Resumen del libro:
Domingo de Revolución, de Wendy Guerra, es una novela que encapsula las tensiones, contradicciones y complejidades de la Cuba contemporánea a través de la historia de Cleo, una joven poeta atrapada en el ojo de un huracán político y cultural. Desde La Habana, Cleo enfrenta acusaciones cruzadas: para el régimen cubano, es una creación del enemigo destinada a desestabilizar, mientras que para algunos intelectuales del exilio, su obra crítica es una trampa encubierta del aparato estatal. Prohibida en su país, pero traducida y celebrada en el extranjero, su figura se convierte en símbolo de la lucha por la libertad de expresión y los costos de mantener una voz propia.
La novela se desarrolla en un ambiente de ensoñación tropical y desgaste histórico. Cleo, enclaustrada en una antigua mansión de El Vedado, experimenta la contradicción de un espacio que es refugio y prisión a la vez. La luz de La Habana y su arquitectura detenida en el tiempo actúan como un contrapunto lírico a la vigilancia asfixiante de la Seguridad del Estado. Al mismo tiempo que su entorno la amenaza, Cleo vive una relación apasionada con un actor de Hollywood, un romance que introduce una nota cosmopolita y de exotismo en su vida cotidiana y que contrasta con las tensiones ideológicas de su isla.
El relato de Cleo es también una exploración íntima de sus raíces. A través de descubrimientos sobre sus padres y su historia familiar, Guerra entrelaza lo personal con lo colectivo, construyendo un retrato agridulce del final de un proyecto revolucionario que ha marcado generaciones. La autora utiliza la figura de Cleo como un espejo para reflejar el agotamiento de un sistema y la lucha de quienes intentan vivir y crear en medio de la censura, las etiquetas y los prejuicios.
Wendy Guerra, nacida en La Habana, es una de las voces más relevantes de la literatura contemporánea en español. Su obra se caracteriza por abordar temas como el exilio, la memoria y la identidad con una prosa cargada de sensibilidad y autenticidad. Domingo de Revolución reafirma su lugar como cronista de los conflictos internos de Cuba y las fracturas de su sociedad, haciendo de la literatura una herramienta para iluminar las sombras del presente.
¿Cómo contar todo esto sin ensuciar mis páginas?
I
Debo ser la única persona que hoy se siente sola en La Habana. Vivo en esta ciudad promiscua, intensa, atolondrada y dispersa donde la intimidad y la discreción, el silencio y el secreto, son casi un milagro, ese lugar en que la luz te encuentra allí donde te escondas. Tal vez por eso cuando uno aquí se siente solo es porque en verdad ha sido abandonado.
No estudies tanto y aprende, decía mi madre desde el fondo de mis sueños.
Soy de las que creen que siempre todo puede ser peor, pero esta vez estaba segura de que lo terrible ya había pasado, nada peor podía esperarme, y eso fue lo que aprendí durante esos meses tendida, delirando, apartada del mundo y de mí.
Una mañana soleada, muy parecida a todas las del año que pasé en cama, sonó el teléfono. El aparato tenía encima una montaña de ropa interior sucia, cajas de galletas chinas y demás sobras del encierro. Como se acabaron los pésames y aquí ya no queda quien desee saber de mí, suena poco. Sonó el teléfono. La última vez fue hace tres semanas, era mi amigo Armando desde Nueva York. Su pésame era claro, me cantó la letra de un guaguancó conocido que reza: Yo no tengo madre, yo no tengo padre, yo no tengo a nadie que me quiera a mí, lanzó una carcajada nerviosa y colgó enseguida. Sí, Armando sabe que odio los pésames, su sentido del humor es superior a mi drama. Sonó y sonó el teléfono insistentemente, tanto que me dio tiempo a incorporarme y hasta a encontrarlo debajo de la loma de desechos. ¿Quién será? Ya no quedan familiares disponibles para las malas noticias, tampoco permito que venga Márgara, nuestra empleada de toda la vida. Sospecho hasta de mi sombra, no quiero a nadie observándome. El teléfono no parecía dejar de sonar, así que lo tomé tranquila, estaba más allá del sonido irritante, y más allá de cualquier anuncio fatídico que no fuera mi propia muerte.
Una editora catalana llamaba para anunciar que había sido ganadora del gran premio, tenía a mi disposición cincuenta mil euros y una edición de no sé cuántos miles de ejemplares. ¿Quería viajar a España el próximo mes para hacer la publicidad del libro? ¿Me daría tiempo «antes del suicidio»? Bromeó parafraseando el título de mi obra. Dije a todo que sí y luego me castigué bajo el agua helada para sacar el vinagre de mi cuerpo. Di por terminados los breves baños de asiento que tomaba a veces, sólo cuando decidía incorporarme. La columna se me compuso en el acto y, aunque no tenía a quien llamar, aparecieron muchas personas, periodistas y amigos de mi madre. Autores cubanos que estaban fuera y curiosos que necesitaban saber cómo hice para tener algo que seguramente no merecía.
No podía creerlo, y a la vez, si lo pensaba, era todo lo que esperaba de la vida. A mis treinta y tantos, me venía como anillo al dedo. Un golpe de timón que guiara el futuro, lo contrario sería caer en la cama, tumbada con los ojos abiertos y la mente en blanco.
¿Qué ha sido este año? Recordar lo sucedido con mis padres y las fuertes presiones que vinieron después de su muerte.
Cerrar los ojos para sentir la lluvia de plata y dolor, el estallido dilatado que convirtió en cenizas a las únicas personas que guiaban mi vida. Cerrar los ojos es abrirlos a la muerte.
Hubo días en que me preguntaba para qué me salvé. ¿Valdría la pena lo que sigue? ¿Por qué se mantenían en silencio conmigo? ¿Sospechaban de su única hija? ¿Por qué tantos interrogatorios después de su muerte? ¿Quiénes eran ellos en realidad? Había algo más que «Papá» y «Mamá» detrás de sus nombres.
…