poniatowski —quien subió al poder a los 32 años (Catalina a los 33)— irritaron a los nobles de la szlachta, los propietarios de tierras, castillos y privilegios adictos al feudalismo.
Hubo un episodio culminante en el reinado de Poniatowski: su secuestro, en noviembre de 1771, a raíz de la enemistad que se generó en la Confederación de Bar. Quizás ese primer atentado contra un rey cimbró las cortes europeas, porque todas pusieron el grito en el cielo, a pesar de que el grito de Catalina fue más bien tímido, o al menos, no fue el que el rey de Polonia esperaba. Aunque este secuestro impresionó a las cortes de Europa y varios soberanos alarmados manifestaron su repudio a la injuria, Poniatowski comprendió cuánto lo despreciaba la nobleza polaca, lo poco que contaba su reinado en la historia de Polonia y cómo su pueblo lo culpaba de todos los males de su gestión. Lo más doloroso fue darse cuenta de la indiferencia de la emperatriz Catalina de Rusia, quien tardó en manifestarse y, cuando lo hizo, fue con una carta que lindó en la indiferencia.
A pesar del rechazo de Rusia, el rey Poniatowski, acostumbrado a nadar contra corriente, embelleció Varsovia y Cracovia entre batalla y batalla contra sus dos grandes enemigos, Federico y Catalina; y, en medio de las peores descalificaciones, logró que los jóvenes polacos se formaran en buenos centros de estudio, con laboratorios de ciencia y campos de entrenamiento físico, y que muchos niños que no habían tenido oportunidad alguna de salir de su casa asistieran a la escuela. También propuso que se juzgara a las mujeres con la misma vara con la que se juzgaba a los hombres, y que se les dieran todas las posibilidades de crecimiento a creadores y artistas; por ello, Polonia es en el centro de Europa un horno de talento y creatividad en cine, pintura, grabado, escultura y literatura (es el único país con cinco premios Nobel). El mismo rey impulsó a pintores, como Angelika Kauffmann, a quien envió a París, donde finalmente escogió vivir.
Poniatowski promovió la ciencia, la salud y la cultura, e instaló a Polonia en todos los campos del saber. Incluso frente al rechazo de Catalina la Grande y la saña de Federico II de Prusia, Stanisław salió adelante.
Desde el principio, los dos feroces monarcas vecinos se propusieron, al igual que la piadosa María Teresa de Austria, posesionarse de las tierras fronterizas en las que sus ejércitos avanzaban día tras día, comiéndose un pedazo de bosque, de río o de sembradío perteneciente a Polonia.
Mientras construía su país, Stanisław escribió todas las mañanas en francés un diario de sus actos de gobierno, sus pensamientos, sus aspiraciones, sus desilusiones, hasta de las traiciones de su clan, llamado La Familia, de las que dejó constancia en sus Memorias.
Estas Memorias, que van de 1732 a 1798, conforman una historia de Polonia durante 66 años y un testimonio de la vida de sus súbditos sometidos a la voracidad de sus vecinos: Rusia, Prusia y Austria.
En su diario, Poniatowski consigna su infancia, su enamoramiento de Catalina y, más tarde, los triunfos y las derrotas de su reinado; responde a las críticas y a las acusaciones de sus contemporáneos e imparte una lección de política al analizar los peligros que enfrenta una república —porque el régimen polaco, a pesar de sus defectos, fue republicano— entre tres países vecinos que pretenden asfixiarla invadiendo sus fronteras.
La autodefensa del último rey de Polonia frente a déspotas cínicos (Catalina, quién fue su amante; Federico II, el filósofo guerrero, y María Teresa de Austria, la piadosa) es un alegato en contra de la opresión y una acusación contra el lobo que se abalanza sobre el cordero y lo destaza a lo largo de cientos de años. Polonia —ahora un país fuerte y próspero y, por lo tanto, poderoso— fue un cordero pascual durante los años cruciales de su formación. Lo fue por su fe en la bondad humana, su catolicismo de Agnus Dei y porque no supo preservarse del cuchillo del depredador, sino hasta que la sacrificaron.
El rey Stanisław Poniatowski deseaba que Europa entera conociera sus actos de gobierno y por eso mismo expuso su diario al buen juicio de Inglaterra y Francia, a quienes estimaba particularmente. Escribió de amor y odio, de fidelidad y abandono, de política y cultura, de paz y guerra, de religión y desesperanza, de la intervención del clero polaco en todos los asuntos de gobierno y de la indiferencia de los países europeos ante la suerte de un país extraordinario.
