Cumbres borrascosas
Resumen del libro: "Cumbres borrascosas" de Emily Brontë
Situada en los sombríos páramos de Yorkshire, esta novela constituye una visión metafísica del destino, la obsesión, la pasión y la venganza. Emily Brontë, que se vio obligada a publicar sus obras bajo seudónimo, rompió por completo con los cánones de la literatura victoriana. La singularidad de su estructura narrativa y la fuerza de su lenguaje la convirtieron de inmediato en una de las obras más perdurables e influyentes.
«Pero mi amor por Heathcliff es como las rocas eternas que hay debajo, un manantial de escaso deleite para la vista, pero necesario.»
Virginia Woolf dijo…
«Con un par de pinceladas Emily Brontë podía conseguir retratar el espíritu de una cara de modo que no precisara cuerpo; al hablar del páramo conseguía hacer que el viento soplara y el trueno rugiera.»
CAPÍTULO PRIMERO
1801
Acabo de volver de una visita al casero… el único vecino a quien tendré que aguantar. ¡Desde luego, es hermosa esta región! No creo que hubiera podido elegir en toda Inglaterra un sitio tan apartado por completo del bullicio social. Un paraíso perfecto para misántropos, y el señor Heathcliff y yo somos la pareja ideal para repartirnos la desolación entre nosotros. ¡Un tipo extraordinario! Lo que menos se ha podido imaginar es cómo simpatizaba con él cuando vi sus ojos negros retirarse con tanto recelo bajo las cejas al acercarme a caballo, y cuando sus dedos se refugiaban con celosa resolución, aún más adentro en su chaleco, al anunciar mi nombre.
—¿El señor Heathcliff? —pregunté.
Un asentimiento de cabeza fue la respuesta.
—Soy el señor Lockwood, su nuevo inquilino, señor. Tengo el honor de visitarle lo antes posible después de mi llegada, para expresarle mi esperanza de no haberle molestado con mi insistencia en solicitar el alquiler de la Granja de los Tordos. Ayer me enteré de que había tenido pensamientos…
—La Granja de los Tordos es mía —me interrumpió con una mueca de crispación—, y no permitiré que nadie me moleste, si puedo evitarlo… ¡Pase!
El «¡pase!» lo pronunció con los dientes apretados como diciendo «¡váyase al infierno!» Ni siquiera la verja en que se apoyaba hizo movimiento alguno que respondiera a aquella palabra, y creo que fue esa circunstancia la que me decidió a aceptar la invitación: sentí interés por un hombre que parecía más exageradamente reservado que yo. Cuando vio que el pecho de mi caballo empujaba con decisión la verja, entonces sí que alargó la mano para abrirla, y luego me precedió por el camino hoscamente, voceando al entrar en el patio:
—¡Joseph, lleva el caballo del señor Lockwood y sube vino!
«He aquí a todo el servicio doméstico, supongo», fue la reflexión que me sugirió la doble orden. «No me extraña que la hierba crezca entre las losas y que el ganado sea el único que corte los setos».
Joseph era una persona mayor, mejor dicho, un viejo, muy viejo quizá, aunque fuerte y con una salud de hierro.
—¡Que Dios nos ayude! —dijo para sí, con un deje de malhumorado desagrado, al tiempo que me liberaba de mi caballo mirándome mientras a la cara con tanta acritud que supuse, caritativamente, que debía de necesitar la ayuda divina para hacer la digestión y que su piadosa jaculatoria no tenía nada que ver con mi inesperada visita.
Cumbres Borrascosas es el nombre de la morada del señor Heathcliff. Borrascosas es un adjetivo muy relevante a nivel local que describe la perturbación atmosférica a que está expuesto el lugar en tiempo de tormenta. Allá arriba deben de tener, desde luego, una ventilación pura y vigorizante en todo momento; se puede adivinar la fuerza del viento norte soplando sobre los contornos por la excesiva inclinación de unos cuantos abetos enanos al final de la casa y por una fila de esqueléticos espinos, todos ellos estirando sus miembros en una sola dirección, como mendigando la luz del sol. Afortunadamente, el arquitecto tuvo la precaución de construirla sólida: las angostas ventanas están profundamente encajadas en el muro y las esquinas protegidas por grandes salientes de piedra.
