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Dejar el mundo atrás

Resumen del libro:

Rumaan Alam, aclamado escritor y observador agudo de la sociedad contemporánea, nos sumerge en su intrigante novela “Dejar el mundo atrás”. Finalista del National Book Award en 2020 y best-seller del New York Times, Alam teje una narrativa que destaca los contrastes y fragilidades que definen nuestros lazos en un mundo cada vez más ambiguo.

Amanda y Clay, una pareja neoyorquina en busca de descanso, se ven envueltos en una trama inesperada cuando una pareja mayor, en busca de refugio tras un apagón en Nueva York, irrumpe en su retiro en Long Island. La historia se despliega con una tensión creciente, explorando las complejidades de la confianza en circunstancias extremas.

Alam, con su prosa afilada, va más allá de la trama, ofreciendo agudas reflexiones sobre raza, clase social y la ilusión de seguridad. La novela, ambientada en un escenario apocalíptico plausible, revela capas profundas de la psique humana mientras Amanda y Clay luchan por sobrevivir en un entorno que se desmorona rápidamente.

“Dejar el mundo atrás” no solo es un relato cautivador, sino también una mirada penetrante a la complejidad de nuestras relaciones y a la fragilidad que emerge cuando se enfrenta a lo desconocido. En manos de Alam, la tensión narrativa se convierte en una herramienta para explorar los límites de la confianza y la resistencia humana. Una obra maestra que deja una impresión duradera en la mente del lector.

Para Simon y para Xavier

Como el canto de los pájaros, el amor regresa
lo antes posible después de una bomba

BILL CALLAHAM, Angela

1

Bueno, hacía sol. Les pareció buena señal. La gente convierte cualquier nimiedad antigua en un presagio. Todo para decir que no había nubes a la vista. El sol estaba donde siempre está el sol. Un sol tenaz e indiferente.

Las carreteras confluían. El tráfico se congestionaba. Su coche gris era una campana de cristal, un microclima: aire acondicionado, el tufo de la adolescencia (sudor, pies, seborrea), el champú francés de Amanda, el roce de los desperdicios… Porque de eso siempre había: el coche era el reino de Clay, lo bastante descuidado como para que se acumularan calcetines inexplicables, el cascajo desprendido de las barritas de avena compradas al por mayor, un volante de suscripción para The New Yorker, un pañuelo de papel retorcido y petrificado con mocos, el plástico blanco retirado de una tirita a saber cuándo… Los niños siempre necesitaban tiritas; su piel rosa se abre como la fruta en verano.

El sol en los brazos les resultaba reconfortante. Los cristales estaban tintados con un protector que mantenía a raya el cáncer. Se comentaba que esa temporada iban a arreciar los huracanes, grandes tormentas con nombres como Alexis, Beatrice, Christina, Deanna o Evelyn. Amanda apagó la radio porque no le gustaba y porque todo era sexista, incluido el hecho de que Clay conducía, entonces y siempre. Claro que ella no tenía paciencia para sacramentos asociados a la conducción como aparcar en lados alternos de la calle o revisar el coche cada veinte mil kilómetros. Además, Clay se jactaba de esas actividades. Era profesor, cosa ligada, por lo visto, a su fruición por lo útil en la vida: atar los fajos de periódicos viejos para el reciclaje, regar la acera con bolitas anticongelantes cuando empezaba a helar, reponer las bombillas o desobstruir lavabos con un desatascador diminuto.

El coche no era ni lo bastante nuevo para ser lujoso ni lo bastante viejo para ser bohemio. Un artículo de clase media adaptado a gente de clase media, un producto concebido más como atracción que como ofensa comprado en un concesionario con paredes de espejo, unos cuantos globos de puro trámite y menos clientes que vendedores, éstos en grupos de dos o tres haciendo sonar la calderilla en los bolsillos de los pantalones comprados en Men’s Wearhouse. A veces, en el aparcamiento, se acercaban a otro ejemplar del mismo coche (era un modelo popular, «el grafito») frustrados porque no funcionaba el sistema de apertura sin llave.

Archie tenía quince años. Llevaba unas zapatillas deformes tan largas como dos barras de pan. Bajo el aroma lácteo que lo envolvía como a los bebés olía a sudor y hormonas. Para mitigar ese hedor rociaba la pelambre de los sobacos con un producto químico: un olor inexistente en la naturaleza, el consenso de un grupo de sondeo sobre el ideal masculino. Rose prestaba más atención. Indicios de muchacha en flor: quizá un sabueso hubiera detectado el metal bajo esos efluvios de los primeros cosméticos, la predilección pubescente por manzanas y cerezas de pega. Eran, pues, una familia inmunizada contra sus olores distintivos; a un extraño lo habrían sobresaltado, pero por la autopista era imposible conducir con las ventanillas bajadas. Demasiado ruido.

—Tengo que ponerme.

Amanda levantó el teléfono para avisarlos a pesar de que nadie había dicho nada. Archie y Rose miraban sus respectivos móviles, ambos con juegos y control parental en las redes sociales. Archie se estaba mensajeando con su amigo Dillon, cuyos padres expiaban la culpa de su divorcio en marcha dejando que se pasara el verano fumando porros en el ático de su casa adosada en Bergen Street. Rose ya había subido varias fotos del viaje pese a que apenas habían cruzado los límites de la ciudad.

—Hola, Jocelyn.

“Dejar el mundo atrás” de Rumaan Alam

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