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Cuentos de Navidad

Cuentos de Navidad. Por Charles Dickens

Resumen del libro:

Se podría decir que Dickens inventó la Navidad, pues ningún otro escritor ha evocado con tanta maestría el espíritu, jubiloso y elegíaco a un tiempo, de ese periodo final del año. En los relatos de ambientación navideña se entreverán los motivos principales del mundo dickensiano: la caridad, la infancia, los mitos populares, las desigualdades sociales, los sueños y la magia.

UN ÁRBOL DE NAVIDAD

A Christmas Tree, 1850

Estuve contemplando esta noche a un grupo alegre de niños, reunidos en torno a un lindo juguete alemán: un árbol de Navidad. Estaba plantado en el centro de una mesa redonda muy grande, y se erguía muy por encima de las cabezas de aquéllos. Se hallaba iluminado con multitud de velitas, y centelleaba por todas partes, deslumbrante de objetos brillantes. Escondidas entre sus verdes hojas había muñecas de mejillas sonrosadas, y colgando de sus innumerables ramitas veíanse auténticos relojes (por lo menos, sus manecillas podían moverse, y se les daba toda la cuerda que uno quería); sujetas entre las ramas, como para amueblar una casa de hadas, había mesas, sillas, camas, roperos, todos ellos barnizados a la francesa, y relojes con cuerda para ocho días, y otros utensilios domésticos maravillosamente fabricados de metal en Wolverhampton; veíanse igualmente en el árbol hombrecitos alegres y de cara regordeta, mucho más atrayentes que bastantes hombres de carne y hueso (lo cual no debe maravillar, porque sus cabezas eran postizas y estaban atiborradas de confites); había violines y tambores, panderos, libros, cajas de herramientas, cajas de pinturas, cajas de dulces, cajas de estampas para mirar por un agujero; cajas, en fin, de todas clases; había, para las niñas grandecitas, diademas mucho más brillantes que las joyas y el oro de las personas mayores; había cestillos y alfileteros en gran variedad; había fusiles, espadas y banderas; y brujas, en pie dentro de un círculo mágico de cartón, dispuestas a decir la buenaventura; había perinolas, trompos zumbadores, estuches de agujas, seca-plumas, botellas de sales, pinturas de hombres ilustres, sujeta-ramilletes; frutas de verdad a las que se había dado un brillo deslumbrador bruñéndolas con oro en hojas; manzanas, peras y nueces artificiales, llenas de sorpresas; en una palabra, y para emplear la frase que una linda niña que estaba delante de mí pronunció, dirigiéndose a otra linda niña, su amiga del alma: «Hay de todo y más». Esta abigarrada colección de los objetos más diversos, que llenaba el árbol como con frutos de magia, y que reflejaba el brillo de las miradas que desde todas partes le dirigían (algunos de los ojos diamantinos que le admiraban, apenas si alcanzaban el nivel de la mesa, y otros languidecían poseídos de un asombro tímido en brazos de lindas mamás, tías y niñeras), plasmaba en realidad viva todas las fantasías de la niñez; y me hizo pensar a mí en que todos los árboles que crecen y cuantas cosas nacen sobre la tierra tienen para la época inolvidable de la niñez sus adornos naturales.

He vuelto a mi casa, estoy sin mi familia, y soy la única persona que hay despierta en aquélla; mi pensamiento, arrastrado por una fascinación de la que me dejo llevar, vuelve a los tiempos de mi propia niñez. Empiezo por preguntarme qué cosa es, de todo cuanto había en el árbol de Navidad de nuestras Navidades infantiles, aquella de que mejor nos acordamos, y que nos sirvió para encaramarnos a la vida real.

En el acto surge un árbol frondoso en el centro de la habitación, pero sin que entorpezcan su crecimiento paredes, o un techo de poca altura; mirando hacia lo alto de la soñadora luminosidad de su copa (porque observo en este árbol la singular propiedad de que crece hacia abajo, con las raíces en el cielo), examino mis recuerdos navideños más lejanos.

Y lo primero que veo son todo juguetes. Allá, entre el verde acebo y las bayas rojas, está el tentemozo, con las manos metidas en los bolsillos, empeñado en no tumbarse jamás, y que en cuanto lo colocan en el suelo da vueltas y más vueltas a su cuerpo gordinflón, hasta que logra el equilibrio, y se me queda mirando con sus ojos saltones; yo fingía entonces reírme mucho; pero allá, en el fondo de mi corazón, me quedaba bastante receloso del tentemozo. Junto a éste, veo la infernal caja de sorpresa, de la que salía disparado un endemoniado abogado vestido de negra toga, con una repugnante cabeza de pelo; la boca, de tela colorada, abierta de par en par, una figura que me resultaba insoportable, pero de la que no podía desembarazarme, porque en mis pesadillas soñaba con cajas de sorpresa enormes, y el abogado salía agigantado de su interior cuando menos lo esperaba. Tampoco está lejos la rana con cera de zapatero en la cola; nunca se sabía de dónde iba a saltar, y cuando volaba por encima de la vela y se plantaba en la palma de la mano de uno con sus espaldas moteadas (rojo sobre fondo verde), resultaba horrible. Más bondadosa, y además bella, era la dama de cartón con falda de seda azul a la que colocaba tiesa sobre el fondo del candelero para que bailase, y a la que veo ahora en la misma rama; pero no puedo *decir lo mismo del hombre de cartón, figura más grande que la de la mujer, y al que solía colgarse de la pared y se hacía funcionar con un cordel; su nariz tenía una expresión siniestra, y cuando se abrazaba el cuello con las piernas (cosa que ocurría con mucha frecuencia) resultaba espantoso, y no era como para quedarse a solas con él.

