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Domingo de Revolución

Domingo de Revolución, una novela de Wendy Guerra

Resumen del libro:

Esta es la historia de Cleo, joven poeta residente en La Habana, una autora bajo sospecha. La Seguridad del Estado y el Ministerio de Cultura creen que su éxito ha sido construido por «el enemigo» como un arma de desestabilización, una invención de la CIA. Para determinado grupo de intelectuales del exilio, en cambio, Cleo es, con sus aires críticos, una infiltrada de la inteligencia cubana. Atrapada en este vaivén de elucubraciones, prohibida e ignorada en Cuba, Cleo es la controvertida pero exitosa escritora traducida a varias lenguas que estremece a quienes la leen fuera de la isla. Sus textos narran el final de un largo proceso revolucionario de casi sesenta años. El domingo de una intensa semana de revolución que ya ha conocido dos siglos. Enclaustrada en una hermosa mansión de El Vedado bajo la maravillosa luz de una ciudad detenida en el tiempo, Cleo vive una aventura sentimental con un actor de Hollywood al mismo tiempo que «descubre» a sus padres y resiste en un país que la culpa por su gran pecado: escribir lo que piensa.

¿Cómo contar todo esto sin ensuciar mis páginas?

I

Debo ser la única persona que hoy se siente sola en La Habana. Vivo en esta ciudad promiscua, intensa, atolondrada y dispersa donde la intimidad y la discreción, el silencio y el secreto, son casi un milagro, ese lugar en que la luz te encuentra allí donde te escondas. Tal vez por eso cuando uno aquí se siente solo es porque en verdad ha sido abandonado.

No estudies tanto y aprende, decía mi madre desde el fondo de mis sueños.

Soy de las que creen que siempre todo puede ser peor, pero esta vez estaba segura de que lo terrible ya había pasado, nada peor podía esperarme, y eso fue lo que aprendí durante esos meses tendida, delirando, apartada del mundo y de mí.

Una mañana soleada, muy parecida a todas las del año que pasé en cama, sonó el teléfono. El aparato tenía encima una montaña de ropa interior sucia, cajas de galletas chinas y demás sobras del encierro. Como se acabaron los pésames y aquí ya no queda quien desee saber de mí, suena poco. Sonó el teléfono. La última vez fue hace tres semanas, era mi amigo Armando desde Nueva York. Su pésame era claro, me cantó la letra de un guaguancó conocido que reza: Yo no tengo madre, yo no tengo padre, yo no tengo a nadie que me quiera a mí, lanzó una carcajada nerviosa y colgó enseguida. Sí, Armando sabe que odio los pésames, su sentido del humor es superior a mi drama. Sonó y sonó el teléfono insistentemente, tanto que me dio tiempo a incorporarme y hasta a encontrarlo debajo de la loma de desechos. ¿Quién será? Ya no quedan familiares disponibles para las malas noticias, tampoco permito que venga Márgara, nuestra empleada de toda la vida. Sospecho hasta de mi sombra, no quiero a nadie observándome. El teléfono no parecía dejar de sonar, así que lo tomé tranquila, estaba más allá del sonido irritante, y más allá de cualquier anuncio fatídico que no fuera mi propia muerte.

Una editora catalana llamaba para anunciar que había sido ganadora del gran premio, tenía a mi disposición cincuenta mil euros y una edición de no sé cuántos miles de ejemplares. ¿Quería viajar a España el próximo mes para hacer la publicidad del libro? ¿Me daría tiempo «antes del suicidio»? Bromeó parafraseando el título de mi obra. Dije a todo que sí y luego me castigué bajo el agua helada para sacar el vinagre de mi cuerpo. Di por terminados los breves baños de asiento que tomaba a veces, sólo cuando decidía incorporarme. La columna se me compuso en el acto y, aunque no tenía a quien llamar, aparecieron muchas personas, periodistas y amigos de mi madre. Autores cubanos que estaban fuera y curiosos que necesitaban saber cómo hice para tener algo que seguramente no merecía.

No podía creerlo, y a la vez, si lo pensaba, era todo lo que esperaba de la vida. A mis treinta y tantos, me venía como anillo al dedo. Un golpe de timón que guiara el futuro, lo contrario sería caer en la cama, tumbada con los ojos abiertos y la mente en blanco.

¿Qué ha sido este año? Recordar lo sucedido con mis padres y las fuertes presiones que vinieron después de su muerte.

Cerrar los ojos para sentir la lluvia de plata y dolor, el estallido dilatado que convirtió en cenizas a las únicas personas que guiaban mi vida. Cerrar los ojos es abrirlos a la muerte.

Hubo días en que me preguntaba para qué me salvé. ¿Valdría la pena lo que sigue? ¿Por qué se mantenían en silencio conmigo? ¿Sospechaban de su única hija? ¿Por qué tantos interrogatorios después de su muerte? ¿Quiénes eran ellos en realidad? Había algo más que «Papá» y «Mamá» detrás de sus nombres.

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