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El Alquimista

El Alquimista, libro de Paulo Coelho

Resumen del libro:

“El Alquimista”, escrito por el renombrado autor brasileño Paulo Coelho, nos sumerge en la fascinante travesía de un joven pastor andaluz en busca de su tesoro personal. Coelho, reconocido por su estilo poético y espiritual, logra transmitir de manera magistral la importancia de seguir la leyenda personal de cada individuo. En este relato, el protagonista abandona su rebaño de ovejas para emprender un viaje simbólico que lo lleva a descifrar un lenguaje más allá de las palabras, aprendiendo a escuchar a su corazón.

La obra destaca la incapacidad humana para elegir su propio destino y resalta la relevancia de vivir la leyenda personal como la razón de existir. Coelho sostiene que cuando alguien anhela algo con intensidad, el Universo conspira para hacer realidad ese deseo. A través de la travesía del joven pastor, el autor nos invita a reflexionar sobre la conexión divina que guía el camino de cada individuo y la importancia de interpretar las señales que el Universo presenta.

En un simbolismo sugerente, Coelho compara “El Alquimista” con otras obras literarias notables, como “El Principito” o “Juan Salvador Gaviota”. Al embarcarse en el viaje por las ardientes arenas del desierto, el autor crea un símbolo revelador de la vida, el ser humano y sus aspiraciones. La narrativa de Coelho se destaca por su capacidad para resonar con lectores de diversas edades y culturas, convirtiendo esta obra en un clásico contemporáneo que trasciende fronteras y generaciones. Con una prosa poética y reflexiva, “El Alquimista” se erige como una obra que inspira a buscar el tesoro interior y a vivir en sintonía con la leyenda personal que cada uno lleva consigo.

PREFACIO

Es importante advertir que El Alquimista es un libro simbólico, a diferencia de El Peregrino de Compostela (Diario de un mago), que fue un trabajo descriptivo.

Durante once años de mi vida estudié Alquimia. La simple idea de transformar metales en oro o de descubrir el Elixir de la Larga Vida ya era suficientemente fascinante como para atraer a cualquiera que se iniciara en Magia. Confieso que el Elixir de la Larga Vida me seducía más, pues antes de entender y sentir la presencia de Dios, el pensamiento de que todo se acabaría un día me desesperaba. De manera que, al enterarme de la posibilidad de conseguir un líquido capaz de prolongar muchos años mi existencia, resolví dedicarme en cuerpo y alma a su fabricación.

Era una época de grandes cambios sociales (el comienzo de los años setenta) y en Brasil no se encontraban aún publicaciones serias sobre Alquimia. Al igual que uno de los personajes del libro, comencé a gastar el poco dinero que tenía en la compra de libros importados y dedicaba muchas horas diarias al estudio de su complicada simbología. Intenté ponerme en contacto con dos o tres personas en Río de Janeiro que se dedicaban seriamente a la Gran Obra, y rehusaron recibirme. Conocí también a muchas otras que se decían alquimistas, poseían sus laboratorios y prometían enseñarme los secretos del Arte a cambio de verdaderas fortunas; hoy me doy cuenta de que en realidad no sabían nada de lo que pretendían enseñarme.

A pesar de toda mi dedicación, los resultados eran absolutamente nulos. No sucedía nada de lo que los manuales de Alquimia afirmaban en su complicado lenguaje. Era un sinfín de símbolos, dragones, leones, soles, lunas y mercurios, y yo siempre tenía la impresión de hallarme en el camino equivocado, porque el lenguaje simbólico permite un gigantesco margen de error. En 1973, ya desesperado por la falta de progresos, cometí una suprema irresponsabilidad. En aquella época yo estaba contratado por la Secretaría de Educación del Mato Grosso para dar clases de teatro en dicho estado, y decidí utilizar a mis alumnos en laboratorios teatrales cuyo tema era la Tabla de la Esmeralda. Esta actitud, unida a algunas incursiones mías en las áreas pantanosas de la Magia, hizo que al año siguiente yo pudiera sentir en mi propia carne la verdad del proverbio: «El que la hace la paga.» Todo a mi alrededor se derrumbó por completo.

Pasé los siguientes seis años de mi vida en una actitud bastante escéptica en relación a todo lo que tuviese que ver con el área mística. En este exilio espiritual aprendí muchas cosas importantes: que sólo aceptamos una verdad cuando previamente la negamos desde el fondo del alma; que no debemos huir de nuestro propio destino, y que la mano de Dios es infinitamente generosa, a pesar de Su rigor.

En 1981 conocí RAM, mi Maestro, que me reconduciría al camino que estaba trazado para mí. Y mientras él me entrenaba en sus enseñanzas, volví a estudiar Alquimia por cuenta propia. Cierta noche, mientras conversábamos después de una extenuante sesión de telepatía, pregunté por qué el lenguaje de los alquimistas era tan vago y complicado.

—Existen tres tipos de alquimistas —dijo mi Maestro—. Aquellos que son imprecisos porque no saben de lo que están hablando; aquellos que lo son porque saben de lo que están hablando, pero también saben que el lenguaje de la Alquimia es un lenguaje dirigido al corazón y no a la razón.

—¿Y cuál es el tercer tipo? pregunté.

—Aquellos que jamás oyeron hablar de Alquimia pero que consiguieron, a través de sus vidas, descubrir la Piedra Filosofal.

Y de este modo, mi Maestro (que pertenecía al segundo tipo) decidió darme clases de Alquimia. Descubrí entonces que el lenguaje simbólico que tanto me irritaba y desorientaba era la única manera de alcanzar el Alma del Mundo, o lo que Jung llamó el «inconsciente colectivo». Descubrí la Leyenda Personal y las Señales de Dios, verdades que mi raciocinio intelectual se negaba a aceptar a causa de su simplicidad. Descubrí que alcanzar la Gran Obra no es tarea de unos pocos, sino de todos los seres humanos de la faz de la Tierra. Es evidente que la Gran Obra no siempre viene bajo la forma de un huevo o de un frasco con líquido, pero todos nosotros podemos —sin lugar a dudas— sumergirnos en el Alma del Mundo.

Por eso El Alquimista es también un texto simbólico. En el decurso de sus páginas, además de transmitir todo lo que aprendí al respecto, procuro rendir homenaje a grandes escritores que consiguieron alcanzar el Lenguaje Universal: Hemingway, Blake, Borges (que también utilizó la historia persa para uno de sus cuentos) y Malba Tahan, entre otros.

“El Alquimista” de Paulo Coelho

Sobre el autor:

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