Resumen del libro:
Divorcio en Buda, publicada originalmente en 1935, es una novela del escritor húngaro Sándor Márai, ambientada en la Budapest de entreguerras. Narra la historia de dos hombres que amaron a una misma mujer. La acción comienza con la llegada de un expediente de divorcio al despacho del juez Kristóf Kömives quien, al ver el nombre de soltera de la mujer, Anna Fazekas, evoca de inmediato aquel amor al que no se atrevió en su juventud, renunciando a la emoción de lo desconocido, en aras de sus valores burgueses. Poco después, Greiner, el esposo de Ana se presenta en casa del juez con la noticia del suicidio de su mujer. Kristof, abrumado por el aluvión de sentimientos encontrados que inundan su espíritu, conocerá la historia del matrimonio relatada por el marido, un joven advenedizo que por conquistar a Anna se entregó a una existencia erigida sobre la impostura. Esta charla íntima pondrá de relieve el abismo que separa a los dos hombres y les dará la ocasión de reflexionar acerca de aquellas vivencias y sentimientos que nunca habían sido capaces de compartir con nadie.
1
Septiembre se anunciaba con un calor sofocante. En una de esas tardes de otoño en que se debaten los últimos días calurosos del verano, el joven juez Kristóf Kömives estudiaba en su despacho los autos de algunos procesos de divorcio.
Le interesaba en especial uno de ellos, pues conocía, aunque de lejos, a sus protagonistas. El marido, la parte demandada en la vista que tendría lugar al día siguiente, era un joven médico muy célebre, jefe del laboratorio de un sanatorio de la capital. Había sido compañero de colegio de Kömives; habían estudiado juntos los primeros años del bachillerato y se habían encontrado de vez en cuando en los círculos sociales de los años universitarios, en los bailes y las reuniones estudiantiles. El juez recordaba con simpatía a aquel compañero de colegio modesto, silencioso y algo tímido. Ahora que reordenaba los documentos de su divorcio, la figura del médico se le aparecía con absoluta nitidez, como si lo estuviera viendo en el vestíbulo de un hotel elegante, en uno de aquellos bailes universitarios, a los veintidós o veintitrés años, respondiendo a las preguntas condescendientes pero amables de la gente importante con una sonrisa confusa y la expresión cohibida del joven poco hecho a la vida mundana.
En aquel grupo estaba también él, entonces pasante de un despacho de abogados, y había sentido de repente una profunda simpatía por aquel compañero de estudios apenas conocido y olvidado. Había sido un momento de simpatía repentina que no tenía explicación. Luego se separaron tras sonreír con amabilidad e intercambiar unas palabras de cortesía, como si una prohibición indefinida pero invencible los separase.
Esos torpes y estúpidos intentos de acercamiento se repitieron; algunas veces se encontraban en la calle y se saludaban con una sonrisa llena de alegría, pero sabiendo que tampoco esa vez ocurriría nada, que todo se reduciría a un cordial apretón de manos y a unas cuantas palabras amables pronunciadas con embarazosa lentitud, como si «hablaran de cosas distintas». ¿Distintas? ¿Cuáles?
El juez se levanta y se acerca a la ventana. Del patio llega el ruido de unas ruedas que chirrían bajo el peso de un carro. Oye las órdenes de los guardias, los golpes sordos de objetos pesados, seguramente sacos que caen al suelo, el murmullo de los presos trabajando. La ventana de su despacho da al muro divisorio de la cárcel, lleno de pequeños agujeros de ventilación; en su calidad de funcionario recién iniciado en la carrera judicial, situado aún en los peldaños más bajos del escalafón, le han asignado esa habitación muy poco cómoda, que se recalienta en verano y se queda pronto a oscuras en invierno. Los despachos más amplios y confortables, con ventanas a la calle, están asignados a los jueces de edad avanzada y rango superior, algo que él considera equitativo y justo.
Abajo, en el patio empedrado, los presos descargaban los sacos del carro, se los echaban al hombro y desaparecían en fila india por la puerta de hierro de la cantina. El juez llevaba tres años trabajando en aquel despacho y cada día dedicaba unos minutos a observar la vida que discurría en el patio de la cárcel. Allí llevaban a los presos para que paseasen, por allí cruzaban los familiares de los presos en las horas de visita, por allí conducían a los presos hacia los juzgados para ser interrogados o para declarar ante el tribunal el día de la vista.
Conocía hasta el aburrimiento esa imagen, ese mundo triste y monótono; sin embargo, no pasaba un día sin que, antes de irse, se asomara a la ventana y se quedara contemplando la vida que se desarrollaba en el patio, como si quisiera cerciorarse de algo que en el fondo no quería descubrir. En la escena cotidiana del patio había algo objetivo que le recordaba a una fábrica; parecía el patio de una planta industrial donde cada día se suceden los mismos turnos de trabajo determinados por un horario inflexible, donde siempre ocurre lo mismo, y lo que ocurre no es tan horrible ni tan abominable como podría suponer un profano, sino que se trata más bien de algo triste y desesperanzado. Con estos sentimientos observaba a diario, durante unos minutos, el muro de la cárcel y el patio custodiado por varias puertas de hierro.
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