Por desgracia, después de su muerte, sus memorias y demás papeles fueron confiscados por orden del emperador de Prusia, Pablo I, y se abrieron hasta el siglo XX. Ahora, según los historiadores de Polonia y de Francia, los manuscritos originales se conservan en Moscú y en Cracovia.
El rechazo al último rey de Polonia no solo se manifestó durante su vida, también lo padeció después de su muerte.
En 1938, las autoridades soviéticas informaron que demolerían la iglesia de Santa Catalina, en San Petersburgo, y que querían devolver a Polonia los restos de Stanisław.
Jean Fabre, gran historiador y biógrafo francés de Stanisław Poniatowski, consigna en su Stanisław-Auguste Poniatowski et l’Europe des Lumières —publicado en Editions Ophrys, en 1952— que, a fines de la Primera Guerra Mundial, en 1920, un ataúd solitario arribó de Moscú a la estación de trenes de Varsovia. Nadie lo recibió, ni un solo doliente se presentó a recogerlo. ¿Quién era su destinatario? Los trenistas polacos decidieron averiguarlo y abrieron la caja en la que yacía un esqueleto con una corona, un cetro, un orbe y un retazo de terciopelo rojo.
En 1938, los restos de Poniatowski se trasladaron de la iglesia de Santa Catalina, en San Petersburgo, a la capilla de la Santa Trinidad en Wołczyn, Polonia, lugar de su nacimiento.
Cuando la Unión Soviética invadió Polonia en septiembre de 1939, los soldados profanaron la tumba.
Ahora es fácil visitar el sarcófago que resguarda los pocos restos del rey porque se hallan en una cripta de la Catedral de Wawel, en Cracovia, en la que se sepultan a los monarcas polacos.
Doscientos cincuenta años más tarde, en México, la vida de mi país absorbió todas mis fuerzas y no pensé en Stanisław August Poniatowski hasta que, en un viaje a Estados Unidos, compré el libro The Last King of Poland, del historiador Adam Zamoyski, y me impresionó leer en la página 461:
Stanisław fue uno de los hombres más inteligentes que jamás haya accedido al trono polaco y, de todos, el más trabajador y devoto a su patria. Ningún príncipe ha deseado nunca tan sinceramente, como él lo hizo, la felicidad de su gente.
Hasta este día, Poniatowski opacó a todos sus hermanos monarcas en cualquier aspecto y en estatura moral. «Debería yo haber sido un canciller, no un rey», le dijo una vez a Thomas Wroughton, y este comentario toca la raíz del problema porque su sentido político, su sentido democrático para representar a su gente y permanecer a tono con sus aspiraciones fueron los que causaron, una y otra vez, que abandonara una política razonable.
Si Poniatowski hubiera tenido la actitud de los monarcas que solo se rinden cuentas a sí mismos y a Dios, hubiera colgado como una marioneta de las manos de Catalina, su protectora rusa, y hubiera reprimido cruelmente a los Confederados de Bar. De haber sido más dictatorial, hubiera preservado su reino, pero esa actitud era imposible en un hombre de su finura y elegancia intelectual.
Tampoco Stefan Batory y Jan III Sobieski lo hicieron mejor que él porque Stanisław Poniatowski hizo más por su país que cualquiera de los dos y que cualquier soberano en la historia moderna. No hay duda de que, si Polonia hubiera sobrevivido, Poniatowski sería citado universalmente como un parangón de realeza y habría estatuas de él en los pueblos polacos. Finalmente, una falla propia de Polonia en su sobrevivencia lo derrotó y condenó a su desgracia posterior, aunque esta desgracia histórica no puede serle atribuida.
Según Adam Zamoyski, cuando los restos del rey finalmente se colocaron en la cripta de la Catedral de Varsovia, el 14 de enero de 1995, hubo gritos contra el presidente de la república y el primado de Polonia: «¡Vergüenza, vergüenza! ¡Qué vergüenza la suya honrar al amante de Catalina!». Y otros gritos de «traidor» resonaron bajo la bóveda, haciendo eco en la parte trasera de la nave a los gritos frente al altar.
«Han pasado más de doscientos cincuenta años del nacimiento de Stanisław Poniatowski y sus descendientes se encuentran en Francia, Estados Unidos y México», refiere Adam Zamoyski.
Al leer la palabra México pensé que tal vez tenía yo una estafeta que entregar de un siglo a otro, de un continente a otro, de un tiempo pasado a uno actual.
