Resumen del libro:
Los Cuentos románticos de Justo Sierra abren una nueva época literaria en México. «Justo pensó, habló y escribió como no escribían, ni hablaban, ni pensaban sus contemporáneos» —dice Hilarión Frías y Soto, quien lo conoció en El Renacimiento. Sin embargo, los cuentos no se editaron en libro hasta 1896, cuando aceptó recuperarlos de revistas y folletines para formar el volumen que tituló, entre nostálgico e irónico, Cuentos románticos. Y «en verdad —dice Raymundo Ramos en el prólogo de esta edición—, los cuentos de Sierra no sólo son románticos sino deliberadamente románticos», y por eso mismo también es posible hallar en ellos la huella de la prosa modernista (por él inaugurada), y una maestría de temas, de frases, de astucia narrativa, excepcional en su época y en su medio. (Esta edición de los Cuentos románticos de Justo Sierra busca asentar el recuerdo de que en 1998 se cumplieron 150 años del nacimiento de un gran humanista, de uno de los grandes maestros de México y América, y del fundador de la Universidad Nacional en 1910).
Prólogo
La obra de Justo Sierra es un diamante, sus facetas están articuladas como surtidores de luz: carbono cristalizado —el más brillante, el más puro, el más límpido— le presta a la poesía y a la prosa del Maestro las cualidades de su escritura. Pero no sólo es efecto reflejante sino propiedad. Duro e indomable en su raíz de espejos, el diamante (adamas, antas) es como el modernismo (por él inaugurado) un alarde de compacidad y resistencia; inaccesible a químicos y abrasivos, el diamante raya cualquier superficie y no se deja fragmentar.
Piedra preciosa —la prosa del maestro Sierra— para la joyería de una época, es un aporte al patrimonio patrio. El otro gran maestro, Ignacio Manuel Altamirano, el reconciliador de un país durante las discordias civiles, presidía por 1868, las Veladas literarias, que no tenían mandarines, ni se sujetaban a reglamento alguno: «No se designan trabajos, ni se inspeccionan concurrentes, ni solicitan protección de nadie, ni la necesitan». El joven bachiller Justo Sierra Méndez acababa de cumplir 20 años y solicitó su ingreso en aquel cenáculo romántico.
Sin olvidar a Hugo, Sierra llevaba en su mochila de sorpresas otras lecturas —su propio bastón de mariscal— portador de cambios y audacias. Los Cuentos románticos —aleph de su prosa— abren la perspectiva de otra manera de narrar. Una buena parte de los quince relatos que integran el volumen fueron escritos entre 1868 y 1873, cuando el autor andaba entre los veinte y los veinticinco años. Estas primeras narraciones fueron publicadas como Conversaciones del domingo en el folletín de El Monitor Republicano. El libro se editó a instancias de Raúl Mille, y a él está dedicada la colección de cuentos, que el autor confiesa «bien había podido intitular románticamente Amor y muerte». La dedicatoria es de junio de 1895 y la primera edición de la Librería de la Vda. de Ch. Bouret, París-México (con un retrato del autor) de 1896. La segunda edición de Editorial México (República de Chile N.º 7), México, 1934: es reproducción de la anterior. La de Editorial Porrúa (Colección de Escritores Mexicanos N.º 36) edición y prólogo de Antonio Castro Leal, es de 1946. «He querido —dice el autor de estos cuentos impregnados de lirismo sentimental— que, menos el último, cada uno de ellos llevase el nombre de alguno de los amigos de mi primera edad, pues con ellos sentí y viví estos poemillas en prosa, y escogí estos nombres entre los de mis camaradas muertos, por superstición piadosa». Aquí el anonimato de unas lápidas bajo sus nombres verdaderos.
En verdad, los cuentos de Sierra no son sólo románticos sino deliberadamente románticos. Tal vez, por ello, por esa especie de intencionalidad tardía —que siempre da distancia—, los textos se desrromantizan al cobrar conciencia de que si algo les es propio no les es necesariamente connatural. Pero la prueba de su distancialidad está, sin embargo, en otra parte. Ya se ha observado el fenómeno, pero no se ha descrito explícitamente. «Para dar todo su valor a estas fantasías románticas —dice Antonio Castro Leal— hay que colocarlas en el momento histórico a que pertenecen, hay que recordar que esas frases musicales y sugerentes, ese estilo nervioso y flexible, ese tono insinuante y lírico aparecen en la literatura mexicana cuando Manuel Gutiérrez Nájera —que realiza en definitiva la modernización de nuestra prosa— no había salido todavía de la escuela». Esto es cierto, pero más aún, no sólo el lenguaje en cuanto tal cobra conciencia de su valor de testimonio sino que en él concurren todos los valores de la búsqueda.
El artificio estructural no es poca cosa en los cuentos de Sierra: el relato diferido pasa de una voz a otra, de una informante que se abre al siguiente, y éste toma el hilo argumental en un plano de articulación distinta. Por ejemplo, en «La fiebre amarilla» o «En Jerusalén», donde los cortes del seguimiento temporal son las claves del progreso narrativo. Más aún, en «El velo del templo», cuando las actitudes de los actantes tienen como referente un paisaje histórico que difumina con sabiduría el código cultural —topológico y onomástico— en el que se mueven las sombras temporales. A todo ello debe adunarse lo ya observado sobre el uso del lenguaje y la presencia de geografías exóticas en su entrevero con las nacionales.
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