Libro 3 - Reino de Redonda

Ehrengard

Resumen del libro: "Ehrengard" de

Según afirma Javier Marías en el prólogo, Ehrengard, culminación cronológica de la obra de Isak Dinesen y uno de sus relatos más extensos y ambiciosos, constituye quizá el más acabado y desconcertante, el más engañoso. Aquí, la prosa de una autora «que habla como lluvia y contaba como Sherezade», alcanza las máximas cotas de artificio, ambigüedad y hechizo, valiéndose de una estructura de cajas chinas y del relato epistolar.

En el gran ducado de Babenhausen, el joven príncipe Lothar recibe una educación a resguardo de la maldad y la vulgaridad del mundo. Sin embargo, su madre está inquieta, porque a Lothar la idea del matrimonio le era tan remota como la muerte y existía el peligro de extinción de la dinastía.

Por ello le asigna el mejor consejero espiritual y mundano, Herr Cazotte, famoso pintor y renombrado seductor, para que guíe imperceptiblemente sus pasos en las cortes de Europa hasta el objetivo deseado.

En la corte de Leuchtenstein, Lothar se enamora apasionadamente de la princesa Liudmilla, la petición de matrimonio se formaliza, la sucesión al trono parece dichosamente asegurada. Sólo un hecho desentona: Liudmilla está encinta y tendrá al heredero ducal dos meses antes de lo que la ley y la decencia permiten.

Herr Cazotte intenta salvar la situación: los príncipes deben recluirse en un encantador castillo, asistidos por una selecta y reducida comitiva. La dama de honor de la princesa será la joven Ehrengard, una muchacha de alto linaje, firmeza de carácter e inquebrantable lealtad… y sobre quien Cazotte tiene planes muy peculiares.

Sin embargo, algo no funciona según lo previsto, sobrevienen acontecimientos inesperados e ingobernables en los que, finalmente, Ehrengard se convertirá en figura decisiva de una historia que, como la reverberación de un extraño eco, se reorganiza a sí misma y a sus protagonistas una y otra vez.

Libro Impreso

Prólogo

Moi, je suis une conteuse, et rien qu’une conteuse.
C’est l’histoire elle-même qui m’intéresse, et la façon
de la raconter.

«Ehrengard», publicado póstumamente en 1962, el año de la muerte de su autora, es el último cuento de envergadura que Isak Dinesen llegó a completar y uno de los más extensos de cuantos escribió a lo largo de su vida. Podría casi considerarse una novela corta si no fuera porque difícilmente toleraría este texto la sola mención del género híbrido, no digamos su inclusión —ni siquiera nominal— en él. Pues no hay en «Ehrengard» ningún elemento que no responda de manera rigurosa y aun exclusiva al carácter propio de los cuentos. De los cuentos contados, transmitidos, orales, susceptibles de repetición, de hecho necesitados de repetición, como bien saben los mejores y más entendidos oyentes de cuentos, los insomnes y los niños. La propia baronesa Blixen veía clara la diferencia: «Uno puede CONTAR “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, pero no podría CONTAR Anna Karenina».

Isak Dinesen, o Karen Blixen, o incluso Pierre Andrézel (su segundo pseudónimo), no se engañó nunca respecto al lugar que ocupaba en la literatura de su tiempo, si es que creyó ocupar alguno. Nacida en 1885, era diez años menor que Mann, cinco menor que Musil, tres menor que Joyce, dos menor que Kafka, uno menor que Broch, tan sólo doce mayor que Faulkner. Es decir, era una estricta escritora contemporánea. Sin embargo, poco o nada tuvo que ver con ellos ni con las innovaciones narrativas que tales nombres introdujeron (en todo caso ellos tuvieron que ver ocasionalmente con ella en la medida en que cualquier cuento que pueda contarse —como «Mayday» de Faulkner, como «Der Erwählte» de Thomas Mann, como numerosos episodios de Kafka— tendría que ver con Dinesen tanto como con Las mil y una noches), quizá, entre otras razones, porque resultó escritora casi sin proponérselo. Tardía como otro insigne tránsfuga al inglés, Joseph Conrad, a diferencia de éste, que tomó la meditada decisión de abandonar una vida de acción para relatar y dejar constancia de lo que había visto y sentido en ella, la baronesa Blixen empezó a publicar, casi a los cincuenta años (si olvidamos sus escasas incursiones juveniles), como mal menor, como medio de ganarse la vida tras la ruina en que la sumió el fracaso de su gran aventura, la plantación de café que poseyó e intentó sacar adelante en África Oriental a lo largo de diecisiete años, también como consuelo tras la muerte de su gran pasión, el aristocrático e inadaptado Denys Finch-Hatton.

