Dulce pájaro de juventud
Resumen del libro: "Dulce pájaro de juventud" de Tennessee Williams
En Dulce pájaro de juventud, Tennessee Williams nos hace reflexionar hasta qué punto somos incapaces de evitar «al enemigo, el tiempo». Dirigido por Elia Kazan, esta obra se estrenó en 1959, en el Martin Beck Theatre de Nueva York, con Paul Newman y Geraldine Page en los papeles principales.
La obra «Dulce Pájaro de Juventud» trata sobre la vida de Carlos Carbajal, quien es un hombre joven que vuelve a su ciudad natal después de una larga ausencia, en la que ha intentado sin éxito convertirse en actor de cine. Durante el camino ha conocido a Alexandra del Lago, una actriz ya mayor, con la que inicia una relación, esperando que ella le ayude a conseguir un papel en una película.
Se alojan en el hotel de la ciudad, Carbajal mientras sigue con Alexandra, va en busca de su antigua novia Celeste. Celeste es la hija del principal político de la región, que en su ira obligó a Carbajal a marcharse, preocupado por las relaciones entre él y su hija.
Prólogo
Cuando, hace unos días, fui por la mañana a mi escritorio, encontré sobre mi mesa de trabajo una carta que había escrito pero no despachado. Comencé a leerla y encontré esta oración: «Todos somos gente civilizada, lo que significa que todos somos salvajes de corazón, pero observamos unas cuantas normas de conducta civilizada». Luego proseguía diciendo: «Temo que yo observo menos normas que tú. ¿Motivo? Estoy acorralado contra la pared y lo he estado durante tanto tiempo que la presión de mi espalda sobre ella ha comenzado a descascarar el yeso que cubre los ladrillos y la argamasa».
¿No es extraño que dijera que la pared estaba cediendo, no mi espalda? Me parece que sí. Siguiendo esa libre asociación de ideas, súbitamente recordé una cena que una vez tuve con un distinguido colega. Durante el transcurso de esa comida, bastante cerca del postre, él rompió un largo y doloroso silencio levantando hacia mí su simpática mirada y diciéndome suavemente: «Tennessee, ¿no te sientes bloqueado como escritor?».
No me detuve a pensar la respuesta; me vino inmediatamente a los labios sin que mediara ninguna pausa para planearla. Dije: «Oh, sí, siempre estuve bloqueado como escritor, pero mi deseo de escribir ha sido tan fuerte que siempre ha roto el bloqueo y lo ha superado».
Nada falso sale de la boca con tanta rapidez. Los discursos planeados son los que contienen mentiras o disimulos, no lo que uno barbota espontáneamente en un instante.
Era literalmente cierto. A los catorce años descubrí la escritura como un escape del mundo real, en el que me sentía terriblemente incómodo. De inmediato se convirtió en mi lugar de retiro, mi cueva, mi refugio. ¿De qué me refugiaba? De que me llamaran mariquita los chicos del barrio, la señorita Nancy y mi padre porque prefería leer libros en la biblioteca grande y clásica de mi abuelo a jugar a las bolitas, al béisbol y a otros juegos normales de chicos, como resultado de una grave enfermedad infantil y de un excesivo apego a las mujeres de mi familia, quienes habían logrado que volviera a tomarle gusto a la vida.
Creo que no más de una semana después de que empecé a escribir me encontré con el primer bloqueo. Es difícil explicarlo de forma que resulte comprensible para quien no sea neurótico. Lo intentaré. Toda mi vida me ha acosado la obsesión de que desear o amar algo intensamente es ponerse en posición vulnerable, tener todas las posibilidades, sino probabilidades, de perder lo que uno más quiere. Dejémoslo así. Ese bloqueo siempre ha estado allí y siempre lo estará, y mi oportunidad de obtener o lograr algo que ansío siempre se verá gravemente reducida por la inamovible existencia de ese bloqueo.
Una vez lo describí en un poema llamado «Los niños maravillosos».
«Él, el demonio, armó barricadas de estaño dorado y púrpura que tenían la etiqueta Miedo (y otros títulos augustos), sobre las cuales ellos, los niños, saltaban ágilmente, siempre lanzando hacia atrás su risa salvaje».
Pero el hecho de tener que luchar siempre con ese adversario que es el miedo, el cual a veces se volvía terror, me dio una cierta tendencia a presentar una atmósfera de histeria y violencia en mi escritura, una atmósfera que ha existido en ella desde el comienzo.
En mi primer trabajo publicado, por el cual recibí la gran suma de treinta y cinco dólares, un cuento publicado en el número de julio o agosto de 1928 de Weird Tales, me remití a un párrafo de las antiguas historias de Herodoto para crear un relato en el cual la reina egipcia Nitocris invita a todos sus enemigos a un lujoso banquete en un salón subterráneo a orillas del Nilo. Una vez que están allí, en el punto culminante del banquete, la reina se excusa levantándose de la mesa y abre las esclusas que permiten el ingreso de las aguas del Nilo en el salón cerrado, ahogando como a ratas a sus odiados huéspedes.
Tenía dieciséis años cuando escribí este relato pero ya era un escritor confirmado, pues había sentido la vocación a los catorce años y, si están familiarizados con lo que he escrito desde entonces, no es necesario que les diga que estableció la tonalidad de casi la mayor parte de mi obra posterior.
Mis primeras cuatro piezas teatrales, dos de ellas representadas en St. Louis, eran igualmente violentas o más todavía. El primero de los dramas que escribí como profesional y que se puso en Broadway fue Batalla de ángeles, que era de lo más violento que se pueda poner en escena.
