Resumen del libro:
Los lectores de esta novela han estado más acordes que los críticos: «El agente secreto» es una obra que gusta. Conrad, que siempre ha parecido un plato fuerte incluso para los lectores más exigentes, en este libro supo bajar a las zonas habitadas por Dickens, sin olvidar por ello los tortuosos pasillos del alma. Alguien afirmó que solo quien hubiera estado en contacto con el mundo que describe podría acertar así en los elementos fundamentales. Este juicio da idea de la solidez y verosimilitud con que está construida esta historia de terrorismo anarquista, y de la seriedad con que el autor se tomaba su tarea de escritor. Por eso ningún lector podrá olvidr fácilmente a Winnie.
Capítulo I
Aquella mañana, cuando el señor Verloc salió de casa, dejó teóricamente a su cuñado a cargo de la tienda, porque apenas había algo que hacer durante todo el día y prácticamente nada en absoluto antes de la caída de la tarde. Además, al señor Verloc no le interesaba gran cosa el negocio, que le servía de tapadera, y su mujer cuidaba de su cuñado.
La tienda era pequeña, como la casa donde estaba ubicada. Era esta uno de esos edificios mugrientos de ladrillo que tanto abundaban antes de que la era de la reconstrucción empezase a hacerse sentir en Londres. La tienda tenía forma de caja cuadrada, y la fachada estaba formada por paneles de cristal. Durante el día la puerta permanecía cerrada, y al atardecer estaba discreta pero sospechosamente entornada.
En el escaparate había fotografías de bailarinas más o menos desnudas, paquetes indescriptibles que parecían cajas de medicinas, sobres amarillos cerrados de un papel muy endeble, con los números dos y seis marcados con gruesos trazos negros; unos cuantos ejemplares antiguos de publicaciones cómicas francesas colgando de una cuerda como si los hubieran puesto a secar, un sucio jarrón de porcelana azul, un arcón de madera negra, frascos de tinta de marcar y sellos de caucho; unos cuantos libros cuyos títulos insinuaban indecencia y unos cuantos ejemplares, que parecían antiguos, de periódicos desconocidos y mal impresos, con nombres tan rimbombantes como La Antorcha y El Gong. Las dos lámparas de gas del escaparate estaban siempre a media luz, por economía o por los clientes.
Los clientes eran, o bien hombres muy jóvenes, que merodeaban un rato alrededor del escaparate antes de deslizarse de pronto en la tienda, o bien hombres más bien maduros, pero por lo general con aspecto de andar muy mal de fondos. Algunos de estos últimos iban con el cuello del abrigo subido hasta el bigote y con restos de barro en los bajos de los pantalones, que parecían muy gastados y de poca calidad. En general, las piernas que cubrían tampoco parecían valer mucho. Se colaban en la tienda de costado, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo y con un hombro por delante, como temiendo hacer sonar la campanilla.
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