Resumen del libro:
Las revoluciones son el final de un proceso de las ideas, no el principio, y es siempre un proceso cultural nunca político. Cuando interviene la política —o mejor los políticos— no se produce una revolución sino un golpe de Estado y el proceso cultural se detiene para dar lugar a un programa político. Guillermo Cabrera Infante retrata en Cuerpos divinos, el libro en el que estuvo trabajando casi toda su vida y que ahora finalmente ve la luz, los momentos previos e inmediatamente posteriores a la huida de Batista y la llegada de Castro al poder. Como él mismo afirmó, «quise escribir una novela y me salió una biografía velada».
Primera parte
Fit as a fiddle que es todo lo opuesto a listo para la fiesta. Fit as a fiddle que es vivo como un violín y no violento como una viola. Fit as a fiddle and ready for love, riddle for love que es volé, volé (ve olé), randy for love and feet as two fiddles musicales, y se hizo el destino un desatino porque el hado organiza más mal que la suerte, que se ordena mejor que una frase, Fit as a pit. Iba cantando en buen tiempo y no solo, sino con Raudol al lado, cantando ahora a la rubia cuando la miré todavía sin haberla visto, mi órgano sin registro tocando sonatas Würlitzer antes de comenzar la función, organ in the pit, piano en el pozo, en el foso con toda esa luz de tiza arriba, al lado, al frente, violenta sin hacerse violeta por lo menos en horas.
Fue entonces que la vi sin haberla mirado, sin realmente haberla mirado, sin mirarla apenas y vi que era rubia, rubia de veras aunque parecía pequeña, pero aun sin medirla sabía que estaba hecha a mi medida. ¿Qué buscaba ella? No a mí, ciertamente, porque tenía un papel, un papelito, como un billete suave, en la mano y miraba a cada puerta, cada fachada, cada frontis de ese edificio, y me ofrecí a salvarla de su extravío, esa niña en el bosque de concreto buscando tal vez el absoluto relativo a los dos.
Hay momentos en la vida —yo lo sé— en que el alma está vacía, el corazón desolado y todos esos clichés no sirven para demostrar ese estado de ánimo que una canción americana define como I’m ready for love: listo para el amor sería la traducción pero apenas sirve para mostrar cuándo uno tiene el espíritu y el cuerpo (no hay que olvidar el cuerpo) abiertos al amor. Yo conozco ese estado particular y sé que el que busca encuentra. Así, no me extrañó haberla encontrado ni el amor que ella despertó en mí: más me extraña lo fácil que pude no haberla encontrado o lo fácil que fue el encuentro.
Creo que yo la vi primero. Puede ser que Raudol me diera un codazo, advirtiéndome. Salíamos de merendar y de hacer un dúo de donjuanes de pacotilla en la cafetería que está debajo del cine La Rampa. Cogimos por el pasillo que sube y entra al cine y sale a la calle 23 y por el desvío (¿por qué no salimos directamente a la calle?) atravesando el pasadizo lleno de fotos de estrellas de cine y frío de aire acondicionado y tufo a cine, que es uno de los olores (junto al vaho de gasolina, el hedor del carbón de piedra ardiendo y el perfume de la tinta de imprenta) que más me gustan, esa maniobra casual puede llamarse destino. No recuerdo más que sus ojos mirándome extrañada, burlona siempre, sin siquiera oír mi piropo, preguntándome algo, dándome cuenta yo de que buscaba alguna cosa que nunca había perdido, pidiéndome una dirección. Se la di, la hallé y se la di. ¿Se sonrió o fue una mueca de burla o me agradeció realmente que buscara, que casi creara los números de la calle para ella? Por poco no lo sé jamás.
