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De la brevedad de la vida

De la brevedad de la vida - Séneca - Filosofía

De la brevedad de la vida - Séneca - Filosofía

Resumen del libro:

De Brevitate Vitae es un ensayo moral escrito por Séneca el Joven, un filósofo estoico romano, en algún momento alrededor del año 49 d.C., a su suegro Paulinus. El filósofo plantea muchos principios estoicos sobre la naturaleza del tiempo, a saber, que la gente desperdicia gran parte de él en actividades sin sentido. Según el ensayo, la naturaleza le da a las personas el tiempo suficiente para hacer lo que es realmente importante y el individuo debe asignarlo adecuadamente. En general, la mejor manera de aprovechar el tiempo es vivir el momento presente en busca de una vida intencional y con propósito.Se pueden encontrar ideas similares en el tratado De Otio de Séneca y la discusión de estos temas a menudo se puede encontrar en sus Cartas a Lucilius.

Capítulo I

La mayor parte de los hombres, oh Paulino, se queja de la naturaleza, culpándola de que nos haya criado para edad tan corta, y que el espacio que nos dio de vida corra tan veloz, que vienen a ser muy pocos aquellos a quien no se les acaba en medio de las prevenciones para pasarla. Y no es sola la turba del imprudente vulgo la que se lamenta de este opinado mal; que también su afecto ha despertado quejas en los excelentes varones, habiendo dado motivo a la ordinaria exclamación de los médicos, que siendo corta la vida, es largo y difuso el arte. De esto también se originó la querella (indigna de varón sabio) que Aristóteles dio, que siendo la edad de algunos animales brutos tan larga, que en unos llega a cinco siglos y en otros a diez, sea tan corta y limitada la del hombre, criado para cosas tan superiores. El tiempo que tenemos no es corto; pero perdiendo mucho de él, hacemos que lo sea, y la vida es suficientemente larga para ejecutar en ella cosas grandes, si la empleáremos bien. Pero al que se le pasa en ocio y en deleites, y no la ocupa en loables ejercicios, cuando le llega el último trance, conocemos que se le fue, sin que él haya entendido que caminaba. Lo cierto es que la vida que se nos dio no es breve, nosotros hacemos que lo sea; y que no somos pobres, sino pródigos del tiempo; sucediendo lo que a las grandes y reales riquezas, que si llegan a manos de dueños poco cuerdos, se disipan en un instante; y al contrario, las cortas y limitadas, entrando en poder de próvidos administradores, crecen con el uso. Así nuestra edad tiene mucha latitud para los que usaren bien de ella.

