Resumen del libro:
Hace algunos años vivía en una de sus haciendas un señor ruso a la antigua usanza, Kirila Petróvich Troyekúrov. Su riqueza, su rancio abolengo y sus amistades le daban gran peso en las provincias donde se hallaban sus posesiones. Los vecinos se complacían en satisfacer sus menores caprichos; los funcionarios de la provincia temblaban al oír su nombre; Kirila Petróvich recibía las muestras de servilismo como un tributo que se le debía; su casa siempre estaba llena de invitados dispuestos a amenizar el ocio del gran señor, compartiendo sus ruidosas y a veces desenfrenadas diversiones. Nadie se atrevía a rechazar una invitación de Troyekúrov o a no comparecer en los días señalados, con los debidos respetos, en el pueblo de Pokróvskoye. En su vida doméstica Kirila Petróvich mostraba todos los vicios de un hombre inculto. Siempre consentido por su entorno, estaba acostumbrado a dar rienda suelta a todos los impulsos de su violento carácter y a todas las ocurrencias de su inteligencia bastante limitada. Pese a la extraordinaria fuerza de su constitución física, un par de veces por semana sufría los efectos de su glotonería y todas las tardes solía estar borracho. En una de las dependencias de su casa vivían dieciséis doncellas dedicadas a las labores propias de su sexo. Las ventanas de la vivienda estaban protegidas por una reja de madera; las puertas se cerraban con candados y las llaves las guardaba Kirila Petróvich. Las jóvenes reclusas bajaban a horas fijas al jardín y paseaban vigiladas por dos viejas. De vez en cuando Kirila Petróvich casaba a alguna de ellas, sustituyéndola por otra. Trataba a los campesinos y a los criados de manera severa y arbitraria; a pesar de ello le eran fieles: estaban orgullosos de la riqueza y la fama de su señor y a su vez se permitían muchas cosas con sus vecinos, confiando en la poderosa protección de Troyekúrov. Las ocupaciones habituales de Troyekúrov consistían en viajar por sus vastas posesiones, en interminables festines y jugarretas, que se tramaban a diario y cuya víctima solía ser algún invitado nuevo; sin embargo, los viejos amigos no siempre se veían libres de ellas, a excepción de Andrey Gavrílovich Dubrovsky. El tal Dubrovsky, un teniente de la guardia retirado, era su vecino más próximo y poseía setenta siervos. Troyekúrov, arrogante con las personas más encumbradas, respetaba a Dubrovsky pese a su humilde situación. En tiempos habían servido juntos y Troyekúrov conocía por experiencia el carácter impaciente y decidido de Dubrovsky. Durante muchos años estuvieron alejados por las circunstancias. Dubrovsky, arruinado, no tuvo más remedio que pedir el retiro y se marchó a vivir a la última aldea que le quedaba.
CAPÍTULO I
Vivía hace algunos años en una de sus haciendas Kirila Petróvich Troekúrov, señor ruso a la vieja usanza. Sus riquezas, su alcurnia y sus relaciones le daban gran influencia en las provincias donde se hallaban sus fincas. Los vecinos se sentían satisfechos en complacer sus menores caprichos; los funcionarios temblaban ante su nombre. Kirila Petróvich aceptaba las pruebas de servilismo como un debido tributo; tenía siempre invitados en su casa dispuestos a entretener su señorial ociosidad y a compartir sus ruidosas y a veces violentas diversiones. Nadie se atrevía a rechazar su invitación, o a no presentarle sus respetos en los días señalados, en la aldea de Pokróvskoe. En su vida privada se dejaban sentir, todos los vicios del hombre inculto. Mimado por cuantos le rodeaban, estaba acostumbrado a dar rienda suelta a su voluntad, a los impulsos de su fogosa naturaleza y a todos los propósitos de su bastante limitada inteligencia. A pesar de su extraordinaria capacidad física, dos veces a la semana sufría las consecuencias de su glotonería y todas las tardes se alegraba más de la cuenta.
En una de las salas del edificio vivían dieciséis muchachas entregadas a labores propias de su sexo. Las ventanas estaban protegidas con barrotes de madera; las puertas permanecían cerradas con candado, cuyas llaves guardaba Kirila Petróvich. Las jóvenes salían a determinadas horas al jardín y se paseaban bajo la vigilancia de dos viejas. De cuando en cuando, Kirila Petróvich casaba a alguna y otra nueva venía a ocupar su lugar.
Su trato con campesinos y criados era severo y arbitrario; no obstante, le eran fieles porque su vanidad se sentía halagada por las riquezas y fama del señor y, a su vez, confiando en la decidida protección del amo, se permitían toda clase de desafueros contra sus vecinos.