En África había comenzado a escribir —pero sobre todo a contar— para deleitar a aquel amante anticuado e inquieto, a sus pocos amigos europeos, a los indígenas con quienes convivía. Con estos últimos, oyentes tan espléndidos como los niños, formó su estilo, o, como ella prefería decir, «la línea del cuento», su façon de raconter. Tal vez sea este entorno primitivo de su aprendizaje lo que le permitió ser enormemente atrevida en un siglo en el que toda actividad literaria seria se ha visto sujeta —a veces agarrotada— a un exceso de interpretación, de teorización, de conciencia, en el que el arte narrativo ya no es nunca inocente. Los cuentos de Isak Dinesen poseen la magia, la eficacia y la impunidad que a menudo acompañan a lo arbitrario, a lo ignorante, a lo irresponsable. Sólo son leales para consigo mismos. Isak Dinesen escribe como si no hubiera habido evolución en la historia de la literatura, como si no hubiera habido corrientes, ni escuelas, ni movimientos, ni progresos, ni cambios (y de hecho, si no hubiera existido la crítica para señalarlos, ¿los habría habido?). Escribe como habría que escribir para los miembros de las tribus somalí y masai que le pedían de vez en cuando que «hablara como la lluvia», es decir, haciendo rimas, que ellos desconocían: «Pero antes —de redactar los dos primeros de sus famosos Seven Gothic Tales— aprendí a contar cuentos… tenía el auditorio perfecto. Los blancos ya no son capaces de escuchar un cuento recitado. Se remueven o se adormecen. Pero los nativos todavía tienen oído. Yo les contaba cuentos continuamente, de todo tipo. Y todo tipo de disparates. Yo decía: “Había una vez un hombre que tenía un elefante con dos cabezas”… y al instante estaban deseosos de saber más. “¿Oh? Sí, pero, Mem-Sahib, ¿cómo lo encontró? ¿Y cómo se las arreglaba para darle de comer?”, o lo que fuese. Les encantaba semejante invención».

Pero al mismo tiempo —aparte de que quizá los «blancos» no seamos en el fondo tan distintos de los «nativos»—, junto a este desparpajo para ser a veces incongruente en sus historias, o para traer por los pelos lo que le haga falta, o para echar mano en un momento dado de personajes que sólo pueden calificarse de intrusos, o para manejar situaciones y coincidencias de todo punto inverosímiles, Isak Dinesen tenía una extraordinaria capacidad de perversión que hace sus cuentos completamente modernos (o por lo menos dieciochescos) y los dota de una artificialidad deliberada —toda perversión encierra artificialidad— que permite que el lector «blanco» del siglo XX, con toda su conciencia, con todas sus vueltas, con todo su resabio, quede tan fascinado como los nativos y sea capaz de aceptar de buen grado esas arbitrariedades a las que se le somete sin disimulo. Nunca se me ocurriría decir que los cuentos de Isak Dinesen son para niños en el sentido despectivo en que habitualmente se utiliza esta expresión; antes al contrario, una de sus mayores virtudes fue la de lograr una fórmula —o más bien seguir una tradición casi olvidada— que podría definirse como de «cuentos maliciosos» —o quizá «cuentos impunes»— en contraposición tanto con los cuentos ingenuos como con los cuentos crueles. Los niños son con frecuencia estas dos últimas cosas, rara vez, en cambio, son maliciosos o quedan impunes.