Raudol puso su Chrysler a noventa por Infanta y llegando a Carlos III se emparejó a un Thunderbird rosado y sonó el claxon. La mujer que iba dentro miró y sonriendo dijo algo. Raudol le hizo señas de que doblara a la derecha y parara. Nos detuvimos detrás de ella. Se bajó, se puso a hablar. Hablarían diez, quince minutos o nada más que tres, pero me estaba cansando ya. Menos mal que dejó el motor encendido y que el aire acondicionado mantenía el carro fresco dentro, aunque afuera el sol de junio, al ponerse, encendía las copas de los flamboyanes y las flores rojas eran otro incendio vegetal sobre las ramas. Se reía todavía cuando volvió después de apretar el brazo rosado que salía fuera como si fuera un extra del carro. Haló la antena. Recorrió con la mano el cuje de metal y dejó un dedo sobre la punta. Para esperar el veintiséis, gritó a la otra máquina o al brazo, que hizo un gesto que en cubano quiere decir:
«Eres tremendo, muchacho». Montó y arrancó tocando —y esa es la palabra porque oí las siete, quizá las ocho primeras notas de La Comparsa, una a una— el claxon. Dio la vuelta doblando en U a toda velocidad frente al semáforo y saludó al policía con la mano al pasar y tal vez con el letrero de PRENSA en el parabrisas delantero y atrás.
—¿Viste?
—¿Qué cosa?
—Lo que le grité del veintiséis ahí en la esquina con su guardia y todo.
—No entiendo.
—El radio, hombre.
No entendía. El radio estaba encendido, como siempre, y ahora el locutor recordaba sedosamente después de haber dejado oír un disco popular que no recuerdo. Dedíquenos un botón en la radio de su auto, señor automovilista, por favor.
—No entiendo.
—La antena, chico, la antena. Para coger la Sierra, viejito.
—Qué bien.
Ahí estaba Ramón Raudol, vestido con su camisa de polo color crema, en pantalones beige tenue y mocasines castaño oscuro, siempre bien peinado, siempre con calobares verde botella de día, siempre con un Rolex: siempre elegante y siempre deportivo y siempre conspicuo. Vino de Europa por caminos torcidos. Era español y salió huyendo de España, de Madrid, no sé por qué, aunque él siempre dijo que fueron causas políticas. Contaba que de España pasó a Francia y no sé cómo apareció en los juicios de Nuremberg como MP. De qué manera dejó el escenario en que se montaba el crepúsculo de los dioses sobre el banquillo y vino a Cuba, es algo que solamente un computador IBM podría estricar: el método de una madeja concéntrica de mitos, mentiras y medias verdades. Un día, por broma, Darío Milián cogió lápiz y papel y anotó una a una las aventuras contadas y sumó. Raudol tendría dos años más que yo, quizá tres, pero el total de sus proezas daba sesenta años y lo convertía en un Dorian Gray errante, que dejaba la huella de los años fijada en sus hazañas mientras permanecía eternamente joven en una encarnación de la idea platónica del Héroe. Sin embargo, muchos de sus cuentos eran ciertos y en ellos se mezclaban el heroísmo y el ridículo a partes iguales. Era el protegido del director de la revista, que fue alumno de su padre en Madrid. Creo que su padre era un notable científico español —aunque Unamuno dijera que hay una contradictio in adjecto en los términos. Raudol no heredó el amor por la ciencia, sino un odio a lo exacto, que puede ser o no ser su contrario. Hace seis meses estuvo preso como cosa de dos meses. Todo el asunto es muy turbio y por primera vez Ramón no fue explícito. Dicen que sorprendió en su apartamento a un conocido galán de la televisión ejerciendo ex cátedra su glamour con la mujer de Raudol, que era también estrella de la televisión y del radio y que es una muchacha encantadora, que hablaba en arrullos mucho antes de que Marilyn Monroe se hiciera famosa y tenía una belleza exuberante que hacía al vestido lo que hace la vegetación tropical de la isla al paisaje, que lo desborda. Nunca creí este cuento, pero no hay otro. Lo cierto es que el actor tenía como padrino (las mismas