Durante los diecinueve años transcurridos desde entonces, solo escribí cinco piezas que no son violentas: El zoo de cristal, You TouchedMe (Me tocaste), Verano y humo, La rosa tatuada y una comedia seria llamada Período de ajuste, que todavía se está representando en Florida.
Lo que me sorprende es hasta qué punto tanto los críticos como el público han aceptado este fuego concentrado de violencia. Y creo que lo que me ha sorprendido más que nada es la aceptación y la alabanza de Súbitamente el último verano. Cuando se estrenó fuera de Broadway, creí que los críticos cubrirían de brea, emplumarían y expulsarían en carreta mi pieza del teatro de Nueva York, y que su único futuro sería que la representaran traducida en teatros del extranjero, donde erróneamente entenderían mi obra como una denuncia de la moral norteamericana, sin comprender que escribo sobre la violencia de la vida norteamericana solo porque no estoy tan familiarizado con la sociedad de otros países.
El año pasado pensé que, como escritor, podía ayudarme hacer un tratamiento psicoanalítico y lo hice. El analista, que conocía mi obra y reconoció las heridas psíquicas expresadas en ella, me preguntó, poco después de empezar: «¿Por qué está tan lleno de odio, rabia y envidia?».
Odio fue la palabra que objeté. Después de mucha discusión y argumentos decidimos que «odio» no era nada más que un término provisorio y que solo lo usaríamos hasta que descubriéramos un término más preciso. Pero, por desgracia, empecé a ponerme inquieto y a saltar entre el diván del analista y algunas playas del Caribe. Creo que antes de que decidiéramos terminar había convencido al médico de que odio no era la palabra correcta, que había otra cosa, otra palabra para eso que todavía no habíamos descubierto, y dejamos las cosas así.
Rabia, ¡claro que sí! Y envidia, ¡sí! Pero odio no. Creo que el odio es una cosa, un sentimiento, que solo puede existir cuando no hay comprensión. Es significativo que los buenos médicos nunca lo experimenten. Nunca odian a sus pacientes, por odiosos que puedan resultar con su incesante y maníaca concentración en sus propios «yoes» torturados.
Dado que soy un miembro de la raza humana, cuando ataco el comportamiento del hombre ante sus prójimos obviamente me estoy incluyendo en el ataque, a menos que no me considerara humano sino superior a la humanidad. No es así. De hecho, no puedo exhibir una debilidad humana en el escenario si no la conozco por padecerla yo mismo. He expuesto una buena cantidad de debilidades y brutalidades humanas y, en consecuencia, las padezco.
Ni siquiera me considero más consciente de las mías que cualquiera de ustedes de las suyas. La culpa es universal. Me refiero al fuerte sentimiento de culpa. Si existe alguna zona en la que un hombre puede elevarse por encima de su condición moral —que le impone con el nacimiento, y mucho antes del nacimiento, la naturaleza de su raza—, creo que se trata solo de buena voluntad el conocerla, reconocer su existencia, y creo que, por lo menos debajo del nivel consciente, todos la enfrentamos. De ahí los sentimientos de culpa y de ahí las agresiones desafiantes, y de ahí la profunda oscuridad de la desesperación que acecha nuestros sueños y nuestro trabajo creativo y nos hace desconfiar a los unos de los otros.
Basta por ahora de abstracciones filosóficas. Para volver a la escritura teatral, si hay alguna verdad en la idea aristotélica de que la violencia se purga por su representación poética en el escenario, tal vez mi ciclo de piezas violentas haya tenido, después de todo, una justificación moral. Sé que yo la experimenté. Siempre sentí que se aliviaba la sensación de falta de sentido y de muerte cuando un trabajo de intención trágica lograba, en mi punto de vista, esa intención, aunque solo lo hiciera aproximadamente.
Diría que hay algo mucho más grande en la vida y en la muerte que aquello de lo que tenemos conciencia (o de lo queda adecuadamente registrado) en nuestro vivir y nuestro morir. Y más aún, para completar este desvergonzado romanticismo, diría que nuestro teatro serio es la búsqueda de aquello que todavía no se ha logrado sino que está en proceso de formación.
T. W.
…
Tennessee Williams. Fue un periodista, escritor y dramaturgo estadounidense que nació en Mississippi el 26 de marzo de 1911 y falleció en Nueva York el 23 de febrero de 1983. Tras acudir a las universidades de Missouri y de Washington, finalmente se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de Iowa. Hijo de unos padres poco amorosos, con una hermana esquizofrénica que pasó casi toda su vida en instituciones mentales, la difícil infancia y adolescencia de Williams, unida a su homosexualidad, le condujeron frecuentemente a la depresión y al alcoholismo, pero también sirvieron como esencia para crear obras que han sido consideradas como las mejores de su tipo. Ejerció como docente de literatura y como periodista hasta que le llegó el éxito sobre los escenarios de Broadway con su obra El zoo de cristal, que recibió el Premio del Círculo de Críticos Teatrales de Nueva York y un premio Pulitzer de teatro, premio que volvería a ganar con Un tranvía llamado deseo que además fue adaptada al cine con éxito, como tantas otras de sus obras, que sirvieron para dar a conocer a grandes del teatro o del cine como Marlon Brando, Paul Newman, Katherine Hepburn o Bette Davis.
La muerte de su secretario y pareja, Frank Merlo, lo condujo a una depresión que acentuó su alcoholismo y abuso de las drogas. Finalmente murió en una habitación de hotel, atragantado con la tapa de un bote de pastillas.