Resumen del libro:
Dioses de Marte es la segunda novela de la serie de ciencia ficción Barsoom, escrita por Edgar Rice Burroughs y publicada en 1918. En esta obra, el protagonista John Carter regresa al planeta rojo después de diez años de ausencia y se enfrenta a nuevos peligros y aventuras.
La novela comienza con el relato de Carter sobre cómo logró escapar de la Tierra y volver a Marte, donde esperaba reencontrarse con su amada Dejah Thoris, la princesa de Helium. Sin embargo, su llegada no es lo que esperaba, pues aparece en una región desconocida y hostil, habitada por los therns, una raza de sacerdotes blancos que engañan a los demás marcianos con una falsa religión.
Carter descubre que los therns son esclavizados y devorados por los marcianos negros, que viven en el polo sur y que adoran a Issus, la supuesta diosa de la vida y la muerte. Carter se alía con un guerrero thern llamado Thuvia y con un príncipe marciano verde llamado Tars Tarkas, y juntos intentan escapar de las garras de los marcianos negros.
En su huida, Carter se reencuentra con Dejah Thoris, que había sido capturada por los therns junto con otras princesas de diferentes naciones. Carter también conoce a Xodar, un noble marciano negro que se convierte en su amigo y aliado. Juntos, planean derrocar a Issus y liberar a los esclavos de los marcianos negros.
La novela está llena de acción, romance y fantasía, con escenas de combates, rescates, traiciones y revelaciones. Burroughs crea un mundo imaginario rico y detallado, con diferentes razas, culturas, religiones y tecnologías. El autor también explora temas como el colonialismo, el racismo, la religión y el amor.
Dioses de Marte es una obra clásica del género pulp, que ha influido en muchos autores posteriores. Es una lectura entretenida y emocionante para los amantes de la ciencia ficción y la aventura.
Capítulo I. Los Hombres Planta
Mientras permanecía en pie sobre el despeñadero de delante de mi casa en una clara y fría noche de principios de marzo, en 1886, con el noble Hudson fluyendo ante mi como el espectro silencioso y gris de un río muerto, sentí de nuevo la extraña e impulsante influencia del poderoso dios de la guerra, mi amado Marte, al que durante diez largos y tediosos años había implorado en vano, tendiéndole los brazos, que me llevase junto a mi perdido amor.
Jamás desde aquella otra noche de marzo de 1866, en que me encontré tirado fuera de aquella cueva en Arizona, donde yacía mi cuerpo inmóvil y sin vida, arropado por algo parecido a la muerte terrestre, había sentido la irresistible atracción hacia el dios de mi profesión.
Con los brazos tendidos hacia el ojo rojo de la gran estrella, permanecí inmóvil rogando por el regreso de aquel extraño poder que en dos ocasiones me había hecho atravesar la inmensidad del espacio, rezando como había rezado durante un millar de noches anteriores, durante los diez largos años en los que aguardé y esperé.
De improviso noté un desfallecimiento acompañado de náuseas, mis sentidos se debilitaron, se me doblaron las rodillas y caí al suelo de bruces, en el borde mismo del aterrador precipicio.
Pronto se me aclaró la mente y surgieron y fueron pasando por mi memoria los vivos cuadros de la horrible y lúgubre cueva del Arizona; una vez más, como en aquella remota noche, mis músculos se negaron a obedecer a mi voluntad, y una vez más, en la ribera del plácido Hudson, pude oír los tétricos lamentos y los sordos ruidos del horrible ser que me acechaba y amenazaba desde los oscuros rincones de la caverna, hice el mismo poderoso y sobrehumano esfuerzo para romper las ligaduras de la extraña anestesia que me dominaba, y de nuevo sentí un agudo chasquido como si un alambre tirante que súbitamente se soltara, y de pronto me vi en pie, desnudo y libre, junto a aquella cosa quieta e inanimada que hacía poco había palpitado con la cálida y roja sangre de John Carter.
Apenas le dirigí una mirada de despedida y volví los ojos otra vez hacia Marte, levanté las manos hacia los pálidos rayos del astro y permanecí esperando.
