Resumen del libro:
Thomas Mann, dando fe de su exquisita prosa y tomando como base el inmortal mito de Fausto, da voz a Serenus Zeitblom, doctor en filosofía, para que relate la vida y tragedia de su amigo Adrian Leverkühn, un compositor de opera cuya obsesión por lograr la más bella de las creaciones musicales le lleva a rubricar un pacto con El Diablo, un pacto cuya gestación es descrita por Leverkühn cuando, consciente de que ha tocado a su fin el tiempo comprado con su alma, decide compartir con los suyos la desesperación espiritual que le ha reportado alcanzar el éxito profesional.
I
Aseguro resueltamente que no es en modo alguno por el deseo de situarme en primer lugar que hago preceder de algunas palabras sobre mí mismo esta crónica de la vida del difunto Adrián Leverkühn, esta primera y ciertamente sumaria biografía de un hombre querido, de un músico genial que el destino levantó y hundió con implacable crueldad. Me empuja a hacerlo únicamente la suposición de que el lector —mejor diré: el futuro lector, ya que por ahora no existe la más leve probabilidad de que mi original llegue a ver la luz pública, a no ser que un milagro permita hacerlo salir de nuestra Europa, fortaleza asediada, para llevar a los de afuera un soplo de los secretos de nuestra soledad—, únicamente, repito, la suposición de que el lector deseará conocer, aunque sólo fuere superficialmente, algo sobre el quién y el cómo del que esto escribe, me impulsa a apuntar, a modo de introducción, algunos datos sobre mi persona —aun temiendo, claro está, que con ello he de suscitar en el lector la duda de si ha caído en buenas manos, es decir, si en atención a lo que ha sido mi vida soy el hombre indicado para una tarea hacia la cual me atraen los impulsos del corazón mucho más que una afinidad cualquiera de temperamento.
Vuelvo a leer las líneas que preceden y no puedo dejar de observar en ellas cierta inquietud y una respiración difícil, signo evidente ambas del estado de espíritu en que me encuentro hoy, 27 de mayo de 1943, dos años después de la muerte de Leverkühn, quiero decir dos años después del día en que de las profundas tinieblas de su vida descendió a la más profunda noche, cuando, en Freising del Isar y en la modesta pieza que desde largos años me sirve de cuarto de trabajo, tomo asiento con el propósito de empezar a narrar la vida de mi desdichado amigo que ahora descansa —así sea— en la paz de Dios. Signo de un estado de espíritu, digo, en el que se mezclan del modo más oprimente el deseo impetuoso de contar lo que sé y el temor a las insuficiencias de mi trabajo. Creo poder decir que soy hombre de temperamento moderado, sano, humano, inclinado a la templanza, a la armonía, a la razón, un estudioso, un «conjurado de las legiones latinas» no desprovisto de enlace con las bellas artes (toco la viola de amor), en suma, un hijo de las Musas, según el sentido académico de la expresión, que gusta de considerarse como un descendiente de aquellos humanistas alemanes que se llamaron Reuchlin, Crotus von Dornheim, Mutianus y Eoban Hesse. Sin pretender, ni mucho menos, negar el influjo de lo demoníaco en la vida humana, lo he considerado siempre como extraño a mi ser, lo he eliminado instintivamente de mi panorama universal y nunca he sentido la más ligera inclinación a entrar temerariamente en contacto con las fuerzas infernales, ni mucho menos la de provocarlas con jactancia o de ofrecerles mi dedo meñique cuando han llegado hasta mí sus tentaciones. En aras de ese sentimiento he consentido sacrificios, tanto en el orden ideal como en el del aparente bienestar, y es así como sin vacilación, renuncié un día a mi querida profesión docente sin esperar a que fuera patente la demostración de su incompatibilidad con el espíritu y las exigencias de nuestra evolución histórica. Desde este punto de vista estoy contento de mí, Pero esta resolución, o si se quiere limitación, de mi persona moral, no hace más que reforzar las dudas que abrigo sobre mi idoneidad para la tarea que trato de emprender.
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