El ácrata de la Magallania

Resumen del libro: "El ácrata de la Magallania" de

«El ácrata de la Magallania» es una de las obras más insólitas y fascinantes de Julio Verne. Este inédito texto original, sin manipulaciones, revela un Verne más personal y reflexivo, alejado de las aventuras juveniles que lo hicieron famoso. En esta novela, encontramos un compendio de sus ideas sobre el ser humano y la sociedad, además de una suerte de autobiografía espiritual. Es una obra enteramente adulta, escrita con la amargura de sus últimos años y una profunda fascinación por la acracia no violenta.

Julio Verne, célebre autor de novelas como «Veinte mil leguas de viaje submarino» y «La vuelta al mundo en ochenta días», es conocido por su formidable capacidad para describir el mundo natural. En «El ácrata de la Magallania», esta habilidad se manifiesta en todo su esplendor. Verne nos sumerge en los grandiosos y preantárticos espacios magallánicos, logrando que el lector sienta que realmente está visitando esos vastos y desolados paisajes. Su descripción enciclopédica se mezcla con una visión poética, creando una experiencia de lectura única y envolvente.

La historia de esta novela es también una historia de censura y manipulación. Tras la muerte de Verne, su hijo Michel publicó la obra con numerosas modificaciones, eliminando cinco capítulos y añadiendo otros veinte, además de alterar significativamente el sentido ideológico de la obra. La versión publicada, titulada «Los náufragos del Jonathan», es la que se conocía hasta ahora en España. Sin embargo, lo que ofrecemos aquí es el hermoso redactado original, el que realmente escribió su autor.

En «El ácrata de la Magallania», se trasluce no solo la amargura de Verne en sus últimos años, sino también su inquebrantable esperanza en un mundo mejor a través de la acracia no violenta. Esta novela es un testimonio de su espíritu libre y su crítica social, presentada con una prosa madura y profunda. Leer esta obra es descubrir una faceta de Julio Verne que muchos desconocen, un Verne más humano, más crítico, y más filosófico.

En resumen, «El ácrata de la Magallania» es una joya literaria que muestra a un Verne en su máxima expresión creativa y reflexiva. Es una obra que invita a la introspección y a la admiración por la naturaleza, escrita con la maestría de uno de los grandes escritores de la literatura universal. Una lectura indispensable para comprender al verdadero Julio Verne.

Libro Impreso EPUB

1. EL GUANACO

Era un grácil animal de cuello largo y de elegante curvatura, la grupa redondeada, las patas nerviosas y esbeltas, el cuerpo aplanado, el pelaje de un rojo leonado con manchas blancas, la cola corta, en penacho de pelo muy espeso. En el país lo llaman «guanaco». Vistos de lejos, estos rumiantes son a menudo confundidos con alguien a caballo, y más de un viajero, engañado por esa apariencia, ha creído percibir un grupo de jinetes cabalgando en fila a través de las interminables llanuras de la región.

El guanaco estaba solo, a unos cuatrocientos metros litoral adentro. Se detuvo, no sin cierto desafío, sobre lo alto de un montículo en medio de una vasta pradera donde los juncos se rozaban entre ellos ruidosamente y mostraban sus afiladas puntas entre los matorrales espinosos. Con el hocico vuelto al viento, aspiraba las emanaciones que la ligera brisa traía del este. Ojo avizor, inquieto, parecía temer alguna sorpresa, Escuchaba con las orejas tiesas y oscilantes, y al menor ruido sospechoso hubiese emprendido la fuga. Sin duda una bala puede herir a este desafiante animal, siempre que el fusil del cazador sea de gran alcance; y también una flecha, si el tirador se halla agazapado tras un arbusto o una roca. Pero es raro que un lazo logre atrapar a un guanaco, pese a sus múltiples ondulaciones, ya que por su prodigiosa agilidad y su velocidad, superior a la del caballo, se zafa rápidamente y en unos pocos saltos se pone fuera de alcance.

La llanura, en la parte dominada por el montículo, no presentaba una superficie uniformemente plana. Aquí y allá el suelo presentaba terraplenes o abultamientos provocados por las intensas lluvias tormentosas que socavan el terreno. A lo largo de uno de esos abultamientos, a menos de una docena de pasos del montículo, se arrastraba un indígena, un indio que el guanaco no podía percibir. Medio desnudo, sin otra vestimenta que un retazo de piel de un animal salvaje, ágil como una serpiente, gateaba sin hacer el menor ruido, deslizándose entre las hierbas, aproximándose poco a poco a la codiciada presa que, a la menor señal, hubiese emprendido la fuga. Con todo, el guanaco comenzaba a mostrar signos de inquietud, a percibir la amenaza del peligro inminente.