Me sentí tan agradecida con el historiador Zamoyski y tan curiosa por saber más de Stanisław Poniatowski que, a partir de ese momento, interrogué a mi primo Philippe, quien me informó textualmente que nuestra familia «era originaria de la región de Parma y prima y rival de la de los Borgia, a tal grado que, en 1654, el jefe de nuestra familia, de nombre Torelli, fue asesinado por el jefe de los Borgia. Los dos herederos de Torelli se exiliaron, uno en Francia y el otro en Polonia. Sin descendencia, la rama francesa masculina desapareció, mientras que la rama polaca transformó su nombre Torelli en Ciołek, simple traducción al polaco de la palabra italiana.
»El primer polaco Ciołek tomó por esposa a una Poniatowska, última descendiente de esa familia; por ello le transmitió su nombre y lo convirtió en Ciołek Poniatowski»; así como en Estados Unidos el primer alcalde demócrata mexicano de Los Ángeles, Antonio Villar —amigo de Carlos Fuentes—, tomó el apellido de su esposa Raigosa, lo transformó en Villaraigosa y, tras una infancia muy dura, ganó las elecciones de 2005.
En septiembre de 1720, Stanisław Ciołek Poniatowski se casó con Konstancja, princesa Czartoryska. Tuvieron ocho hijos, entre ellos Stanisław August, rey de Polonia de 1764 a 1795. El monarca no tuvo descendencia (pero sí varios hijos ilegítimos). La rama francesa y la rama mexicana —a punto de extinguirse por la muerte de Jan, mi hermano, el 8 de diciembre de 1968— descienden de Stanisław Ciołek, sobrino del rey de Polonia y segundo príncipe Poniatowski, quien emigró a Toscana a raíz de la Tercera Partición de Polonia y se casó en Roma con la italiana Casandra Luci. Su casa en Roma, al lado de la Villa Julia, alberga hoy el Museo Etrusco.
Dos generaciones de Poniatowski nacieron en Toscana.
José Poniatowski y su hijo Stanisław emigraron a Francia y tomaron la nacionalidad francesa en 1855. Allí, Stanisław Poniatowski, mi bisabuelo, se casó con Luisa, condesa de Léhon (1838-1931), y dio a luz a André Poniatowski, mi abuelo, quien casado con Elizabeth Sperry Crocker nos cuidó a mi hermana Sofía y a mí durante diez años, hasta que partimos a México en 1943 con mi madre, Paula Amor.
Mi abuelo, André Poniatowski, tuvo la paciencia de hacer el árbol genealógico de la familia y logró remontarlo hasta el año 843, con Ludolfo de Sajonia, cosa que llamó mucho la atención de Diego Lamas Encabo, a quien le fascinan las genealogías. A Carlos Monsiváis, en cambio, le dio risa.
André y Elizabeth Poniatowski nos cuidaron durante los años de guerra; vivimos con ellos. Mi padre había alcanzado a De Gaulle en Argelia y, en Francia, mi madre manejaba una ambulancia. Para mi hermana y para mí, el apoyo de nuestros abuelos fue fundamental. Mis padres jamás tuvieron casa propia en París, siempre compartimos la de mis abuelos en la rue Berton —casa que ahora es la embajada de Turquía—. Hasta emprender el viaje a México y salir del puerto de Bilbao, en el Marqués de Comillas, nunca habíamos pasado un solo día sin ellos.
Mis abuelos sostenían en París a St. Casimir, una obra de apoyo a Polonia, y mi hermana Sofía y yo fuimos a alguna exposición o conferencia al Hotel Lambert, una espléndida casa sobre la ribera del Sena, sede de Polonia en París. Alguna vez, sobre la pechera de nuestros vestidos, la institutriz cosió un escudo polaco, pero no recuerdo haber sabido mucho más de Polonia. Claro, papá tocaba a Chopin y oíamos hablar del Quo Vadis de Sienkiewicz. Mamá quiso mucho a Eve Curie, hija y biógrafa de Marie Skłodowska Curie, y cuando el general Sikorski vino a México, el secretario de Relaciones Exteriores, Ezequiel Padilla, la invitó a una recepción. Años más tarde, Cristina y Alberto Stebelski me comunicaron su entusiasmo por Solidarność; y mamá, por el papa polaco Karol Wojtyła. Pero mi conocimiento no llegó más allá. Sergio Pitol y Juan Manuel Torres hablaban con pasión del cine polaco y de Kanał de Andrzej Wajda. Le debo a Aleksander Bekier mi único viaje a Polonia en 1966 (Varsovia, Cracovia y Gdańsk), en compañía de mi madre, quien se apasionó por la suerte del cardenal Wyszyński.
