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Cuentos malévolos

Portada del libro Cuentos malévolos de Clemente Palma

Resumen del libro:

Con Cuentos malévolos, Clemente Palma instaura el cuento moderno como género propiamente definido en Perú; y no solo se convierte en el fundador de este género, sino que instaura la modalidad fantástica en su tradición literaria. El crítico y también narrador Ricardo Sumalavia explica que los ‘Cuentos malévolos’ son mucho más que simples imitaciones de los relatos de Poe. Escritos con «léxico sonoro e imágenes sugerentes», estos cuentos giran en torno a la muerte («un medio de liberación, una huida del tedio y del desencanto») y sus protagonistas siempre procuran «la restitución del ideal estético de la belleza», aunque eso los conduzca hacia lo fantástico, grotesco, o a las peores manifestaciones del mal. “Los ojos de Lina” y “La granja blanca”, los más conocidos cuentos del libro, son historias de pasiones amorosas que, llevadas al límite, alcanzan extremos de crueldad y horror.

Idealismos

Una noche encontré en un asiento de un coche de ferrocarril un cuadernito de cuero de Rusia, que contenía un diario. En las páginas finales estaba consignado el extraño drama, que trascribo con toda fidelidad:

Noviembre 14

Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta hace poco una muchacha rozagante, alegre y que ofrecía vivir mucho. ¡Quién la reconocería hoy en esta jovencita pálida, delgada y nerviosa! ¡Cuán hermosos eran sus grandes ojos azules y su amplia cabellera de color de champaña! Mi novia se muere y afirman los sabios que ello es debido a la doble acción de una aguda neurastenia y de una clorosis invencible.

Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fino encaje, parecía una flor de lis desfallecida. Luty me miró con los ojos brillantes de fiebre y me tendió su mano alba y enflaquecida; me estrechó la mía con misteriosa intención. Me pareció comprender su pensamiento: «No olvides, amigo mío, de poner en mi ataúd pensamientos y gardenias, esas flores amadas que yo he colocado tantas veces en tu pecho; no olvides, amigo mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendidos por el cansancio y el dolor, no olvides el darme un beso muy largo y apretado en los pálidos y rígidos labios». ¡Pobre amada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin embargo, era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los espíritus burgueses, si leyerais estas páginas no podríais comprender jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi inocente Luty, pudiera alegrarme profundamente. Al contrario, sentiríais hacia mi viva repulsión y gran horror por mi crueldad. ¡Bah, pobres hombres!, no pensáis ni amáis como yo, sino que sois simplemente ridículos sentimentales. Quiero a mi novia con todas las energías de mi juventud —y oídme bien, que esto os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pecho una serpiente fría, viscosa y emponzoñada—: si el beso que he de dar a su cadáver pudiera resucitarla… no se lo daría.

Noviembre 18

Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor. ¡Pobre nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamente hasta lo más profundo de su ser. La gestación de su alma, el modelado de su corazón y de su cerebro se realizó conforme a mi deseo, formé su alma como quise, en su corazón no dejé que se desarrollaran sino sentimientos determinados, y su cerebro no tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh!, ¡no sé qué prestigio tan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué influencia tan poderosa llegué a ejercer y ejerzo aún sobre Luty! Era tan grande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que podía hacer llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacerla gozar las mayores delicias ideales o mortificarla con las más horribles torturas y casi sin necesitar hablarla. Cuando yo iba donde ella, mortificado por algún pensamiento doloroso o por alguna pesadumbre, la pobre muchacha palidecía como un cadáver, como si sintiera súbitamente la repercusión centuplicada de mis angustias íntimas. Asimismo sentía resonar en su espíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mi alma. A pesar de la temprana perversión con que estaban contaminadas mi filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado de pervertir el alma de Luty, ni de poner en juego sus energías sensuales. Luty era pura aún, sin malicia, sumida en la ignorancia más profunda de las miserias e ignominias del amor.

Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tentación inicua, y como un escarabajo de erizadas antenas, el deseo de corromper la inocencia de mi Luty. ¡Ah!, ¡maldito insomnio! Felizmente, vi con colores sombríos el derrumbe espantoso de la pureza moral de mi prometida, vi la explosión de fango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el amo absoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué someterla a una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿para qué someterla a esa inicua autocracia, en la que el dogal acaba a la postre por estrangular el cuello del mismo tirano? Ya era yo bastante infame con haber esclavizado el alma de Luty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del insomnio, las impulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez me vencí. Pero ¿podría vencerme siempre? Mi deber era libertarla. ¿Cómo? Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entre mis garras; y mi dignidad, en una violenta sublevación, rechazaba con horror ese anonadamiento del alma de Luty, esa absorción de su ser por el mío, ese nirvana de la voluntad, del pensamiento y del deseo revelados en esa sumisión incondicional, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido entre las inocentes expansiones del amor puro y había de terminar en las ignominias carnales de la vida conyugal, en las que muere toda ilusión y todo encanto, para ceder el sitio a una amalgama de animalidad y respeto. Yo la amaba, la amo con todas las fuerzas de mi alma y me horrorizaba, por ella y por mí, el inevitable desencanto, el rebajamiento del espíritu de Luty y al mismo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi deber era libertarla de la demoniaca influencia que yo ejercía sobre Luty, libertarla por un último acto de la tiranía moral, que había de ser la única forma noble posible de mi absolutismo; crear la libertad por un acto de opresión, puesto que ya el regreso a la primitiva independencia era imposible; esto os parece, señores burgueses, una absurda paradoja. Y desde ese momento toda una labor sugestiva fue la de imponer al alma de Luty la necesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila de desaparecer del mundo, de este mundo ignominioso. —Te amo —la decía mentalmente a mi Luty—, te amo y eres mi esclava. La mayor prueba de amor que te doy es la de romper la cadena que te une a mi ser, envileciéndote; muere, Luty mía, muere sin sufrir, muere de un modo paulatino, como por una recobración lenta e inconsciente de tu dignidad moral…