No tuve que esperar mucho tiempo, porque casi de inmediato al fijar en él la vista, fui precipitado con la rapidez del pensamiento hacia el horrible vació que se abría ante mí. Experimenté el mismo e inexplicable frío y la total oscuridad que veinte años antes, y entonces abrí los ojos a otro mundo, bajo los ardientes rayos de un sol abrasador, que me golpeaban por una estrecha abertura en la cúpula del enorme bosque en que me encontraba.
El espectáculo que se presentó a mis ojos era tan poco marciano, que el corazón se me subió a la garganta con violencia mientras un repentino temor me recorría ante la posibilidad de que hubiera sido implacablemente lanzado a un extraño planeta por una suerte cruel.
¿Por qué no? ¿Con qué guía había contado para cruzar el vasto vacío del espacio interplanetario? ¿Qué seguridad tenía de no haber sido enviado a alguna remota estrella de otro sistema solar, en vez de serlo a Marte?
Me encontraba tumbado sobre una pradera de tupida y rojiza vegetación, y en torno mío se extendía un bosque de extraños y preciosos árboles, cubiertos de enormes y vistosos capullos y poblados por brillantes y silenciosos pájaros. Los llamo así porque tenían alas, si bien jamás los ojos de un mortal repararon en formas tan extrañas y extraterrestres.
La vegetación era similar a la que crece en los campos de los marcianos rojos de los grandes canales; pero los árboles y las aves no se parecían a cuanto había visto antes sobre Marte, y entonces, por entre los árboles más distantes, pude contemplar la menos marciana de las vistas: un mar abierto de aguas azules brillando bajo un sol abrasador.
Mientras me levantaba para investigar más, experimenté el mismo y espantoso ridículo que sufrí al intentar andar por primera vez bajo las condiciones marcianas. La atracción menor del pequeño planeta y la menor presión del aire en la atmósfera excesivamente rarificada, ofrecían tan poca resistencia a mis músculos terrestres, que el mero esfuerzo necesario para ponerme en pie me hizo elevarme varios metros sobre el suelo y caer boca abajo sobre la suave y reluciente hierba de tan extraño mundo.
Sin embargo, esta experiencia me proporcionó un poco más de seguridad, pues, después de todo, probaba que debía hallarme en algún rincón desconocido de Marte, y era muy probable ya que durante los diez años que viví en el planeta no había explorado más que una parte, relativamente pequeña, de su extensa superficie.
Me levanté de nuevo, riéndome de mi descuido, y pronto recobré el dominio sobre mis músculos terrestres bajo las circunstancias que me rodeaban.
A medida que caminaba despacio, bajando hacia el mar por la imperceptible ladera, no pude por menos de apreciar el parecido con un parque que mostraban la pradera y el bosque. La hierba, por lo espesa y uniforme que era, recordaba a un antiguo césped inglés, y los árboles mostraban la evidencia de una esmerada poda a una altura uniforme de cinco metros, por lo que, al mirar en cualquier dirección del bosque, éste presentaba el aspecto de una amplia estancia dotada de altos techos.
Todas esas manifestaciones de un sistemático y cuidadoso cultivo me convencieron de que había sido lo suficientemente afortunado de entrar en Marte, en aquella segunda ocasión, a través de los dominios de un pueblo civilizado, y de que cuando encontrara a sus pobladores me recibirían con la cortesía y me ofrecerían la protección a que me daba derecho mi rango de príncipe de la casa de Tardos Mors.
Los árboles del bosque provocaron mi más profunda admiración mientras iba aproximándome al mar. Sus grandes troncos, algunos de ellos de un centenar de pies de diámetro, daban testimonio de su prodigiosa altura, que sólo podía adivinar, puesto que no me era posible penetrar con la mirada en el denso follaje, a más de sesenta u ochenta pies de altura.
Hasta la distancia que alcanzaba mi vista, los troncos, las ramas y los ramajes eran tan lisos y estaban tan bien pulidos como pianos recién fabricados en América. La madera de algunos de esos árboles era tan negra como el ébano, mientras la de sus vecinos más cercanos parecía resplandecer a la tamizada luz del bosque, tan diáfana y blanca como la de la más hermosa de las porcelanas o, por el contrario, mostraba un colorido azul, escarlata, amarillo o púrpura intenso.
Igualmente, el follaje era tan variado y alegre como los troncos, mientras que las flores que se apiñaban apretadamente en ellos no podían describirse con ningún lenguaje terrestre, e igualmente desafiaban al lenguaje de los propios de dioses.