La baronesa Blixen no tuvo nada de ingenua, ni en su vida ni en su obra. Hablaba como la lluvia, contaba como Sherezade, pero no era un don recibido, sino el resultado de un proceso de aprendizaje y perfeccionamiento tan refinado y cabal que le permitió empezar a ofrecer sus creaciones al exigente público blanco cuando ya había coronado el último peldaño, cuando había alcanzado la impecabilidad sin necesidad de mostrar las etapas intermedias del oficio, sin dejar que se transparentaran los ardides ni la elaboración. A la pregunta de si reescribía muchas veces sus cuentos, contestó: «Oh, sí, lo hago, lo hago. Es infernal. Una y otra y otra vez». Y aún lo dejó más claro: «Pues sólo si uno es capaz de imaginar lo que ha ocurrido…, de repetirlo en la imaginación, verá las historias, y sólo si tiene la paciencia de contárselas y volvérselas a contar (Je me les raconte et reraconte), será capaz de contarlas bien».

Quizá «Ehrengard», la culminación cronológica de toda su obra, sea por ello su cuento más acabado y también el más descarado, el más desconcertante, el más engañoso en cierto sentido. Cuando lo escribió es obvio que Isak Dinesen había llegado al último arabesco, al postrer estadio de la escritura de cuentos: aquel en el que resulta imperceptible la frontera entre la literalidad y la ironía, aquel en el que lo dicho puede entenderse tanto al pie de la letra cuanto sólo entre líneas. Podría decirse que, por un camino muy distinto, casi opuesto, alcanzó tanta ambigüedad en su prosa como el polaco antes mencionado con el que compartió la lengua literaria consiguió en la suya.

Hannah Arendt, en un breve ensayo sobre Isak Dinesen, ha afirmado que lo que ésta hizo es único y no tiene igual en el siglo XX, teniéndolo en todo caso en el XIX, y señala las anécdotas de Kleist y algunos relatos de Hebel. Esto es cierto en gran medida, sin que en el caso de Dinesen ello signifique un paso atrás, o una desviación aberrante del tipo de la que llevaron a cabo, por ejemplo, los prerrafaelistas. (Sí podría haber tal cosa, curiosamente, en ese monumento a la ironía, ya citado, que es «Der Erwählte» o «El elegido», de Thomas Mann, tan emparentado con los cuentos dinesenianos, pero prácticamente aislado, en cambio, dentro de la tan consciente como concienzuda obra de su autor). En ella no había posibilidad de marcha atrás ni adelante: se limitó a instalarse, a recorrer un terreno que casi había dejado de ser hollado, pero que siempre había sido el mismo, desde Las mil y una noches y desde mucho antes hasta su compatriota Andersen o Edgar Allan Poe. El reino del cuento —a pesar de los esfuerzos de numerosos escritores contemporáneos por contaminarlo con modos, con gestos, con ademanes propios de esa bastarda sin hogar que es la novela— no pertenece a la historia ni está sometido a sus cambios, como tampoco lo está el del mito. Pocos autores se han atrevido en este siglo a asumir esta idea y a ponerla en práctica, pocos han sido lo bastante osados para hacer caso omiso del espíritu de la época. Dinesen sí lo hizo, y sin duda aquel mediocre novelista y estimable cuentista que fue Hemingway tuvo un momento de lucidez al respecto cuando manifestó que el premio Nobel que se le entregaba debería haber ido a parar a manos de Isak Dinesen.

