Resumen del libro:
Para Émile Zola (París, 1840-1902), el amor en el siglo XVII es «un gran señor empenachado […] que entra en los salones precedido por una música solemne»; en el XVIII, «un granuja desaliñado […] que desayuna con una rubia, cena con una morena y trata a las mujeres como diosas generosas»; y en el XIX, «un joven formal, correcto como notario, que tiene rentas del Estado…». Así pues, el amor heroico del XVII o el amor sensual del XVIII se han convertido en el amor pragmático que se concluye a toda prisa como un negocio en Bolsa. «El hombre actual no tiene tiempo para amar, y se casa con la mujer sin conocerla… y sin que ella lo conozca a él».
Prefacio
En el siglo XVII, el amor en Francia es un gran señor empenachado, magníficamente vestido, que entra en los salones precedido por una música solemne. Obedece a un ceremonial muy complicado, y no da un paso adelante sin haberlo sopesado de antemano. Por lo demás, es absolutamente noble, de una ternura reflexiva, y de una alegría honesta.
En el siglo XVIII, el amor es un granuja desaliñado. Ama y ríe por el placer de amar y reír; desayuna con una rubia, cena con una morena, trata a las mujeres como a diosas generosas cuyas manos abiertas reparten placer a todos sus devotos. Un halo de voluptuosidad atraviesa la sociedad entera, hace la ronda de las pastoras y ninfas, de los pechos escotados que tiemblan bajo los encajes: época adorable en que la carne fue reina, gran goce cuyo lejano soplo nos llega aún tibio, mezclado con el olor de las cabelleras sueltas.
En el siglo XIX, el amor es un joven formal, correcto como un notario, que tiene rentas del Estado. Se codea con la alta sociedad o vende algo en alguna tienda. Sigue la política, los negocios lo mantienen ocupado de nueve de la mañana a seis de la tarde. En cuanto a sus noches, se dedica al vicio práctico, a una amante a la que paga o a una mujer legítima que le paga a él.
Así pues, el amor heroico del siglo XVII, el amor sensual del XVIII, se han convertido en el amor pragmático que se concluye a toda prisa como un negocio en la Bolsa.
Hace poco escuchaba a un industrial quejarse de que no se hubiese inventado aún una máquina de hacer niños. Se han creado máquinas para trillar trigo, para tejer telas, para sustituir los músculos humanos por engranajes para cualquier tarea. El día en que una máquina ame por ellos, los grandes trabajadores del siglo, esos que dedican cada minuto a la actividad moderna, ahorrarán tiempo, serán más ávidos y viriles en la batalla por la vida. Desde la enorme sacudida de la Revolución, los hombres en Francia no han tenido tiempo para pensar en las mujeres. Bajo Napoleón I, el cañón impedía que los amantes se escuchasen. Durante la Restauración y la Monarquía de Julio, una imperiosa necesidad de dinero se apoderó de la sociedad. Por último, el reinado de Napoleón III no hizo sino acrecentar el hambre de dinero, sin siquiera aportar un vicio nuevo, un nuevo exceso. Y existe una causa más: la ciencia, el vapor, la electricidad, todos los descubrimientos de estos últimos cincuenta años. Es necesario observar al hombre moderno con sus múltiples ocupaciones, viviendo de puertas para afuera, consumido por la necesidad de conservar su fortuna y de aumentarla, la cabeza siempre ocupada con nuevos problemas, la carne adormecida por el cansancio de la lucha cotidiana, convertido él mismo en mero engranaje de la gigantesca máquina social en plena tarea. Tiene amantes como quien tiene caballos, para hacer ejercicio. Si se casa es porque el matrimonio se ha convertido en una operación como cualquier otra; y si tiene hijos es porque así lo quiere su mujer.
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