Diálogo entre un sacerdote y un moribundo
Resumen del libro: "Diálogo entre un sacerdote y un moribundo" de Marqués de Sade
Esta obra fue escrita en 1782 y no es hasta el año 1926 que se publica. Trata sobre la hipocresía, la moral y las buenas costumbres, y en la misma dicho Marqués se declara ateo. Es un tenso diálogo entre un sacerdote que le pide a un moribundo que se arrepienta de sus pecados. El moribundo débil y agonizante se niega a arrepentirse y a olvidarse de aquello que para él son recuerdos de su vida y su andar por el mundo. El sacerdote trataba de hacerlo recapacitar y que entiendera que sólo dejando entrar a Dios en su corazón podría ser absuelto y perdonado.
El Ateo es el hombre de la Naturaleza.
SYLVAIN MARÉCHAL
I
Quisiera haber podido citar al señor de Sade; tiene mucho ingenio, razonamiento y erudición; pero sus infames novelas «Justine» y «Juliette», lo hacen inaceptable para una secta en la que no se habla más que de virtud. De este modo se expresa, en 1805, al término de su Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, el ilustre astrónomo José Jerónimo le Français de Lalande.
Tal vez este buen señor se preocupaba por no contrariar en lo más mínimo a su colega del Instituto Nacional, a aquel Buonaparte que Sylvain Maréchal había osado nombrar temerariamente cinco años antes en su Diccionario de los ateos antiguos y modernos, y que más tarde llegó a convertirse en el ungido del Señor. Sea como fuere, Napoleón estaba en el trono y el Marqués de Sade en Charenton: no era entonces falta de coraje reconocer al prisionero la razón… que la razón de Estado no le reconocía.
La objeción de Lalande, sin embargo, habría debido parecer engañosa a todo espíritu filosófico. ¿Acaso el Barón de Holbach no la había previsto y refutado en su Sistema de la Naturaleza? (Londres, 1770, in-8º, t. II, cap. XIII, pág. 372). Frente a una labor sin defectos, no nos preocupemos por las costumbres del operario que la realizó. ¿Qué le importa al universo que Newton haya sido sobrio o intemperante, casto o libertino? A nosotros sólo nos importa saber si ha raciocinado bien, si sus fundamentos son firmes, si las partes de su sistema están bien hiladas, y si su obra encierra más verdades demostradas que ideas aventuradas. Juzguemos, pues, del mismo modo los principios de un ateo… Sin duda, pero en el alba del siglo XIX, el ateísmo había llegado a ser una secta virtuosa, y los sectarios dejaron de compartir la indulgencia de su maestro.
Por otra parte, los hombres que hacían entonces profesión de fe atea —estas palabras no están enlazadas sin intención— eran ya viejos en su mayor parte. Pertenecían a ese siglo XVIII del que se constituyeron en ejecutores testamentarios. En su Discurso preliminar, o respuesta a la pregunta: ¿qué es un ateo? es el mismo Sylvain Maréchal quien, en 1800, pone su obra bajo la invocación al siglo de la filosofía. No puede ser, exclamaba, que el último año del siglo XVIII —un siglo tan memorable— transcurra sin que nadie haya osado publicar lo que todas las mentes sanas piensan y guardan para sí… ¿Pero qué ateísmo profesaban estos ateos?
Si bien el ateísmo tuvo representantes en todo tiempo y en todo lugar dentro de las sociedades humanas, su doctrina y su expresión distan mucho de haber permanecido invariables; sin duda el ateo moderno, nutrido de las más recientes concepciones físico-químicas de la materia, está más cerca del ateo medieval, alquimista por vocación, que de aquel del siglo XVIII, sentimental adorador de la Naturaleza deificada… ¿Qué es en realidad un ateo? Es un hombre que destruye ilusiones dañosas para el género humano, con el fin de atraer a los hombres a la naturaleza, a la experiencia y a la razón. Es un pensador, que después de haber meditado sobre la materia, su energía, sus propiedades y su modo de obrar, no necesita, para explicar los fenómenos del universo y las operaciones de la naturaleza, imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres ficticios, que lejos de permitirnos conocer mejor la naturaleza, no hacen más que presentarla como caprichosa, inexplicable, irreconocible, e inútil para la felicidad de los humanos. Esta definición del Barón de Holbach (op. cit., t. II, cap. XI, pág. 323) puede pasar por una de las más claras y explícitas que su tiempo haya proporcionado. Pero estas aparentes negaciones ¿recubren otra cosa que la concepción sentimental de una Naturaleza útil a los hombres y preocupada por su felicidad? y, algunas páginas más adelante, ¿no vamos a escuchar, como monótonas letanías, las invocaciones a esas potencias ideales, a esas inteligencias imaginarias, tan enérgicamente reprobadas bajo otros nombres? ¡OH NATURALEZA! Soberana de todos los seres; ¡oh vosotras! sus adorables hijas, virtud, razón y verdad, sed para siempre nuestras únicas Deidades; a vosotras solas son debidos todas las alabanzas y homenajes de la tierra, (op. cit., t. II, cap. XIV, pág. 411).
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Marqués de Sade. De nombre DONATIEN ALPHONSE FRANÇOIS DE SADE, fue un escritor francés, autor de Justine o los infortunios de la virtud, Historia de Aline y Valcour y otras numerosas novelas, cuentos y piezas de teatro. También le son atribuidas Los 120 días de Sodoma, La filosofía en el tocador, La nueva Justine y Juliette. En sus obras son característicos los antihéroes, protagonistas de las más aberrantes violaciones y de disertaciones en las que, mediante sofismas, justifican cínicamente sus actos. Fue encarcelado por el absolutismo, por la asamblea revolucionaria y por el régimen napoleónico, pasando 30 años encerrado en diferentes fortalezas y manicomios. También figuró en las listas de la guillotina. Protagonizó varios incidentes que se convirtieron en grandes escándalos. En vida, y después de muerto, le han perseguido numerosas leyendas. A su muerte era conocido como «el autor de la infame novela Justine». Novela por la que pasó los últimos años de su vida encerrado en el manicomio de Charenton y que fue prohibida; pero que circuló clandestinamente durante todo el siglo XIX y mitad del siglo XX, influyendo en diferentes novelistas y poetas, como Flaubert, que en privado lo llamaba «el gran Sade», Dostoyevsky, Apollinaire, que rescata su obra del «infierno» de la Biblioteca Nacional de París, o Rimbaud. Breton y los surrealistas lo proclamaron «el Divino Marqués». Y aún hoy su obra despierta los mayores elogios y las mayores repulsas. Georges Bataille, entre otros, calificó su obra como «apología del crimen».