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Desgracia impeorable

Desgracia impeorable, un relato de Peter Handke

Desgracia impeorable, un relato de Peter Handke

Resumen del libro:

Publicada en 1972, Desgracia impeorable ocupa un lugar destacado dentro de obra de Peter Handke (1942), uno de los escritores actuales más importantes, polémicos y populares en lengua alemana. En el libro, escrito pocas semanas después del suicidio de su madre por una sobredosis de narcóticos, la angustia lleva al autor a profundizar en la memoria y encontrar para sus recuerdos formulaciones adecuadas. Y, en esta prosa cristalina, el relato preciso de la existencia de la madre (un mero salir adelante en que cobra fuerza la voluntad por dejar de ser «una» para convertirse en «ella»), construido sobre un recuerdo vivido intensamente, se transforma en un ajuste de cuentas con la realidad, así como en una lúcida reflexión sobre la tarea del escritor.

En la sección de DIVERSOS de la edición dominical del Volkszeitung, de Carintia, venía: «En la noche del viernes al sábado una mujer de 51 años de edad, de A (municipio de G), madre de familia, se suicidó tomando una sobredosis de somníferos».

Ya han pasado casi siete semanas desde que murió mi madre y quisiera ponerme a trabajar antes de que la necesidad de escribir sobre ella, que en el entierro fue tan fuerte, se convierta de nuevo en aquel embotamiento, aquel quedarse sin habla con que reaccioné a la noticia de su suicidio. Sí, ponerme a trabajar; porque la necesidad de escribir algo sobre mi madre, por muy inopinadamente que se esté presentando aún de vez en cuando, es, por otra parte, algo tan difuso que en mi trabajo va a ser necesario que me esfuerce, simplemente para que no ocurra que con la máquina de escribir le esté dando siempre a la misma letra sobre el papel, que es justamente lo que ahora me saldría hacer. Sólo una terapia de movimiento como ésta no me serviría para nada, lo único que haría sería volverme aún más apático y pasivo. Lo que también podría hacer sería marcharme; además, yendo de viaje, este dormitar con la mente en blanco, este ir de un lado para otro sin hacer nada me pondrían menos nervioso.

Por otra parte, desde hace unas cuantas semanas estoy más irritable que de costumbre; el desorden, el frío y la calma hacen que apenas se me pueda decir nada; me agacho a coger cualquier vellón y cualquier miga de pan que haya en el suelo. A veces me sorprendo de que las cosas que llevo en la mano no me hayan caído ya al suelo hace rato, hasta tal punto pierdo de repente la sensibilidad al pensar en este suicidio. Y no obstante deseo ardientemente que lleguen estos momentos, porque entonces cesa este embotamiento y la mente se me aclara del todo. Es un terror en el que vuelvo a sentirme bien: por fin se acabó el aburrimiento, un cuerpo que no ofrece resistencia alguna, se acabaron las fatigosas lejanías, el tiempo pasa sin dolor.

En estos momentos lo peor sería la compasión de alguien, una mirada o incluso una palabra. Uno desvía la vista inmediatamente o ataja las palabras del otro; porque uno necesita la sensación de que lo que está viviendo en aquel preciso momento es algo incomprensible e incomunicable: sólo de este modo siente uno que el terror tiene sentido y es real. A la primera pregunta, a la primera interpelación vuelve enseguida el aburrimiento y de repente todo vuelve a perder su carácter de objeto. Y, no obstante, de vez en cuando, sin que ello tenga ningún sentido, les hablo a la gente del suicidio de mi madre y me irrita que se atrevan a hacer alguna observación a lo que digo. En estos casos lo que me gustaría sería que al momento desviaran mi atención hablándome de otra cosa y que me tomaran el pelo con algún pretexto.

Cuando, por ejemplo, James Bond, en su última película, al preguntarle alguien si su adversario –a quien él había tirado por el hueco de una escalera– estaba muerto, dijo: «¡Bueno, eso espero!», no pude menos que soltar una carcajada de alivio. Los chistes sobre la muerte y los muertos no me importan lo más mínimo, incluso me siento a gusto con ellos.

Los momentos de miedo, cuando se dan, son siempre muy breves; más que momentos de miedo son sensaciones de irrealidad; unos instantes después todo se vuelve a cerrar, y si uno está en compañía de otras personas, intenta inmediatamente dedicarles una especial atención, como si justo en el momento anterior uno hubiera sido incorrecto con ellos.

Por otra parte, desde que he empezado a escribir, esos estados, probablemente por el hecho mismo de que estoy intentando describirlos con la máxima precisión, me parecen como si estuvieran lejos y como si pertenecieran al pasado. Cuando los describo empiezo a pensar en ellos como si se tratara de un período concluido de mi vida, y el esfuerzo por recordar y encontrar formulaciones adecuadas exige tanto de mí que las breves ensoñaciones de las últimas semanas han pasado ya a ser algo extraño. Porque el hecho es que yo de vez en cuando tenía «estados especiales»: las imaginaciones de todos los días –algo que en definitiva no era más que la repetición mecánica, por enésima vez, de imaginaciones iniciales, imaginaciones que tenían ya años o decenios– de repente se escapaban cada una por su lado y la conciencia se quedaba dolorida, tal era el vacío que se había instalado de repente en ella.

Sobre el autor:

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