Resumen del libro:
Extraños sucesos están ocurriendo cerca del Great-Eyry, en la parte occidental del Estado de Carolina del Norte: apariciones de una misteriosa nave, tanto como vehículo de alta velocidad en tierra como barco o incluso nave voladora. Los estériles esfuerzos de la policía por detenerla para interrogar a su inventor y conocer, de este modo, el medio por el que ha logrado semejante avance, inducen al gobierno norteamericano a enviar a su mejor investigador, John Strock, para descubrir el misterio del fenómeno. Después de varios intentos baldíos por aproximarse a la misteriosa nave y a sus secretos, el inspector de policía Stroke consigue ser secuestrado por sus tripulantes, que resultan estar dirigidos por el ingeniero norteamericano Robur, el mismo que apareció años antes en una de las reuniones del Weldon Institute de Filadelfia (en la novela «Robur el conquistador»).
I. Un país consternado
La línea de montañas paralela al litoral americano del Atlántico, que surcan Carolina del Norte, Virginia, Pensilvania y el estado de Nueva York, lleva el doble nombre de montes Alleghenys y de montes Apalaches. Está formada por dos cadenas distintas: al oeste los montes Cumberland, al este las Montañas Azules.
Este sistema orográfico, el más importante de esta parte de América del Norte, se desarrolla en una longitud de seiscientas millas, aproximadamente, o sea novecientos kilómetros; no rebasa los seis mil pies de altura media, y su punto culminante está determinado por el monte Washington. Esta especie de espinazo, cuyas dos extremidades se sumergen, la una en las aguas del Alabama y la otra en las del San Lorenzo, no atrae de modo especial la visita de los alpinistas. Su arista superior no se perfila en las altas zonas de la atmósfera; así es que no ejerce la poderosa atracción de las soberbias cimas del antiguo y del nuevo mundo. Sin embargo, existe un punto en esta cadena al que los turistas no hubiesen podido llegar, pues es, por decirlo así, inaccesible.
Pero aunque hasta entonces hubiese sido desdeñado por los ascensionistas, el Great Eyry no iba a tardar en provocar la atención y aun la intranquilidad pública, por razones muy particulares, que debo dar a conocer en los comienzos de esta historia.
Si saco a escena mi propia persona, es porque —como se verá— está íntimamente ligada a uno de los acontecimientos más extraordinarios de que ha de ser testigo el siglo XX. Tan extraordinario, que a veces me pregunto si ha sido una realidad, si ha sucedido tal como lo evoca mi memoria —tal vez sería más exacto decir mi imaginación—. Pero en mi calidad de inspector principal de la policía de Washington, impulsado, además, por el instinto de curiosidad desarrollado en mí en grado extremo; habiendo tomado parte, en el transcurso de quince años, en tantos diversos acontecimientos; encargado frecuentemente de misiones secretas, a las cuales tengo gran afición, no es de extrañar que mis jefes me lanzasen en esta inverosímil aventura, donde había de encontrarme frente a frente con impenetrables misterios.
Ahora bien, es preciso que desde el principio de este relato se me crea bajo mi palabra; yo no puedo aportar otro testimonio que el mío. Si no es suficiente garantía, que no se me crea.
El Great Eyry está precisamente situado en esa pintoresca cadena de las Montañas Azules, que se perfilan sobre la parte occidental de Carolina del Norte. Al salir de Morganton se advierte bastante distintamente su forma redondeada, y mejor aún desde el pueblo de Pleasant Garden, algunas millas más próximo. ¿Qué es, en suma, este Great Eyry? Su grandiosa silueta se tiñe de azul en ciertas condiciones atmosféricas; pero las aves de presa, las águilas, los cóndores… no han escogido aquel paraje, a donde no llegan en bandadas como presumirse pudiera. No son allí más numerosas que en cualquiera de las otras cimas de los Alleghenys. Al contrario; se ha hecho la observación de que, en ciertos días, cuando se aproximan al Great Eyry, las aves se apresuran a separarse, y después de describir con su vuelo círculos múltiples, se alejan en todas direcciones, no sin turbar el espacio con sus estridentes clamores.