Noviembre 19

No hay temor de que mi Luty se salve. Se muere, se muere. Apenas tienen fuerzas sus grandes ojos azules para mirarme y absorber la matadora influencia de mi amor. Luty, con mis caricias apasionadas, con mis frases de amor tóxico, se estremece y cada emoción de Luty es un salto que da la muerte hacia ella. Bien claro lo dijo el médico: «Evitadla emociones fuertes, que le son mortales…»

Noviembre 21

Siento la necesidad de evocar recuerdos. Mi obra, desde hace tiempo, ha sido imbuir en Luty cierto pesimismo celestial, ir matándola moralmente con nociones ideales mortíferas. La convencí de que la muerte es una dulce ventura, un premio inefable de los amores profundos y castos, el nudo infinito del amor. Todas mis palabras y mis caricias llevaban escritas con caracteres invisibles, pero hipnóticos, la orden: «Muere, Luty mía, muere». Y yo sentía que desde el fondo de su ser había algo que me respondía: «Se te obedece como siempre». La idea de la muerte era el sedimento impalpable que quedaba en el alma de Luty después de todas nuestras conversaciones, aun de las más apasionadas.

¡Oh!, lo recuerdo muy bien. Una noche estrellada estuve hasta muy tarde conversando con Luty en la terraza y haciendo observaciones con el telescopio. ¡Qué paseos tan hermosos dimos con la imaginación por los mundos astrales! ¡Todo ello sentaba la premisa de la muerte de ambos! Nuestras almas con formas imponderables, unidas en abrazo estrechísimo, cruzaban los espacios planetarios, como visiones del Paraíso de Alighieri. Yo, con amoroso desvarío, prendía a Aldebarán, rojo como un rubí incendiado, en los rubios cabellos de mi amada; arrancaba perlas a la Vía Láctea y formaba collares para la garganta de Luty. Luego seguíamos en maravillosos ziszás recorriendo eternamente mundos encantados en donde los seres tenían sentidos nuevos, en donde la corporeidad desaparecía y las formas se esfumaban entre gasas sutiles y tules luminosos… En Urano vimos una flora colosal, en que las rosas eran como catedrales y entre los pétalos vagaban microzoarios humanos, de formas vaporosas, repartidos en enamoradas parejas, que se entregaban a deliquios sublimes, aspirando deliciosas fragancias. Luego seguíamos subiendo; siempre teníamos delante mundos nuevos, y a cada instante encontrábamos en nuestro camino amantes, como nosotros, que hacían la misma peregrinación. La ruta era interminable, eterna; la creación infinita. Con frecuencia nos deteníamos para ver algo esplendoroso: ya era un cometa que surcaba el abismo, ya la explosión de una estrella. Vimos llegar a Venus trayendo sus idilios de amor: pequeñita, lejana primero, creció luego, creció hasta que percibimos sus enormes bosques perfumados, poblados por hermosas jóvenes, bellos mancebos y niños alados que atravesaban las praderas bailando bulliciosas farándulas y luego se perdían en la poética umbría de una selva. Pasó Venus ante nuestros ojos deslumbrados con tanta dicha, y bien pronto se confundieron los suspiros, los besos y los cantares de ese mundo feliz, con el estallido de un bólido chispeante o con el zumbido de algún cometa que pasaba agitando su deslumbradora cauda…

Para ver esto era necesario morir: morir joven, morir antes de que la vida nos encenagara y obturase nuestra facultad de apreciar las bellezas del ideal; cortar a tiempo la cuerda que sujetaba el globo cautivo de nuestra alma a las miserias de la tierra. Luty, entusiasmada, anhelosa, viajaba conmigo por las profundidades insondables del Cosmos. Temblorosa, cogida a mi cuello, me escuchaba desvanecida, como si sintiera el vahído de lo infinito, sin sospechar que detrás de mi narración estaba embozado, como un bandido hidalgo, mi deseo de verla muerta, de verla libre de esa tiranía infernal a que la tenía sujeta.

Poco después Luty cayó enferma, con gran contentamiento mío, y entonces continué con más bríos mi obra matadora. La anemia, esa enfermedad romántica, acudió en auxilio de mis deseos y de mi trabajo sordo. Luty se muere; sus nervios, enfermos y espoleados por mí, contribuyen eficazmente a estrangular, en una red de emociones vivísimas y de extravagancias increíbles, esa vida que yo deseo aniquilar. Hoy Luty está agonizando, es decir, está reconstituyendo su dignidad moral de persona; resucita…

Noviembre 21
[3 de la madrugada]

Todo ha terminado, Luty ha muerto; ha muerto tenuemente, como yo deseaba, contenta, feliz, satisfecha de mi amor, sospechando acaso en la lucidez de los postreros instantes, mis escrúpulos por su esclavitud y mi alegría profunda y noble por su muerte. Creo que me agradece mi conducta. Guardo en mis labios, como un tesoro, su último beso: el de la cita para la eternidad venturosa.

¡Pobre Luty! Siento alegría melancólica de haberla libertado y, además, la satisfacción de haber creado su alma y haberla extinguido. ¿Contribuye esto a hacer impura mi alegría? No sé; pero pienso que quizá la felicidad es, más que el poder de crear, el placer de destruir.

Ahora comprenderéis espíritus burgueses, que desear y cooperar en la muerte de una novia joven, bella, inocente, amada y amante, no es en ciertos casos, una paradoja espeluznante, ni mucho menos una crueldad espantosa, sino un acto de amor, de nobleza y de honradez.

Cuentos malévolos – Clemente Palma

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