voces que lo situaban en el apartamento de Raudol con su mujer, lo describen en su estudio de soltero, sentado a los pies de su protector, que le acaricia la cabellera fotogénica, mientras oyen la grabación diferida del programa en que el galán es el héroe romántico de mujeres que se llaman Laura de Montesinos, Julieta Montemayor o Virginia de Alvear) a un magnate poderoso y de pronto hubo pistolas en el cuento y la policía ocupó el arma como perteneciente a Raudol. Automáticamente cayó entre los delincuentes de la Ley contra el Gangsterismo, que era una ley hecha para que nadie más que los gángsters pudiera portar armas. Aquí hizo el ridículo y creo que por primera vez lo supo. Cuando el ataque al cuartel de Matanzas (que fue, exactamente, otra matanza, para cerrar el ciclo de los avatares de un nombre: la ciudad se llama así para conmemorar una carnicería gratuita de indios que se hizo en los primeros tiempos de la colonización) fue como fotógrafo, ya que entre sus habilidades estaban no solo la de haberse hecho crítico de cine en seis meses, que no es cosa difícil, sino un gran reportero, un mediano escritor y un buen fotógrafo en menos tiempo de lo que le costó aprender a decir servesa, grasia y cabayeros —cosa que siempre le reprochaba como arribismo lingüístico el director de la revista—. Raudol hizo muy buenas fotos y entre ellas había dos, una de un muchacho asustado, herido, tirado en el suelo, con las manos amarradas, y otra del patio del cuartel en que rodeaban el camión atacante los cuerpos de doce rebeldes muertos. Un capitán del cuartel mató al herido y lo añadió a los doce muertos y tomaron otras fotos. Alguien se dio cuenta de que Raudol había hecho fotos antes y después y le pidieron el film, y Raudol, que pertenecía a la Asociación de Prestidigitadores de Cuba, sacó el rollo que era y con un juego de manos lo transformó en el rollo que no era y lo extrajo a todo lo largo, a la luz, velándolo. Después lo entregó al coronel de la guarnición, que tenía nombre de mujer y que era de una crueldad más allá de la mujer y del hombre, porque no era humana —y Ramón lo sabía, todos lo sabíamos—. Algunas de esas fotos, por un acto de prestidigitación periodística, aparecieron en Life con un título que decía «The Mystery of the Thirteenth Corpse», que quería decir que desvelaba el misterio del cadáver número trece, y fue un escándalo político. Ramón se tuvo que esconder dos o tres semanas, pero habían pasado dos años y ahora tenía una máquina nueva, grande, con aire acondicionado, y siempre pagaba él cuando invitaba. No era solo eso. Ramón era tan falso y tan verdadero como su acento, que tanto podía ser el de un español que quería hacerse pasar por cubano como el de un cubano que se hacía el español, y que en él se hacía auténtico y necesario y dúctil. Además me fascinaba su éxito con las mujeres, con el dinero, con la vida.
—La cojo todas las noches.
—¿Sí?
—Entra clarita, clarita. No tengo más que salir a la carretera, a Guanabo, a Cantarranas o al Cotorro y en el camino la oigo. A veces paramos el carro y la oímos tranquilos y como siempre voy con alguna chiquita, puedo disimular con arrumacos.
A veces dejaba caer en la conversación un término español que lo cogía a uno de sorpresa, lo hacía perder el balance y uno oscilaba entre la noción de que tenía enfrente a un extranjero aplatanado o a un pedante nativo y finalmente aceptaba su forma de hablar como un estilo.
Llegamos a la revista, me dejó en los bajos y arrancó de nuevo.
—Me voy al noticiero.
Había aprendido a decir noticiero en vez de noticiario. No lo vi irse y saludé al guarda jurado en la puerta, pero en vez de entrar di media vuelta y cogí un taxi en la esquina.
—Quiay.
—¿Adonde?
—A Infanta y Malecón.
—¿Cómo anda la cosa?
—Igual que siempre.
—¿Qué se sabe de la Sierra?
—Yo no sé nada. Pregúnteme de cine, de las películas que ponen o de qué artista se casó con quién y le digo enseguida.
…