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Cuentos y otras narraciones

Cuentos y otras narraciones - Alejo Carpentier

Cuentos y otras narraciones - Alejo Carpentier

Resumen del libro:

La presente edición recoge textos de diferentes épocas y variadas procedencias que nunca, hasta hoy, habían sido reunidos en un solo volumen. Además de Los fugitivos, Oficio de tinieblas y Guerra del tiempo, se incluyen narraciones que pertenecen a los inicios literarios de Alejo Carpentier. Otros tres cuentos, El cruzado, La mano velluda y El milagro, ven la luz por primera vez y son transcendentales para tener una idea más concreta de los primeros pasos literarios del escritor. Además de estas novedades, se incluye la traducción que Rafael Rodríguez Beltrán realizó de otro cuento aparecido en una maleta perdida y que durante un tiempo se pensó que era simplemente otra versión de Historia de lunas.

Historia de lunas

I

A las 12 y 28, puntualmente, el tren de largos vagones amarillos se detenía en la estación del pueblo. Al momento, los dos viejos Ford empezaban a hacer sonar su bocina ásperamente. El ventilador de Café de los Reyes Magos se ponía en marcha. Y los mendigos, los vendedores de frituras o de plegarias invadían el andén… Con frecuencia el tren expreso traía huéspedes de paso. Un político vestido de dril blanco, un capitán de la guardia rural, un amaestrador de animales o los alumnos del conservatorio de la ciudad vecina, de excursión, llevando sobre el pecho una banda de terciopelo rojo con las palabras: ¡Viva la música! inscritas en itálicas doradas… Esos cinco minutos de parada daban pábulo a una gritería sin fin, que se renovaban día tras día al comienzo de una bochornosa tarde asediada por la sombra de los buitres, el vuelo de polillas, tábanos y moscardones y el olor de una lluvia tibia que seguramente caía por ahí, tras de las peñas que atraen el rayo. Caras de mujeres, distintas de las que harto conocemos; corbatas, gramófonos, brazos al desnudo, moneda suelta. El negro del pullman, colocando sobre las mesas tortillas de huevo. Y, todos los martes, el jorobado del furgón del correo, comprando una lechuga para su tortuga. Los blancos del pueblos, convertidos en padres de familia sin trabajo, ciegos o vendedores ambulantes a la llegada del tren. Los negros, que llegaban simplemente a mirar. Mas cuando la locomotora se perdía en el túnel, se detenía el ventilador, los Ford regresaban a su cochera de paja y los hombres iban a tenderse a la sombra de los bohíos, esperando el regreso de las mujeres que lavaban la ropa en el río.

Sólo Atilano maldecía al tren expreso. En la mañana la cosa no andaba mal. Fatigado, demasiado molido incluso para sentir miedo, removiéndose el sebo cada vez que se rascaba el pecho o el vientre, lustraba las botas del colono americano y los borceguíes del alcalde; después de los zapatos del jefe de estación era el turno de los botines acharolados del señor Radamés, el alcahuete francés en receso que esperaba sus papeles de naturalización para volver a La Habana. Nada que hacer con chinos y españoles. Los unos se paseaban en chinelas, los otros en alpargatas… Con frecuencia el tren traía clientes. Pero justo en el momento en que el tren entraba en la estación, el árbol comenzaba a brotar. Al menos lo que el maleficio hacía brotar como un árbol. El cuerpo de Atilano estaba cubierto de tierra. De una tierra grasosa, sudorosa y roja, como la de los campos de caña. De golpe, sentía abrirse la semilla en su cerebro, y raíces tibias, endureciéndose poco a poco, se iban escurriendo entre sus costillas. Una serpentina verde se desenrollaba a lo largo de la columna vertebral, para restallar secamente, como un látigo, entre sus muslos. Y el árbol crecía, más pesado que el hombre, arrastrando al hombre con él, extendiéndose sobre raíces bien aferradas a una tierra viscosa y cálida. «¡El árbol te guiara!», le había gritado el brujo desde el umbral de su bohío. Aún había que esperar la caída de la noche para ponerse en camino… Desde que se sintió atacado por el maleficio, Atilano se esforzó en ocultar sus crisis. Nunca se había desvivido canto por hacer relucir las botas de sus clientes, Era el único limpiabotas del pueblo; que defender ese privilegio que lo recompensaba con la singularidad del artículo. Pues se decía el limpiabotas como se decía el alcalde, el cura o el señor Radamés. Pero, después del paso del tren, la voluntad de Atilano se rompía de pronto un cristal. Se acostaba sobre la espalda, a la sombra de la jamba del soportal de los Reyes Magos, para dejar crecer el árbol hasta que su sombra, alargándose más que la jamba, llegara a refugiarse en la casa. Entonces Atilano se levantaba penosamente. Con paso al principio arrastrado, pero que se volvía cada vez más ligero, atravesaba calle de las puertas clausuradas, la calle de la iglesia, la calle de los chinos, la calle de la bodega verde y la calle que terminaba al borde del agua. Deslizándose bajo los arbustos espinosos buscaba la vasija. Se quitaba la camisa, el pantalón, las alpargatas. Se untaba el cuerpo de grasa. Después esperaba, ansioso, frotándose los muslos, a que el canto de las lavanderas cediera el silencio a los grillos. Los primeros murciélagos pasaban sobre las plantaciones como una lluvia de guijarros. Brincaba entonces fuera de su escondite, desnudo, reluciente, y se echaba a correr por la hierba guinea, sosteniéndose el sexo con ambas manos.

Cuentos y otras narraciones – Alejo Carpentier

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