Capítulo II

¿Para qué nos quejamos de la naturaleza, pues ella se hubo con nosotros benignamente? Larga es la vida, si la sabemos aprovechar. A uno detiene la insaciable avaricia, a otro la cuidadosa diligencia de inútiles trabajos; uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a otro fatiga la ambición pendiente siempre de ajenos pareceres; a unos lleva por diversas tierras y mares la despeñada codicia de mercancías, con esperanzas de ganancia; a otros atormenta la militar inclinación, sin jamás quedar advertidos con los ajenos peligros ni escarmentados con los propios. Hay otros que en veneración no agradecida de superiores consumen su edad en voluntaria servidumbre; a muchos detiene la emulación de ajena fortuna, o el aborrecimiento de la propia; a otros trae una inconstante y siempre descontenta liviandad, vacilando entre varios pareceres; y algunos hay que no agradándose de ocupación alguna a que dirijan su carrera, los hallan los hados marchitos, y voceando de tal manera, que no dudo ser verdad lo que en forma de oráculo dijo el mayor de los poetas: pequeña parte de vida es la que vivimos: porque lo demás es espacio, y no vida, sino tiempo. Por todas partes los cercan apretantes vicios, sin dar lugar a que se levanten jamás, y sin permitir que pongan los ojos en el rostro de la verdad; y teniéndolos sumergidos y asídos en sus deseos, los oprimen. Nunca se les da lugar a que vuelvan sobre sí, y si acaso tal vez les llega alguna no esperada quietud, aun entonces andan fluctuando, sucediéndoles lo que al mar, en quien después de pacificados los vientos quedan alteradas las olas, sin que jamás les solicite el descanso a dejar sus deseos. ¿Piensas que hablo de solos aquellos cuyos males son notorios? Pon los ojos en los demás, a cuya felicidad se arriman muchos, y verás que aun éstos se ahogan con sus propios bienes. ¿A cuántos son molestas sus mismas riquezas? ¿A cuántos ha costado su sangre el vano deseo de ostentar su elocuencia en todas ocasiones? ¿Cuántos con sus continuos deleites se han puesto pálidos? ¿A cuántos no ha dejado un instante de libertad el frecuente concurso de sus paniaguados? Pasa, pues, desde los más ínfimos a los más empinados, y verás que éste ahoga, el otro asiste, aquél peligra, éste defiende, y otro sentencia, consumiéndose los unos en los otros. Pregunta la vida de estos cuyos nombres se celebran, y verás que te conocen por las señales, que éste es reverenciador de aquél, aquél del otro, y ninguno de sí. Con lo cual es ignorantísima la indignación de algunos que se quejan del sobrecejo de los superiores cuando no los hallan desocupados yendo a visitarlos. ¿Es posible que los que, sin tener ocupación, no están jamás desocupados para sí mismos, han de tener atrevimiento para condenar por soberbia lo que quizá es falta de tiempo? El otro, séase el que se fuere, por lo menos tal vez, aunque con rostro mesurado puso los ojos en ti, tal vez te oyó, y tal vez te admitió a su lado, y tú jamás te has dignado de mirarte ni oírte.

Capítulo III

No hay para qué cargues a los otros estas obligaciones, pues cuando fuiste a buscarlos, no fue tanto para estar con ellos, cuanto porque no podías estar contigo. Aunque concurran en esto todos los ingenios que resplandecieron en todas las edades, no acabarán de ponderar suficientemente esta niebla de los humanos entendimientos. No consienten que nadie les ocupe sus heredades; y por pequeña que sea la diferencia que se ofrece en asentar los linderos, vienen a las piedras y las armas; y tras eso, no sólo consienten que otros se les entren en su vida, sino que ellos mismos introducen a los que han de ser poseedores de ella. Ninguno hay que quiera repartir sus dineros, habiendo muchos que distribuyen su vida: muéstranse miserables en guardar su patrimonio, y cuando se llega a la pérdida de tiempo, son pródigos de aquello en que fuera justificada la avaricia. Deseo llamar alguno de los ancianos, y pues tú lo eres, habiendo llegado a lo último de la edad humana, teniendo cerca de cien años o más, ven acá, llama a cuentas a tu edad. Dime, ¿cuánta parte de ella te consumió el acreedor, cuánta el amigo, cuánta la República y cuánta tus allegados, cuánta los disgustos con tu mujer, cuánta el castigo de los esclavos, cuánta el apresurado paseo por la ciudad? Junta a esto las enfermedades tomadas con tus manos, añade el tiempo que se pasó en ociosidad, y hallarás que tienes muchos menos de los que cuentas. Trae a la memoria si tuviste algún día firme determinación, y si le pasaste en aquello para que le habías destinado. Qué uso tuviste de ti mismo, cuándo estuvo en un ser el rostro, cuándo el ánimo sin temores; qué cosa hayas hecho para ti en tan larga edad; cuántos hayan sido los que te han robado la vida, sin entender tú lo que perdías; cuánto tiempo te han quitado el vano dolor, la ignorante alegría, la hambrienta codicia y la entretenida conversación: y viendo lo poco que a ti te has dejado de ti, juzgarás que mueres malogrado.

De la brevedad de la vida – Séneca – Filosofía

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