Antes de cruzar el umbral me detuve para admirar la cantidad de esculturas grotescas prodigadas por la fachada, sobre todo en torno a la puerta principal, sobre la que, entre una amalgama de grifos en ruinas y niños impúdicos, detecté la fecha «1500» y el nombre «Hareton Earnshaw». Hubiera hecho algunos comentarios y pedido una breve historia del lugar al huraño propietario, pero su actitud en la puerta parecía exigirme que entrara rápidamente o que me marchara de una vez, y no quise agravar su impaciencia antes de inspeccionar el santuario.
Un escalón nos condujo a la sala de estar de la familia sin ningún vestíbulo o pasillo introductorio: aquí lo llaman, por antonomasia, la casa. Incluye, en general, la cocina y la sala, pero creo que en Cumbres Borrascosas la cocina se ha visto obligada a retirarse a otra parte. Al menos yo oí con claridad parloteos y ruido de cacharros de cocina que venían de muy al fondo, y no observé señal alguna de asar, hervir u hornear en la enorme chimenea, ni ningún brillo de cacerolas de cobre o coladores de hojalata en las paredes. Bien es verdad que un extremo reflejaba espléndidamente tanto la luz como el calor de las hileras de inmensas fuentes de peltre entremezcladas con jarritas de plata y grandes jarras, que ascendían, hilera tras hilera, en un enorme aparador de roble hasta el mismo techo. Este último no había sido revocado nunca y toda su anatomía yacía desnuda para las miradas curiosas, excepto donde la ocultaba un bastidor de madera cargado de tortas de avena, de ristras de jamones y de piernas de vaca y de cordero. Sobre la chimenea había varias escopetas viejas y espantosas y un par de pistolas de arzón y, a manera de adorno, tres botes de colores chillones colocados en la repisa. El suelo era de piedra blanca y lisa; las sillas de respaldo alto, de forma anticuada y pintadas de verde, con una o dos, negras y pesadas, ocultas en la sombra. En un arco bajo el aparador reposaba una enorme perra pointer de color pardo rojizo, rodeada de una camada de cachorros que chillaban, y diversos perros ocupaban otros rincones.
El aposento y los muebles no tendrían nada de extraordinario si hubiesen pertenecido a un sencillo labrador del norte de terco semblante y de robustos miembros realzados por los pantalones bombachos y las polainas. A ese tipo de individuos, sentados en su sillón, ante la jarra de espumante cerveza sobre la mesa redonda, se les puede ver a cinco o seis millas a la redonda por estas colinas, si se va a la hora oportuna después de comer. Pero el señor Heathcliff constituye un raro contraste con su vivienda y estilo de vida. Tiene el aspecto de un gitano de piel oscura, y el vestir y los modales de un caballero, es decir, tan caballero como muchos hacendados, algo descuidado quizá, pero no mal parecido en su dejadez, porque su figura es erguida y atractiva, y un tanto taciturna. Puede que algunos le atribuyan cierto orgullo de mala educación, pero siento en mi interior una veta de simpatía que me dice que no hay nada de eso. Sé por instinto que su reserva procede de una aversión a las exhibiciones extravagantes de los sentimientos… a las manifestaciones de mutua amabilidad. Amará y odiará con igual secreto y considerará una impertinencia ser, a su vez, amado u odiado. No, voy demasiado rápido, le estoy atribuyendo, con demasiada liberalidad, mis propias cualidades. El señor Heathcliff puede tener razones completamente distintas a las que me mueven a mí para no dar la mano cuando se encuentra con un posible amigo. Espero que mi carácter sea casi exclusivo: mi querida madre acostumbraba a decir que nunca llegaría a tener un hogar acogedor y ya el verano pasado demostré que era totalmente indigno de tenerlo.