En efecto, no tardó en silbar en el aire un lazo de cuero que, lanzado desde una buena distancia, se desenrolló en dirección al animal, La larga correa, impulsada por la bola de piedra fijada en su extremo, no alcanzó la cabeza del guanaco, limitándose a resbalar por su grupa.

El intento había fallado y el animal, tras un vivaz gesto de apartamiento, se alejó a toda velocidad, Cuando el indio llegó a la cima del montículo, solo pudo atisbar un instante al guanaco, cuando este desaparecía tras un bosquecillo que bordeaba la llanura por ese lado. Pero si el animal ya no corría peligro alguno, el indígena, por su parte, sí que se hallaba ahora amenazado.

Tras haber recogido y ceñido a su cintura el lazo, se disponía a bajar cuando de pronto un furioso rugido bramó a unos pasos de él. Casi al mismo instante, de un rápido salto, una bestia salvaje cayó de pronto a sus pies, se levantó y le saltó a la garganta.

Era uno de esos tigres de América, de menor tamaño que sus congéneres de Asia pero cuyo ataque es igualmente temible: un jaguar, ese género de felino que mide entre un metro y un metro y medio de la cabeza a la cola, con pelaje dorsal amarillo grisáceo y, en el cuello y los flancos, unas manchas negras de centros más claros, como la pupila del ojo.

El indígena hizo un brusco gesto hacia un lado. Conocía la fuerza y ferocidad de ese animal: las garras le rasgarían el pecho y los dientes lo estrangularían con un simple golpe de mandíbula. Por desgracia, al retroceder, tropezó y cayó de bruces. Se vio, entonces, perdido. La única arma de que disponía era una especie de cuchillo hecho de hueso de foca muy afilado, que logró sacar de su cinto.

Con la mano alzada, cuando el animal se le tiró encima, le asestó una cuchillada con esa arma a todas luces insuficiente contra tan terrible adversario. Tras retroceder un paso, esperó poder levantarse y adoptar una postura más defensiva. Pero no tuvo tiempo, el jaguar, tan solo ligeramente herido, dio un nuevo salto golpeando el suelo con sus garras.

Justo en ese preciso momento resonó la detonación seca de una carabina, y el jaguar, con el corazón atravesado por una bala, cayó esta vez fulminado.

Un ligero vapor blanco se elevaba en ese instante de una de las rocas del acantilado, a cien pasos de allí, y de pie sobre ella se veía a un hombre con la carabina todavía apoyada en el hombro. Advirtiendo que no iba a ser necesario cargarla una segunda vez, la bajó, la desarmó, se la puso bajo el brazo y, volviéndose, dirigió la mirada hacia el sur.

En esa dirección, más abajo del acantilado, se distinguía una porción bastante extensa de mar.

El hombre, inclinándose, lanzó un grito, al que añadió algunas palabras de gutural entonación acentuada por un énfasis en la consonante K.

No era otro indígena. En toda su persona se reconocía el tipo quizá europeo o americano. No tenía la piel morena aunque estuviese notablemente curtida, ni la nariz aplastada entre las hondas órbitas, ni los pómulos pronunciados, ni la frente baja y formando un ángulo huidizo, ni los pequeños ojos de esa raza. Por el contrario, su frente era alta y estaba atravesada por las múltiples arrugas que provoca el pensar, y su fisonomía manifestaba inteligencia. Llevaba los cabellos cortados al rape, grisáceos, como su barba, algo de lo que los indígenas del país prácticamente carecen.

No hubiese podido adivinarse la edad del individuo, que podría estar entre la cuarentena y la cincuentena. Era de alta estatura, constitución vigorosa y salud indudable. Todo en él denotaba energía, una energía que a veces debía adoptar el carácter eruptivo de la cólera. Una gran fuerza muscular le caracterizaba. Su rostro, por otra parte, estaba imbuido de gravedad, con algo de la gravedad del indio del Lejano Oeste, y de toda su persona se desprendía cierta altivez, diferente del orgullo de los egoístas, de su querencia en sí mismos, lo que le dotaba de una verdadera nobleza de gestos y actitud.

Al primer grito lanzado desde la cima del acantilado sucedió otro que debía ser una llamada a alguien cuyo nombre era de origen indígena:

—¡Karroly… Karroly!

Un minuto más tarde, por una abertura del acantilado, muy alargada en su parte superior, muy corta en la inferior y que se prolongaba hasta el arenal amarillento y sembrado de piedras negras, apareció el tal Karroly.