«Ehrengard» es, en algunos aspectos, un epítome de toda su obra. En esta pastoral concebida a la sombra del Diario de un seductor de su otro compatriota ilustre, Kierkegaard, a la de Goethe, a la del Shakespeare de The Tempest, está el artificio llevado hasta su último extremo, está la estructura —tan querida por la baronesa— de cajas chinas y de relato epistolar, está la desfachatez del cuentista que sacrifica cualquier regla si le es preciso para la eficacia de la historia, está bien presente, incluso explícito, el lema que Isak Dinesen adoptó durante la última etapa de su vida, «A Dios le gustan las bromas». Y está uno de sus temas preferidos, la relación y el entretejimiento de vida y arte. Hannah Arendt ha señalado que sobre todo en tres de sus cuentos aparece con singular fuerza este motivo, exactamente el del «“pecado” de hacer que una historia se vuelva realidad, de intervenir en la vida de acuerdo con un modelo preconcebido, en vez de esperar pacientemente a que la historia emerja, en vez de repetir en la imaginación, cosa distinta de crear una ficción y tratar entonces de vivir según ella». Esos cuentos son «The Poet» (de Seven Gothic Tales), «The Immortal Story» (de Anecdotes of Destiny) y «Echoes» (de Last Tales). Según la propia Isak Dinesen, «todas las penas pueden soportarse si se meten en una historia o se cuenta una historia acerca de ellas», pero lo que no parece resultar factible es que acabe felizmente la tentación que sienten y a la que ceden los personajes de dichos relatos de manipular la vida para convertirla en obra de arte, de hacer que la existencia se amolde a los designios del artista, del Creador, de un Dios que no tolerara bromas. La relación se descubre a la postre como posible en una sola dirección: se puede —se debe— convertir la vida en arte a posteriori, pero difícilmente la idea artística en vida. «Ehrengard» también participa de este tema en buena medida, pero así como esos cuentos acaban en tragedia o en frustración, éste —una pastoral, y como tal más amable, más ligero— encierra una última pirueta, y si bien el intento del arte tampoco triunfa, al menos no perece enteramente ni lleva a la destrucción. Como corresponde al lema de la autora, el intento se limita a disolverse en una broma de los dioses. Parece como si aquí el arte hubiera cumplido una promesa de la propia Isak Dinesen: «Vida mía, no te dejaré marchar a menos que me bendigas, pero entonces te dejaré ir».

Lo más asombroso tanto de «Ehrengard» como de la mayoría de las obras de Isak Dinesen es, sin embargo, el perfecto cumplimiento de lo que ella misma enunció en su cuento «The Blank Page» (perteneciente a Last Tales), probablemente la reflexión más inteligente, más clarividente, que jamás se haya escrito acerca del arte de contar cuentos y que muestra hasta qué punto aquella anciana baronesa consumida por la sífilis y de rostro cadavérico en sus últimos años sabía lo que a lo largo de su artística vida se había traído entre manos:

«Donde el cuentista es leal, eterna e inquebrantablemente leal a la historia, allí, al final, hablará el silencio. Donde la historia ha sido traicionada, el silencio es tan sólo vacío. Pero nosotros, los fieles, cuando hayamos dicho nuestra última palabra, oiremos la voz del silencio… ¿Quién, entonces, cuenta mejores cuentos que cualquiera de nosotros? El silencio. ¿Y dónde lee uno cuentos más profundos que en la página más perfectamente impresa del más precioso libro? En la página en blanco. Cuando una regia y valerosa pluma, en su momento de mayor inspiración, haya puesto por escrito su cuento con la tinta más rara de todas, ¿dónde, entonces, puede uno leer un cuento aún más profundo, más dulce, más alegre y más cruel que ése? En la página en blanco».

Sin salirse de ese mismo cuento, «The Blank Page», Isak Dinesen demostró que sabía dejar páginas en blanco. También en la página en blanco de «Ehrengard» se oye hablar al silencio. Sólo al final, al terminar la historia, y antes del epílogo. Y se lo oye tan nítidamente que parece imposible que ese silencio antiguo lo provocara alguien de nuestro tiempo. Quizá Isak Dinesen no bromeara cuando una vez dijo: «En realidad, tengo tres mil años y he cenado con Sócrates». Eso lo explicaría.

XAVIER MARÍAS
1984
Ride si sapis
Lema del Reino de Redonda

Ehrengard – Isak Dinesen

Isak Dinesen. Escritora danesa, fue el seudónimo utilizado por Karen Blixen para desarrollar su carrera literaria. Dinesen es conocida principalmente por su novela Memorias de África (1937), obra de éxito internacional que fue adaptada al cine por Meryl Streep y Robert Redford. La novela, basada en sus propias experiencias en África, donde Blixen era la dueña de una plantación de café, sigue siendo todo un clásico contemporáneo.

Además, Blixen publicó varias antologías y dos novelas más, sin el mismo éxito que con su obra más famosa.

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