Resumen del libro:
En ocasión de la primera centuria del gran visitador del Prado, se presentaron estas cinco piezas que alguien podría considerar menores; pero que lo serán solo en extensión. Difieren de aquellas ideas cronométricas que sobre el relato breve emitió, por ejemplo el uruguayo Horacio Quiroga. Parametrado al estilo del tempestuoso y nunca bien enaltecido autor de Anaconda, un cuento resulta una prueba difícil para José Lezama Lima; una prueba que él más bien se apresuraría a ridiculizar. Está visto que no lo atraen los argumentos sintéticos ni las historias excluyentes.
Fugados
No era un aire desligado, no se nadaba en el aire. Nos olvidábamos del límite de su color, hasta parecer arena indivisible que la respiración trabajosamente dejaba pasar. Llovía, llovía más, y entre lluvia y lluvia lograba imponerse un aire mojado, que aislaba, que hacía que nos enredásemos en las columnas, o que mirásemos a los hombres iguales que pasaban a nuestro lado durante muchos días y en muchos cuerpos distintos. Hubo una pausa que fue aprovechada por Luis Keeler, para dirigirse a la escuela apresurando el paso, no obstante se detuvo para contemplar cómo el agua lentísima recorriendo las letras de un escudo que anunciaba una joyería había recurvado hacia la última letra, pareciendo que allí se estancaba, adquiría después una tonalidad verde cansado, se replegaba, giraba asustada, sin querer bordear el contorno del escudo, donde tendría que esperar que la brisa se dirigiese —podía también coger otro rumbo— directamente al escudo, cuyas letras desmemoriadas surgían ya con esfuerzo, ante la nivelación impuesta por la brisa y por las lluvias, y por último la gota después de recorrer las murallas y los desiertos desdibujados del escudo saltaba desapareciendo.
Armando Sotomayor había aprovechado también la pausa colocada entre las lluvias, para dirigirse al colegio, que ofrecía un aspecto deslustrado, como si la voz de los profesores hubiera ido formando una costra húmeda que separaba la pared de las miradas. El recuerdo de la lluvia y del agua enfermiza que saltaba de las casas al suelo azafranado, donde se iba borrando, como si la suela de los zapatos limpiase las caras inverosímiles grabadas sobre el asfalto blanduzco. Era como si una idea se dirigiese recta a adivinar el objeto enfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo-escamoso, del colegio, saltase al mar para borrarse a sí misma.
Luis y Armando se miraron. Armando observó que al mismo tiempo que ya empezaba a sentir la humedad del agua evaporándose de su chaqueta azul oscuro, con rayas blancas, desde lejos grises, vio como también asomaban con nuevos colores que se secaban lentamente, como después de pensarlo mucho, dejando en las paredes mareadas, patas de moscas, caras viejas, casi resquebrajadas. Armando ya no miraba las paredes húmedas, mareadas, como si la lluvia se hubiese entretenido en extender sobre las paredes piel estirada de gamo, soplado estrellas, trazando una esfumada cartografía sideral. Los ojos de Armando giraron lentamente, los dejó caer sobre Luis que llegaba. Sin saludarlo le dijo: No entremos, en el malecón las olas están furiosas, quiero verlas.
Luis, más joven, alegre por la primera palabra de Armando, lo saludó primero con alegría disimulada, después rápidamente respondió: Vamos.
La humedad persistía, se notaba más que en los zapatos húmedos, en el sudor de la cara de Luis. La última gota se demoraba en el escudo de la joyería, hasta que al fin caía tan rápidamente que la absorción de la tierra daba un grito. Luis parecía fijarse en el peligro de la próxima lluvia, en la disculpa que daría en su casa si sus padres descubrían el improvisado paseo. Aunque cualquier pregunta de Armando fuese demasiado brusca, no se fijaba en la cara de él, como quien goza la presencia de un espejo empañado o se imagina muy espesa la atmósfera lunar o demora la papilla de puré en la lengua. La emoción de escaparse del colegio tenía demasiada importancia para dirigir su mirada a la cara de Armando, aunque es casi seguro que la fijase en sus ojos. Sin embargo, cada palabra de éste era una mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba para encontrar en los ojos de Luis la colmación de sus palabras, más que necesaria respuesta.
No deberíamos, pensaba, nada más que ir al colegio por la mañana, todo lo demás sobra. Es cierto que las mañanas casi siempre son húmedas, que ablandan las cosas, que inutilizan las palabras. Cuando veo venir a mi tía, oleaginosa blancura y humedad de la mañana, con los ojos pinchados, con la ropa bruscamente lanzada contra el cuerpo inmóvil, me parece que la veo llegar montando en una vaca y descendiendo muy lentamente —como si quitásemos paños sudorosos de una estatua de yeso— del globo de la mañana. La contemplación del café con leche mañanero produce una voluptuosidad dividida, que se convierte en poca cosa cuando los garzones van penetrando en las academias. Un sabor espeso va penetrando por cada uno de los poros que se resisten, una paloma muere al chocar con la columna de humo de un cigarro, las aguas algosas van alzando el cadáver de un marinero ciego que deja caer pesadamente las manos, ostentando en las narices tatuadas el esfuerzo por querer sobrevivir en aquellas aguas espesadas por las salivas y por los papeles mojados.
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