Mientras llegaba a los confines del bosque miré delante de mí y, entre el bosque y el mar abierto, me fijé en unos anchos pastizales, y mientras me disponía a abandonar la sombra del bosque descubrí un panorama que desvaneció cuantas románticas y poéticas reflexiones me habían inspirado las bellezas del extraño paisaje.
A mi izquierda se extendía el mar hasta donde podía alcanzar la vista, ante mí sólo una línea vaga y turbia indicaba su costa más lejana, mientras que a mi derecha un caudaloso río, ancho, plácido y majestuoso discurría entre riberas escarlatas para morir en el calmo mar.
A corta distancia, río arriba, se alzaban unos impresionantes precipicios rocosos, de cuya base parecía surgir el solemne curso de agua.
Pero no fue aquel magnífico e inspirador testimonio de la grandeza natural lo que sustrajo mí atención inmediata a la hermosura del bosque. Fue la visión de unas figuras que se movían lentamente por la pradera próxima a la orilla del enorme río.
Tratábase de unas formas extrañas y grotescas, nada parecidas a las que hasta entonces había visto en Marte, y que, sin embargo, desde lejos tenían un aspecto bastante humano. Los ejemplares más grandes parecían medir, estando de pie, diez o doce pies y sus proporciones eran las de un hombre terrestre en lo que respecta al torso y a las extremidades inferiores.
Sin embargo, sus brazos eran muy cortos, y desde donde me encontraba me parecieron de una apariencia similar a la trompa de un elefante, ya que los movían con pronunciadas ondulaciones y serpentinas, como si careciesen por completo de estructura ósea o como si sus huesos estuviesen vertebrados como una espina dorsal.
Cuando les observaba, guarecido detrás de un enorme tronco, una de las criaturas se dirigió lentamente hacia mi posición, dedicado a lo que parecía ser la principal ocupación de cada uno de ellos, y que consistía en deslizar sus extrañas manos sobre el herboso suelo, con un propósito que no conseguí determinar por entonces.
A medida que se iba aproximando, obtuve una excelente visión de la criatura, y aunque más tarde llegué a familiarizarme con las de su clase, puedo decir que fue suficiente un rápido examen de aquella parodia de la Naturaleza para colmar mis deseos de ser naturalista. La nave más veloz de la Marina Heliótica no habría sido lo suficiente rápida para llevarme lejos de tan espantosa criatura.
Su cuerpo lampiño tenía una coloración azul espectral, excepto por un ancho cerco blanquecino que rodeaba su único y saltón ojo; un ojo enteramente de un blanco mortecino; pupila, iris y globo.
Su nariz era un agujero redondo, inflamado y de bordes carcomidos, situado en el centro de su rostro carente de expresión; un agujero que no podía ser comparado, a mi juicio, más que a una herida de bala que aún no había empezado a sangrar.
Bajo ese repulsivo orificio, el rostro seguía sin relieve alguno hasta la barbilla, porque la cosa carecía de boca por lo que yo pude observar.
La cabeza, con excepción de la cara, estaba cubierta por una maraña de pelos negros como el azabache, de unas ocho o diez pulgadas de largo. Cada pelo tenía el grueso de un gusano de los usados para pescar, y cuando la cosa movía los músculos de su testa, la espantosa pelambrera parecía retorcerse, enroscarse y arrastrarse sobre el espantoso rostro, cual si cada pelo poseyera vida propia.
El torso y las piernas eran tan simétricamente humanos como la Naturaleza había querido hacerlos, y los pies también presentaban una apariencia humana, aunque de monstruosas proporciones. Del talón al final del dedo gordo muy bien medirían unos tres pies y eran completamente planos y anchísimos.
Una vez que el monstruo estuvo a corta distancia de mí, descubrí que sus extraños movimientos de pasar las indefinibles manos por la superficie del prado, eran el resultado de su peculiar manera de alimentarse, que consistía en segar la tierna hierba con sus talones en forma de navaja chupándola luego con dos bocas situadas en la palma de cada mano, sirviendo los brazos de gargantas.
Además de estos rasgos que ya he descrito, la bestia disponía de una cola maciza, de unos seis pies de longitud, completamente redonda donde se unía al cuerpo, pero que terminaba formando una hoja plana y afilada que araba en ángulo recto el terreno.
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