Entre los papeles de mi padre, encontré unas hojas en papel aéreo que dicen lo siguiente:
Jean Fabre, historiador y profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Estrasburgo, publicó en el Instituto de Estudios Eslavos de París su gran libro Stanisław-Auguste Poniatowski et l’Europe des Lumières. En las páginas finales puede leerse una crónica del regreso de las cenizas de Poniatowski a Varsovia con una revelación tenebrosa: «En 1921, un tratado decidió restituirle a Polonia, bibliotecas, archivos y colecciones arqueológicas, obras de arte y objetos de valor histórico, artístico, científico y cultural, que en 1772 se habían apropiado los rusos. Un ataúd formó parte de la devolución. En julio de 1938, diecisiete años después, en Varsovia, circuló la noticia de que dos aduaneros abrieron ese ataúd de plomo en el que yacía un esqueleto coronado envuelto en terciopelo púrpura, un cetro y un orbe. Los curiosos averiguaron que el féretro llegó en secreto de la iglesia de Wołczyn a Varsovia».
Hasta aquí mi padre. En cuanto a mí, trescientos años más tarde en pleno siglo XXI, en México, donde no hay un solo libro en español sobre nuestro antecesor, la defensa que el historiador Adam Zamoyski hace de Stanisław Poniatowski es lo único que un miembro de la familia Poniatowski podría desear: la más completa y acabada de las investigaciones en un homenaje apasionado al último rey de Polonia.
Mientras escribía en la computadora, apareció en la esquina, en la parte inferior derecha de la pantalla, un rectángulo con un letrero que decía: «Te ofrezco todo lo que soy y todo lo que tengo. Poema para brindarte todo lo que puedo entregar, mis brazos, mi hombro, mis manos, mis besos, mi vida y mi corazón». Quedé tan sorprendida que pensé en alguna intervención del más allá. Aunque todavía no descubro si es una broma electrónica o la delusión de una vista cansada, me invadió un gran cariño por Stanisław Poniatowski, quien en el siglo XVIII intentó hacer lo mejor por su patria, a pesar de tan adversas circunstancias y las fallas de su propio carácter.
A la vida de Stanisław Poniatowski, nacido en 1732, añadí algo de la mía, nacida doscientos años más tarde, en 1932, en un mundo fantástico, no solo para mí, sino para futuras generaciones de hijos, nietos y bisnietos: el de la llegada del hombre a la Luna el 20 de julio de 1969, con tres astronautas estadounidenses. Más de quinientos millones de hombres, mujeres y niños vimos por televisión (a color) a Neil Armstrong poner su pie en la Luna y escuchamos su frase mítica: «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad». Felipe, de apenas un añito, en los brazos de Guillermo Haro, su padre, vio ese momento y lo guardó en su inconsciente. Paula habría de nacer el 11 de abril del 2000. Mane, mi hijo mayor, debió guardar esa impronta al ver cómo descendía el Apolo 11, sentado a nuestro lado a sus catorce años, como alumno del Liceo Franco Mexicano.
Así como Philippe, mi primo, trazó una breve historia de los Poniatowski, quise añadir nuestra historia: la de mis padres, hermanos y la mía en México, nuestro país.
«Los Poniatowski», escribió Philippe, «son franceses desde hace ocho generaciones y defendieron a Francia en las dos guerras mundiales del siglo XX». Marie-André, nuestro primo hermano, murió en el campo de batalla en Holanda, el 22 de enero de 1945, a los veintitrés años, como teniente de tanques de asalto de la división polaca del general Maczek. Atesoro una fotografía en la que Marie-André Poniatowski me sienta en sus rodillas, él de doce y yo de cuatro o cinco años.
Bruno Poniatowski, hijo de Michel, secretario del interior del gobierno de Valéry Giscard d’Estaing en la década de 1970, se apasionó por la vida del conde Poniatowski; mientras que Stanisław, hijo de Philippe, mantiene su interés por nuestra familia desde sus orígenes hasta la fecha. Ha publicado un impresionante volumen escrito por Sonia de Panafieu, y bellamente ilustrado, con el título de Legacy.
Alguna vez, Nicolás, mi nieto, durante un paseo por el parque de La Bombilla, al ver que no podía correr como él, me preguntó: «Tu es très, très, très, très vieille?», y le respondí que sí, pero no tanto como para no querer contarle esta larga travesía que cubre más de dos siglos.
