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De qué hablamos cuando hablamos de amor

De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver

De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver

Resumen del libro:

Los deslumbrados lectores de Catedral, reencontrarán en De qué hablamos cuando hablamos de amor la atmósfera y los personajes de un autor que dominó indiscutiblemente el panorama literario norteamericano de los años 80. Parejas que se despedazan, compañeros que parten desesperadamente a la aventura, hijos que intentan comunicarse con sus padres, un universo injusto, violento, tenso, a veces irrisorio…

¿Por qué no bailáis?

Se sirvió otra copa en la cocina y miró los muebles del dormitorio, situados en la parte delantera de su jardín. Excepto el colchón desnudo y las sábanas a vivas rayas, que descansaban junto a dos almohadas sobre el chifonier, todo mostraba un aspecto muy semejante al que había tenido el dormitorio: mesilla de noche y pequeña lámpara a su lado de la cabecera, mesilla de noche y pequeña lámpara al otro lado, el de ella.

Su lado y el lado de ella.

Pensó en ello mientras bebía a sorbos el whisky.

El chifonier se encontraba a unos pasos del pie de la cama. Aquella mañana vació los cajones, y en la sala aparecían las cajas de cartón donde había metido lo que contenían. Junto al chifonier había una estufa portátil. Y al pie de la cama, una silla de bejuco con un cojín de diseño exclusivo. Los muebles de cocina, de aluminio bruñido, ocupaban parte del camino de entrada. Un enorme mantel de muselina amarilla —era un regalo— cubría la mesa y colgaba a los lados. Sobre la mesa había un tiesto con un helecho, una vajilla de plata en su caja y un tocadiscos. También eran regalos. Un gran televisor de consola descansaba sobre una mesa baja, y a unos pasos había un sofá y una butaca y una lámpara de pie. El escritorio estaba colocado contra la puerta del garaje, y en el camino de entrada había una caja de cartón con tazas, vasos y platos envueltos por separado en papel de periódico. Aquella mañana vació los armarios, y todo lo que había en ellos estaba fuera de la casa, salvo las tres cajas de cartón de la sala. Mediante un cable alargador tendido al exterior había conectado lámparas y aparatos. Todo funcionaba igual que cuando había estado dentro de la casa.

De cuando en cuando un coche reducía la marcha y los ocupantes miraban, pero ninguno paraba.

Se le ocurrió que tampoco él lo habría hecho.

—Debe de ser una liquidación casera —le comentó la chica al chico.

Estaban amueblando un pequeño apartamento.

—Veamos lo que piden por la cama —dijo la chica.

—Y por el televisor —añadió el chico.

El chico enfiló el camino de entrada y detuvo el coche ante la mesa de la cocina.

Se bajaron y empezaron a mirar las cosas: ella tocaba el mantel de muselina, él enchufaba la batidora y apretaba el botón de PICAR; ella cogía el calientaplatos y él encendía el televisor y hacía pequeños ajustes con los mandos.

El chico se sentó a ver la televisión en el sofá. Encendió un cigarrillo, miró a su alrededor, tiró la cerilla al césped.

La chica se sentó en la cama. Se quitó los zapatos y se tendió de espaldas. Le pareció ver una estrella.

—Ven aquí, Jack. Prueba la cama. Trae una de esas almohadas.

—¿Qué tal es? —preguntó él.

—Pruébala —insistió ella.

El chico miró en torno. La casa estaba a oscuras.

—No me siento a gusto —dijo—. Será mejor que mire si hay alguien ahí dentro.

Ella hizo brincar su cuerpo sobre la cama.

—Pruébala antes —repitió.

El chico se echó en la cama y se puso la almohada bajo la cabeza.

—¿Qué te parece? —preguntó ella.

—Parece sólida —respondió él.

Ella se volvió sobre un costado y le puso una mano en la cara.

—Bésame —pidió.

—Levantémonos —propuso él.

—Bésame.

Cerró los ojos. Lo abrazó.

Él dijo:

—Veré si hay alguien en la casa.

Pero se sentó y se quedó donde estaba, haciendo como que miraba la televisión.

A derecha e izquierda de la calle, las casas se iluminaron.

—¿No sería divertido si…? —insinuó la chica, y sonrió abiertamente y dejó la frase a medias.

El chico rió pero sin ningún motivo especial. Sin ningún motivo especial, asimismo, encendió la lámpara de la mesilla.

La chica se quitó de encima un mosquito, y el chico se levantó y se metió la camisa en los pantalones.

—Voy a ver si hay alguien en la casa —dijo—. No creo que haya nadie. Si hay alguien, preguntaré cuánto piden por las cosas.

—Pidan lo que pidan, ofrece diez dólares menos. Siempre es bueno —aconsejó ella—. Además, deben de estar desesperados o algo así.

—Es un televisor muy bueno —observó el chico.

—Pregúntales cuánto —dijo la chica.

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