Resumen del libro:
Darryl Jones ha reunido en este volumen los Cuentos góticos completos de Arthur Conan Doyle, treinta y cuatro piezas que, de 1880 a 1922, revelan la original contribución a ese género que acabó sacando a la luz algunas de las obsesiones y tensiones no resueltas de la cultura victoriana. Con prudencia, casi con la seguridad de que no van a ser creídos, los narradores de estos cuentos exponen su testimonio de misteriosas desapariciones, siniestras influencias hipnóticas, llamadas irresistibles al suicidio y a la muerte, animales grotescos, unicornios furiosos, momias que vuelven a la vida… Una colección extraordinaria de personajes y tramas de la mano de uno de los escritores más imaginativos de la literatura británica.
La historia del americano
(1880)
—Parece extraño, sí —estaba diciendo cuando abrí la puerta del salón donde se reunía nuestra pequeña sociedad semiliteraria—, pero podría contarles cosas aún más raras, cosas rarísimas. No todo se puede aprender en los libros, señores, de ningún modo. Ya ven que en los sitios tan extraordinarios que he conocido los hombres apenas pueden hilar un par de frases en inglés y tampoco han recibido una buena educación. En general son toscos, señores, casi incapaces de hablar como es debido y mucho menos de coger pluma y tintero para contar las cosas que han visto; pero, si pudieran, los dejarían mudos de asombro, señores. ¡No lo duden!
Se llamaba Jefferson Adams, creo. Sé que sus iniciales eran J. A., porque siguen bien talladas en el panel superior derecho de nuestra sala de fumadores. Nos dejó este legado, además de unas manchas artísticas de tabaco en nuestra alfombra turca, pero, al margen de estos recuerdos, el rastro de nuestro narrador americano se ha esfumado por completo. Pasó por nuestra habitual y tranquila tertulia como un brillante meteoro y se perdió después en las tinieblas del universo. Esa noche, sin embargo, nuestro amigo de Nevada estaba en plena forma, así que encendí tranquilamente mi pipa y me instalé en la butaca que tenía más a mano, con el ánimo de no interrumpir su relato.
—Que conste —añadió— que no tengo yo nada en contra de sus hombres de ciencia. Me agrada y me inspira respeto el que sabe señalar cualquier animal o planta, del arándano al oso pardo, con uno de esos nombres que te descoyunta la mandíbula; pero, si lo que buscan son hechos interesantes de verdad, cosas con un poco de sustancia, pregunten a sus balleneros y a sus hombres de la frontera, a sus exploradores y a sus gentes de la bahía de Hudson en Canadá, tipos que en su mayoría apenas saben estampar su firma.
Hubo una pausa entonces, mientras el señor Jefferson Adams sacaba un largo puro y lo encendía. Guardamos un estricto silencio en la sala, pues sabíamos que, a la más mínima interrupción, nuestro yanqui se replegaba en su caparazón. Esbozó una sonrisa de satisfacción al ver nuestra actitud expectante y continuó entre un halo de humo.
—Díganme, caballeros, ¿quién de ustedes ha estado en Arizona? Nadie, seguro. Y, de todos los ingleses o americanos que saben empuñar una pluma y escribir, ¿cuántos han estado en Arizona? Poquísimos, calculo. Yo he estado allí, señores, he vivido allí años y, cuando pienso en las cosas que he visto, ahora casi me cuesta creerlas.
»¡Ah, qué gran país! Yo era uno de los filibusteros de Walker, como se les ocurrió llamarnos, y cuando estábamos destrozados y habían matado a nuestro jefe, algunos liamos el petate y nos establecimos por ahí. Éramos una colonia inglesa y americana normal, con nuestras mujeres, nuestros hijos y todo. Supongo que algunos todavía siguen por esas tierras y no han olvidado lo que voy a contarles. No, les garantizo, señores, que nadie que siga a este lado de la tumba ha podido olvidarlo.
»Pero les estaba hablando del país, y creo que aunque no les hablara de otra cosa los dejaría mudos de asombro. ¡Pensar que esa tierra se construyó para un puñado de gachupines! Eso es un despilfarro de los dones de la Providencia, así lo llamo yo. La hierba nos llegaba a la cabeza cuando la atravesábamos a caballo, y los árboles eran tan densos que no se veía un trozo de cielo azul en muchas leguas a la redonda, y ¡las orquídeas eran como paraguas! ¿Alguno de ustedes ha visto esa planta a la que en Estados Unidos llaman “papamoscas”?
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