Cuando disfrutaba de un mes de buen tiempo a la orilla del mar, conocí a la criatura más fascinante, una auténtica diosa a mis ojos en tanto no reparó en mí. Yo «nunca le declaré mi amor[19]» con palabras, pero, si las miradas hablan, el más idiota podía haber adivinado que estaba loco por ella. Me comprendió al fin y me devolvió la mirada… la más dulce que se pueda imaginar. ¿Y qué hice yo? Lo confieso con vergüenza: me encogí glacialmente dentro de mí como un caracol. A cada mirada me encogía más y con mayor frialdad, hasta que, al fin, la pobre inocente tuvo que dudar de sus propios sentidos y, abrumada de confusión ante su supuesto error, convenció a su mamá para que levantaran el campo. Esta rara peculiaridad de mi carácter me ha granjeado la reputación de frialdad deliberada. Sólo yo puedo comprender lo injusta que es.
Tomé asiento en el extremo de la chimenea opuesto a aquél hacia el que se dirigía mi casero y llené un intervalo de silencio tratando de acariciar a la canina madre, que había dejado sus crías y se acercaba sigilosa y voraz como una loba a la parte posterior de mis piernas, con el hocico encrespado y sus blancos dientes haciéndose agua por dar una dentellada. Mi caricia provocó un prolongado gruñido gutural.
—Mejor será que deje a la perra en paz —gruñó al unísono el señor Heathcliff, impidiendo con un puntapié demostraciones más feroces—. No está acostumbrada a que la mimen, ni la tenemos de mascota.
Luego, dirigiéndose a grandes zancadas a una puerta lateral gritó de nuevo:
—¡Joseph!
Joseph rezongaba confusamente en las profundidades de la bodega, pero no daba señales de subir, así que el amo se lanzó escaleras abajo en su busca, dejándome vis-à-vis con la brutal perra y con un par de perros pastores peludos y adustos que compartían con ella una celosa vigilancia sobre todos mis movimientos. Como no tenía ninguna gana de entrar en contacto con sus colmillos, me quedé quieto, pero imaginándome que difícilmente entenderían insultos tácitos me permití, por desgracia, guiñar y hacer muecas al trío, y alguno de los cambios de mi fisonomía irritó de tal manera a la dama que se enfureció de repente y saltó a mis rodillas. La rechacé y me apresuré a interponer la mesa entre nosotros. Este procedimiento alborotó a toda la manada: media docena de demonios de cuatro patas, de diversos tamaños y edades, salieron de ocultas guaridas hacia el centro común. Noté que mis talones y los faldones de mi levita eran los objetos específicos del asalto y, defendiéndome de los atacantes más voluminosos lo más eficazmente que pude con el atizador, me vi obligado a pedir a gritos socorro de alguien de la casa para que restableciera la paz.
El señor Heathcliff y su criado subieron los peldaños de la bodega con una flema irritante. No creo que se movieran ni un segundo más deprisa de lo acostumbrado, aunque la sala era toda una tempestad de ataques y aullidos. Por fortuna, alguien de la cocina se dio más prisa. Era una mujer robusta, con la falda arremangada, los brazos desnudos y las mejillas encendidas, que se lanzó entre nosotros blandiendo una sartén, y utilizó ese arma y su lengua con tanta determinación, que la tormenta remitió como por encanto, y sólo quedaba ella, agitándose como el mar después de un huracán, cuando su amo entró en escena.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó, mirándome de tal manera que apenas si lo pude soportar, después de tan inhóspito trato.
—Eso, ¡qué demonios! —refunfuñé—, la piara de cerdos endemoniados no pudo haber albergado en su interior peores espíritus que estos animales suyos, señor. ¡De igual modo podía dejar a un extraño con una manada de tigres!
—No se meten con las personas que no tocan nada —observó, poniendo la botella delante de mí y restableciendo la desplazada mesa a su sitio—. Los perros hacen bien en vigilar. ¿Un vaso de vino?
—No, gracias.
—No le han mordido, ¿verdad?
—Si lo hubieran hecho habría dejado mi marca en el mordedor.