Seguramente se trataba de un indio, y de tipo bien diferente al blanco cuya entrada en escena acababa de manifestarse por el certero disparo ya referido.

Era un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años, musculoso, de anchas espaldas, torso poderoso, cabeza grande y cuadrada sobre un robusto cuello, de algo más de metro y medio de altura, muy moreno de piel, los cabellos color azabache, los ojos penetrantes bajo unas cejas escasamente pobladas y una barba que se reducía a unos pocos pelos rojizos. En rigor podía decirse que en este ser racialmente híbrido se hallaban por igual elementos de humanidad y de animalidad, aunque estos últimos, de condición dulce y acariciante. Nada de salvaje se manifestaba en él: era, antes bien, la fisonomía de un perro bondadoso y fiel, uno de esos valerosos terranovas que se convierten, más que en compañeros, en amigos del hombre. Y fue como uno de esos devotos animales que, al sentirse llamado, acude a frotarse contra su dueño, que lo aprieta contra sí.

«El ácrata de la Magallania» de Julio Verne

Julio Verne. Escritor francés, fue uno de los grandes autores de las novelas de aventuras y ciencia ficción del siglo XIX. Destaca por su capacidad de anticipación tecnológica y social, que le ha llevado a ser considerado como uno de los padres del género de la literatura de ciencia ficción y la "moderna" novela de aventuras de su época, prediciendo muchos de los inventos tecnológicos del siglo XX en sus obras.

Nacido en una familia adinerada y siendo el mayor de cinco hermanos, Verne disfrutó de una buena educación y ya de joven comenzó escribir narraciones y relatos, sobre todo de viajes y aventuras. Tuvo una relación conflictiva con su padre debido a su gran autoridad, llegando a no volver a visitar su hogar al alcanzar independencia económica. Debido a su prematuro enamoramiento no correspondido por su prima a los once años, desarrolló una gran aversión hacia las mujeres. No fue hasta 1857 que se casó con una viuda rica, madre de dos hijas, y cuatro años después tuvieron su único hijo juntos, Michael Verne.

Antes de ingresar a la universidad, estudió Filosofía y Retórica en el Liceo de Nantes. Posteriormente, viajó a París y se licenció en Derecho. En 1848 escribió sonetos y algunos libretos de teatro y conoció a la familia Dumas, la cual influenció mucho en sus futuras obras y le ayudó a difundirlas. En 1849 aprobó la tesis doctoral de Derecho pero se decidió por la escritura consiguiendo la decepción y aversión de su padre que quería que ejerciera como abogado.

Verne se dedicó a la literatura pese a no contar con apoyo económico alguno, lo que minó su salud gravemente. Sus primeras obras no tuvieron mucho éxito, por lo que tuvo que compaginar su pasión por la escritura con la docencia para sobrevivir. Emprendió varios oficios como secretario o agente de bolsa antes de poder vivir de sus escritos.

A partir de 1850 comenzó a publicar y trabajar en el teatro gracias a la ayuda de Alejandro Dumas. Sin embargo, es con su viaje de 1859 a Escocia que Verne inicia un nuevo camino gracias a su serie de los Viajes extraordinarios, de los que destaca Cinco semanas en globo o La vuelta al mundo en 80 días. El éxito de las novelas de Verne fue en aumento y con el apoyo de su amigo y editor Hetzel tuvo grandes ventas. Verne era un auténtico adicto al trabajo, pasaba días y días escribiendo y revisando textos.

En 1886 Verne fue atacado por su sobrino, con el cual tenía una relación cordial, sin motivo alguno. Este ataque le causó graves heridas, provocándole una cojera de la que no se recuperaría. Después de esto, y de la muerte de su madre y de su amigo y editor, Verne publicó sus últimas obras con un toque más sombrío que la alegre aventura de sus inicios. En 1888 fue elegido concejal del Ayuntamiento de la ciudad de Amiens, ejerciendo el cargo por 15 años.

Julio Verne murió en Amiens el 24 de marzo de 1905 con 77 años. Tras su muerte, su hijo Michael Verne siguió publicando algunas obras bajo el nombre de su padre, lo que ha creado cierta confusión en la autoría de algunos libros.

Sus novelas han sido y siguen siendo publicadas y traducidas en todo el mundo, siendo uno de los autores más traducidos de la historia. Títulos tan famosos como De la Tierra a la Luna, Viaje al Centro de la Tierra, 20.000 leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Escuela de Robinsones... hacen de Verne un clásico atemporal de la novela de aventuras y ciencia ficción, con muchas de sus obras adaptadas al cine y la televisión.