Allí debe existir una ancha y profunda depresión. Tal vez tenga también algún lago, alimentado por las lluvias y las nieves del invierno, como los que existen en diversos parajes de la cadena de los Apalaches y en los diversos sistemas orográficos del viejo y nuevo continente.
Y hasta dentro de las hipótesis racionales podría admitirse que aquello era el cráter de un volcán que dormía un largo sueño, del que acaso despertara algún día con estruendosa erupción. ¿No tendrían que temer sus vecindades las violencias del Krakatoa o los furores de la Montagna Pelée? ¿Podría descartarse el riesgo de una erupción equivalente a la de 1902 en la Martinica?
En apoyo de esta última eventualidad, ciertos síntomas recientemente observados denunciaban, por la producción de vapores, la acción de un trabajo plutónico. Hasta en cierta ocasión los campesinos, ocupados en labores agrícolas, habían oído sordos e inexplicables rumores. Haces de llamas habían aparecido de noche en la cima del Great Eyry, de cuyo interior salían vapores que, cuando el viento los hubo abatido hacia el este, dejaron en el suelo huellas de ceniza. En fin, en medio de las tinieblas, aquellas llamas, reverberadas por las nubes de las zonas inferiores, habían esparcido por el distrito una siniestra claridad.
En presencia de estos extraños fenómenos, no es de extrañar que la intranquilidad cundiese en el país. Y a estas inquietudes uníase la imperiosa necesidad de saber a qué atenerse. Los periódicos de Carolina no cesaban de hablar de lo que llamaban «el misterio del Great Eyry», y preguntaban si no era peligroso habitar en su vecindad… Los artículos periodísticos provocaban, a la vez, la curiosidad y el miedo; curiosidad de los que, sin correr ningún riesgo, se interesaban por los fenómenos de la naturaleza; temores de los que estaban en peligro de ser víctimas, si aquellos fenómenos constituían una verdadera amenaza para la comarca. Los más interesados eran los vecinos de Pleasant Garden, de Morganton y de las demás poblaciones o simples granjas situadas al pie de la cadena de los Apalaches.
Era verdaderamente lamentable que los escaladores no hubiesen tratado hasta entonces de penetrar en el Great Eyry. Jamás había sido franqueada la rocosa muralla que lo circunda, y tal vez no ofreciera brecha alguna que diese acceso al interior.
Por otra parte, ¿no estaría dominado el Great Eyry por alguna cima poco lejana, desde donde la mirada pudiera examinarlo en toda su extensión?… No; en un radio de bastantes kilómetros no había altura que rebasara la suya. El monte Wellington, uno de los más altos del sistema de los Alleghenys, se levanta a larga distancia de allí.
A pesar de todo, se imponía un detenido reconocimiento de este Great Eyry. Era necesario saber, en interés de la región, si allí había un cráter, si el distrito occidental de Carolina del Norte estaba amenazado de una erupción. Convenía, por lo tanto, hacer una tentativa para determinar la causa de los fenómenos observados.
La casualidad hizo que antes de lanzarse a la empresa que tan serias dificultades ofrecía, se presentase una circunstancia que tal vez permitiría reconocer el interior del Great Eyry sin realizar la ascensión.
En los primeros días de septiembre de aquel año un aeróstato, tripulado por el aeronauta Wilker, iba a partir de Morganton. Aprovechando la brisa del este, el aeróstato sería impulsado hacia el Great Eyry, y había probabilidades de pasar por encima. Entonces, cuando el globo dominase perfectamente la altura, Wilker la examinaría con un poderoso anteojo, observaría sus profundidades, reconociendo si entre las inaccesibles rocas se abría algún cráter, que era lo que más importaba saber. Y esto dilucidado, se sabría si la comarca debía temer una erupción para un futuro más o menos próximo. La ascensión se verificó según el programa indicado, con viento medio y regular, y cielo despejado. Los vapores matinales acababan de disiparse a los vivos rayos del sol. A menos que el interior del Great Eyry estuviese lleno de vapores, el aeronauta podría registrarlo con la vista en toda su extensión. En caso contrario, claro está que el examen no sería posible; pero entonces podría decirse lógicamente que existía en aquel paraje de las Montañas Azules un volcán que tenía por cráter el Great Eyry.
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