Las ocupaciones a que Troekúrov estaba siempre entregado se reducían a constantes recorridos por sus amplias posesiones, interminables banquetes y bromas que no cesaba de inventar, de las que de ordinario solía ser víctima un nuevo conocido, aunque ni siquiera los viejos amigos se libraban de ellas, a excepción de Andrei Gavrílovich Dubrovsky. Teniente retirado de la Guardia, era éste su más próximo vecino y poseía setenta almas. Troekúrov, altivo en sus relaciones con la gente más encopetada, respetaba a Dubrovsky a pesar de su reducida fortuna. En otros tiempos habían sido compañeros de servicio y conocía por experiencia su carácter intolerante y decidido. El glorioso año de 1762 los separó un largo tiempo. Troekúrov, pariente de la princesa Dashkova, ascendió. Dubrovsky, medio arruinado, se vio obligado a pedir el retiro e instalarse en la aldea que había salvado. Conocedor de esta circunstancia, Kirila Petróvich le ofreció su protección, pero Dubrovsky le dio las gracias y permaneció pobre e independiente. Unos años después, Troekúrov, como general en jefe retirado, pasó a vivir a su finca; volvieron a verse con mutua alegría. A partir de entonces se reunían a diario y Kirila Petróvich, que jamás había concedido a nadie el honor de su visita, acudía sin cumplidos a la casita de su antiguo compañero. Eran de la misma edad, pertenecían a un mismo estamento y habían recibido igual educación, por lo que, en parte, coincidían en sus caracteres y aficiones. En cierto sentido, su suerte había sido la misma: se habían casado por amor, habían enviudado pronto y les había quedado un solo descendiente: el hijo de Dubrovsky se educaba en Petersburgo y la hija de Kirila Petróvich crecía a la vista del padre. Éste decía con frecuencia a Dubrovsky: «Escucha, Andrei Gavrílovich: si tu Volodka se abre camino, le daré a Masha; aunque no tenga donde caerse muerto.» Andrei Gavrílovich meneaba la cabeza y solía replicar: «No, Kirila Petróvich, mi Volodka no es buen partido para María Kirílovna. A un noble pobre, como él, le conviene más casarse con una noble pobre y ser jefe de la familia que convertirse en administrador de una señorita mimada.»
Todos envidiaban la armonía reinante entre el orgulloso Troekúrov y su vecino pobre, asombrándose del atrevimiento de este último, cuando a la mesa del comedor de Kirila Petróvich exponía abiertamente su criterio sin preocuparse de que fuera o no contrario al del anfitrión. Algunos trataron de imitarlo y salieron de los límites de la debida obediencia, pero Kirila Petróvich les paró los pies de tal forma, que se les quitaron para siempre las ganas de repetirlo. Dubrovsky quedó, pues, fuera de la ley general. Mas cierta circunstancia inesperada hizo que todo cambiara.
A principios de otoño, Kirila Petróvich se disponía a salir hacia unos alejados campos. La víspera, perreros y palafreneros habían recibido la orden de prepararse a las cinco de la mañana. La tienda y la cocina fueron enviadas por delante, al lugar donde Kirila Petróvich debía hacer la comida. Anfitrión e invitados se dirigieron a las perreras, donde más de quinientos lebreles y galgos vivían a sus anchas y sin pasar frío, ensalzando la generosidad de Kirila Petróvich en su canino lenguaje. También había allí un hospital y un hospicio para perros, puestos al cuidado del veterinario Timoshka, y una sección donde las nobles hembras parían y alimentaban a sus cachorros. Kirila Petróvich se mostraba orgulloso de su excelente institución y nunca dejaba escapar la oportunidad de presumir de ella ante sus invitados, cada uno de los cuales la había visto, por lo menos, veinte veces. Iba y venía por la perrera, rodeado de sus huéspedes en compañía de Timoshka y de los perreros principales; se detenía a veces, ya preguntando por la salud de los animales enfermos, ya haciendo observaciones más o menos severas y acertadas, ya llamando a sus perros preferidos y hablándoles cariñosamente. Los invitados se consideraban obligados a admirarse de la perrera de Kirila Petróvich. Sólo Dubrovsky callaba, con el ceño fruncido. Era un cazador apasionado. Su fortuna no le permitía sostener más de dos lebreles y una jauría de galgos; no pudo evitar cierta envidia a la vista de aquella espléndida instalación.
—¿Por qué tuerces el gesto, hermano? —le preguntó Kirila Petróvich—. ¿Acaso no te agrada mi perrera?
—No es eso —contestó él secamente—. La perrera es excelente, y no creo que tus criados vivan como tus perros.
Uno de los perreros se ofendió.
—Nosotros no nos quejamos de nuestra vida —dijo—; gracias a Dios y a nuestro amo. Pero lo que es cierto, es cierto. A algún noble hambriento no le desagradaría cambiar su finca por cualquier perrera de éstas. Tendría más lleno su estómago y no sentiría frío.
Kirila Petróvich soltó una risotada ante la insolente observación de su siervo, y los invitados le imitaron, aun cuando la broma del perrero podía referirse también a ellos. Dubrovsky palideció y no pronunció ni una sola palabra.
En aquel momento trajeron a Kirila Petróvich, en un cesto, unos cachorros recién nacidos; los observó detenidamente, separó dos y ordenó que los otros fueran arrojados al río. Mientras tanto, Andrei Gavrílovích desapareció sin que nadie lo advirtiese.
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