Recordar es lo que he intentado y seguiré haciendo hasta mi último aliento, con tal de cumplir con el epígrafe de mi abuelo André Poniatowski, a quien amé desde que mi hermana Sofía y yo vivimos con él en París, en Spéranza, en el Midi y, finalmente, en Les Bories, antes de zarpar, en 1943, en el Marqués de Comillas, barco que salió del puerto de Bilbao para traer a México a muchos exiliados de la Guerra Civil de España.
En dos de sus libros, De un siglo a otro y De una idea a la otra, mi abuelo escribió: «A mis hijos y nietos, que no parecen saber a dónde van, para que sepan de dónde vienen».
Tenía yo entre las manos una enorme cantidad de datos históricos que no supe manejar, un altero desordenado de páginas, fechas, lugares y nombres difíciles de pronunciar y deletrear, cuando Marta Lamas —a quien le agradezco su providencial ayuda— me aconsejó publicar los primeros 24 capítulos (en sí, llegaban a 350 páginas) y dejar para una segunda parte el resto del mamotreto (Monsiváis dixit). Además de sus atinadas críticas, encontró la solución al ordenarme: «¡Pártela en dos!». Su apoyo me dio la fuerza para entregarlo a Planeta México, así como también me ayudó mi hijo mayor Mane, Emmanuel Haro Poniatowski, doctor en Física, quien lo leyó de pe a pa con luminosa comprensión e hizo observaciones que siempre agradeceré. Ir a ver a Diego y a Marta Lamas la mañana del domingo 7 de julio de 2019, para confiarles mi desesperación, cambió el destino de esta novela porque, a pesar de hablar de mi propia vida, el solo hecho de escribirla me transformó.
Paloma de Vivanco compró en París, después de recorrer todas las librerías especializadas en historia eslava, el último ejemplar del historiador Jean Fabre y me lo trajo a México con la enorme sonrisa que la caracteriza. Magda Libura, escritora y maestra universitaria polaca, aclaró varios sucesos para mí incomprensibles porque ni soy historiadora ni hablo polaco. Beth Jörgensen envió de Rochester, Nueva York, libros esenciales. Rosalinda Velasco vino algunos domingos a hacerme reír, cosa que me hacía falta. Yunuhen González me acompañó los días hábiles, de doce a cuatro de la tarde. Maciek Wisniewski, Lukasz Czarnecki y Marcin Żurek, los tres polacos, me dieron sus luces, así como Antonio Saborit, quien leyó los primeros capítulos y aconsejó que llamara Filósofos a los Enciclopedistas. Al paso del tiempo, nadie más preocupado por la suerte de esta novela que el analista político Maciek Wisniewski. Así como él, mi generosa amiga Sylvia Navarrete Bouzard hizo pertinentes comentarios, mientras Andrés Haro, mi nieto, leyó en francés algún capítulo, y Conrado Martínez de la Cruz atendió cotidianas diligencias. Antonio Lazcano Araujo compartió libros y catálogos de museos polacos y rusos traídos de sus frecuentes viajes a Europa e incluso visitó la Villa Poniatowski en Roma, el hogar de nuestro ancestro, levantado al lado de la Villa Julia. Rubén Henríquez y Alfonso Morales Escobar aceptaron leer capítulos; Rubén se desveló varios fines de semana para repartir puntos, comas, comillas y signos de exclamación que acostumbro echar con un salero con la esperanza de que caigan en su lugar. Rodrigo Ávila me acompañó domingos lluviosos con sus sugerencias, pero quien me sostuvo durante todo este tiempo con su fortaleza, su preocupación y su cariño es Martina García, al inquirir todas las mañanas: «¿Ya acabó?».
Imposible olvidar la solidaridad de La Jornada y la frase de su directora Carmen Lira: «Haz tu novela, te vamos a ayudar»; así como la buena disposición de Socorro Valadez, a quien absolutamente todos los colaboradores de La Jornada le debemos un favor.
Tambien gracias a Carmen Medina, quien me envió libros desde Suecia y ha sido muy generosa; al doctor David Kershenobich, notable gastroenterólogo; al doctor Pedro Iturralde, cardiólogo; y al oftalmólogo Hugo Quiroz Mercado.
Imposible tampoco dejar de reconocer a Lolo, el loro de Martina, que amanece diciendo: «¡Ay, qué rico!»; y a Monsi y a Vais, mis dos gatos compañeros de vida, sobre todo Monsi, de cuya envoltura felina se posesionó Carlos Monsiváis desde el 19 de junio de 2010.
Este libro está dedicado a Mane porque lo inspira, pero también tiene todo que agradecerle a Marta Lamas Encabo, porque lo salvó de mi enmarañada desesperación.
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