El semblante de Heathcliff se relajó en una sonrisa burlona.
—Vamos, vamos —dijo—, está usted excitado, señor Lockwood. Tenga, beba un poco de vino. Los huéspedes son tan extraordinariamente raros en esta casa que ni yo ni mis perros, lo reconozco, apenas si sabemos cómo recibirlos. ¡A su salud, señor!
Me incliné y devolví el brindis, empezando a darme cuenta de que sería estúpido seguir enfurruñado por los abusos de una manada de perros callejeros; además, me fastidiaba proporcionar a aquel tipo más diversión a mi costa, puesto que su humor tomaba ese cariz. Él, probablemente influido por una prudente consideración sobre la locura de ofender a un buen inquilino, suavizó un poco su lacónico estilo de saltarse los pronombres y verbos auxiliares, e introdujo lo que supuso que sería un tema de interés para mí… un discurso sobre las ventajas y los inconvenientes de mi actual lugar de retiro. Me pareció muy inteligente en los temas que tratamos, y antes de irme a casa estaba tan animado, que me ofrecí a hacerle otra visita al día siguiente.
Él evidentemente no deseaba que repitiera mi intromisión. Sin embargo, iré. Es asombroso lo sociable que me siento comparado con él.
…
Emily Brontë. Nació el 30 de julio de 1818 en Thornton, Yorkshire, Inglaterra, siendo la quinta de los seis hijos de Patrick Brontë y Maria Branwell Brontë. Emily creció en una familia literaria y creativa, donde la lectura y la escritura eran actividades cotidianas. Su padre era un clérigo irlandés, y su madre provenía de una familia adinerada y educada.
La familia Brontë vivió una tragedia temprana cuando la madre de Emily murió en 1821, cuando ella tenía tan solo tres años. Esta pérdida dejó una profunda impresión en Emily y sus hermanos. Junto con sus hermanas Charlotte y Anne, Emily asistió a la escuela en Cowan Bridge, pero la experiencia fue desagradable y marcada por la mala salud, lo que llevó a la muerte de las hermanas mayores, María y Elizabeth, a causa de tuberculosis. Después de la muerte de sus hermanas, las Brontë decidieron educarse en casa, lo que les permitió desarrollar su pasión por la lectura y la escritura.
La imaginación de Emily era desbordante, y junto con sus hermanos, creó un mundo imaginario llamado "Gondal" con el que entretenían sus días. La literatura y la escritura se convirtieron en una parte integral de su vida, y Emily comenzó a desarrollar su talento como escritora desde muy joven.
En 1846, Emily, junto con sus hermanas Charlotte y Anne, publicó una colección de poesía bajo seudónimos masculinos. Emily adoptó el nombre de Ellis Bell para esta publicación. Sin embargo, el mayor logro literario de Emily fue su única novela, "Cumbres Borrascosas", publicada también en 1846 bajo el seudónimo de Ellis Bell. La novela fue innovadora en su época debido a su naturaleza oscura y su enfoque en personajes complejos y emociones intensas.
"Cumbres Borrascosas" es una obra que sigue siendo venerada en la literatura inglesa y ha sido admirada por generaciones de lectores por su profundidad psicológica y su narrativa apasionada. La novela contrasta con los cánones victorianos de la época, ya que presenta personajes moralmente ambiguos y una trama que se adentra en la oscuridad de la psique humana.
Tristemente, el éxito literario de Emily fue efímero, ya que murió prematuramente el 19 de diciembre de 1848, a la edad de tan solo 30 años, debido a tuberculosis, la misma enfermedad que había cobrado la vida de sus hermanas. Aunque su vida fue corta, el legado literario de Emily Brontë perdura, y su novela "Cumbres Borrascosas" sigue siendo una obra maestra atemporal y una influencia significativa en la literatura inglesa. La personalidad enigmática de Emily y su dedicación a la escritura han dejado una impresión indeleble en el mundo literario, y su obra continúa fascinando a los lectores y académicos hasta el día de hoy.