Resumen del libro:
Dafnis y Cloe, dos niños encontrados por pastores, se crían juntos y nace entre ellos un mutuo amor que ninguno sospecha. El desarrollo de esta simple pasión representa el principal interés, y hay pocos incidentes. Cloe es secuestrada por un pirata, y finalmente recupera a su familia. Los rivales perturban la paz de Dafnis, pero ambos amantes son reconocidos por sus padres, y regresan a una feliz vida de casados al campo.
Introducción
Los aficionados a libros suelen cegarse con frecuencia y prestar a muchas obras literarias un mérito que no tienen, y esperar que logren una popularidad que, al cabo, no alcanzan. Es evidente que yo, cuando me he tomado el trabajo de traducir esta novela, y me he atrevido luego a presentarla al público, es porque creo, o bien con fundamento, o bien inducido en error por dicha ceguedad, que esta novela es bonita e interesante, y que ha de gustar y divertir a los lectores.
Lejos de censurar, disculpo yo, y hasta aplaudo, la publicación de cualquier libro antiguo, por malo que sea. La mayoría no tendrá la paciencia de leerle; pero siempre le leerá con gusto y con interés cierto breve círculo de personas estudiosas que busquen en él, y quizá hallen, nuevos datos para la historia literaria, o curiosas noticias sobre costumbres, usos, hechos históricos, estilo y lenguaje de una época y nación determinadas. De libros publicados con este objeto debe salir a la venta muy pequeño número de ejemplares. No son, ni pueden ser, en realidad, libros para el público, sino para unos cuantos bibliófilos.
No es así como yo traduzco y publico en castellano la novela de Longo. La publico como algo que, en mi sentir puede y debe gustar, aun al vulgo; como algo que puede ser popular en nuestros días.
A fin de manifestar las razones en que me apoyo para pensar así, escribo esta introducción.
Escasísima cantidad de obras maestras tienen una fama que jamás se marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y toda persona culta, o que presume de culta, las compra, aunque nunca las lea. Si por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos autores, pongo por caso de Homero, de Píndaro o de Virgilio, a las pocas páginas, o se duerme o se aburre. Tres modos principales suele emplear después el lector aburrido o dormido para explicar su aburrimiento o su sueño. Si es muy modesto, se echa la culpa a sí propio, reconociendo que carece de la educación, estética o de la aptitud natural bastante para penetrar el sentido de lo que lee, y apreciar y ponderar todos los primores y bellezas del estilo, teniendo en cuenta, además, que es menester cierto aparato de erudición y cierto esfuerzo de fantasía para trasladarse en espíritu a la edad en que vivió el autor y para ponerse en lugar de uno de sus contemporáneos, participando de sus creencias, afecciones y anhelos, único modo de comprender todo el valor de lo que lee, y de sentir, al leerlo, la misma honda impresión que sintieron, sin duda, los hombres que vivían cuando el autor, y para quienes el libro se compuso. Los que se explican así el no gustar de un autor clásico son los menos, porque la modestia y la humildad son prendas rarísimas. Otros hay que se lo explican todo dejando a salvo al autor y echando la culpa al traductor desgraciado. Busca, por ejemplo, una persona elegante y de mundo, que oye decir que la Ilíada es un trabajo prodigioso, una traducción castellana de la Ilíada; le dan la de Hermosilla; empieza a leerla, se harta a las seis o siete páginas, y acude, para desenojarse, a una novela de Daudet o de Belot, que le parece mil veces más agradable. No atreviéndose a decir que Homero es insufrible, y que todos los críticos que le han elogiado lo hacían por seguir la corriente, o porque eran unos pedantes que con tales elogios querían darse tono, decide que el traductor lo ha estropeado todo, en lo cual, hasta cierto punto, no se equivoca a veces, y de esta suerte deja a salvo, por una parte, el buen gusto y la agudeza y perspicacia que él cree tener, y por otra, la autoridad de los siglos y el general y constante consentimiento de varias y diversas civilizaciones y de muchas generaciones, que han decidido que los cantos de Homero son de la mayor belleza. Los más atrevidos, por último, se van derechos contra el autor, y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quién le aguante, y que ni los mismos que le encomian le leen, sino que aprenden lo más substancial de lo que dice, en algún compendio o manual de historia de la Literatura, y suponen que le han leído y hasta que se han encantado leyéndole, para darse tono y lustre de discretos y profundos.
A mí me ha ocurrido con frecuencia que hombres políticos de primera magnitud, que han sido ministros cuatro o cinco veces, abogados famosos, hacendistas y economistas, me hayan excitado a que me desemboce con ellos y las confiese que Homero no puede haberme gustado, si es que le he leído. Y como yo me obstinara en que le había leído y en que me gustaba, me han tenido por hipócrita literario o por hombre disimulado y lleno de fingimiento, a fin de darme importancia de erudito y humanista.
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