¿Cuándo me miró por vez primera esa horrenda máscara? ¿Quién se la puso, y por qué me asusté yo tanto, que el día en que la vi cuenta como una fecha memorable en mi vida? En sí misma no resulta tan repugnante; ¿fue fabricada incluso con el propósito de que hiciese tan insoportables sus estúpidas facciones? Con seguridad que no fue por el hecho de que ocultase las facciones de quien la tenía puesta. Con tapárselas con un delantal, el efecto habría sido el mismo, y, aunque yo prefiriese verlo sin el delantal, no me habría producido, de todos modos, un efecto intolerable, como la máscara. ¿Sería quizá la inmovilidad de ésta? También la cara de la muñeca era rígida, y no me asustaba de ella. ¿Sería acaso que el cambio que producía en una cara auténtica, al ponerla rígida e impasible, infundió a mi acelerado corazón alguna sugerencia lejana y algún temor del cambio universal a que se ven un día sometidas todas las caras, hasta quedar inmóviles? El hecho es que jamás pude reconciliarme con la máscara. Ni los tambores del regimiento, que al dar vuelta a una manivela dejaban oír un tamborileo melancólico; ni los soldados, con su banda muda de música, sacados de una caja y colocados uno a uno en un pequeño juego de pinzas extensibles; ni la anciana, hecha de alambres y de una pasta de papel moreno, que cortaba un pastel para dos niños pequeños; nada de eso consiguió en mucho tiempo tranquilizarme de una manera definitiva. Ni tampoco me satisfizo el que me mostrasen la máscara y me hiciesen ver que estaba hecha de papel, ni el que la guardasen bajo llave y me diesen la seguridad de que nadie se la pondría. El simple recuerdo de aquella cara rígida, el simple conocimiento de que existía en alguna parte, bastaba para que me despertase durante la noche, sudoroso y horrorizado, con un «¡Estoy seguro de que viene! ¡Oh esa máscara!».

Jamás, por el contrario, pregunté de qué estaba hecho el borriquito cargado con los serones. ¡Ahí está! Recuerdo que su piel parecía auténtica al tacto. Y tampoco me pregunté jamás qué era lo que había puesto de una manera tan rara al gran caballo negro de manchas rojas por toda la piel, un caballo en el que yo podía montarme; y jamás se me ocurrió dudar de que no fuesen corrientes los animales como aquél en Newmarket. Parece que los cuatro caballos de un color indeterminado que están junto al anterior, que se ponían de tiro al carro de quesos, y que podían desengancharse y estabular debajo del piano, tenían las colas de trocitos de piel de esclavinas y también las crines; no tienen ya patas, sino pequeñas estacas, aunque no se hallaban en tal estado cuando fueron traídos como regalo de Navidad a casa.

En aquel entonces estaban perfectamente; tampoco tenían, como ocurre ahora, los arneses clavados descuidadamente al pecho. Yo descubrí por mí mismo que el mecanismo tintineante del carro musical estaba hecho de alambre y de monda-dientes de pluma de ave, y siempre fui de opinión que el pequeño tentemozo que estaba en mangas de camisa, y que subía constantemente por un armazón de madera para caerse de cabeza por el lado opuesto, era un individuo que no estaba en sus cabales, aunque era buena persona; pero la gran maravilla y el enorme encanto lo constituía la escala de Jacob, que se encuentra al lado del anterior, y que está compuesta de pequeños trozos cuadrados de madera roja que subían entre sacudidas y traqueteos, uno por encima de otro, poniendo a la vista cada cual un cuadro distinto, y todo ello alegrado con un tintineo de campanillas.

¡Ah! ¡La casa de muñecas! Yo no era su propietario, pero sí visita en ella. Ni el edificio del Parlamento me inspiraba la mitad de admiración que aquella casa de fachada de piedra, ventanas con cristales auténticos, escalinata de puerta y un verdadero balcón… de un color mucho más verde que los que veo ahora, salvo en las ciudades veraniegas (y aun en éstas sólo se trata de pobres imitaciones). Confieso que fue un golpe para mí, porque mataba la ficción de una escalera principal el que todo el frente de la casa se abriese de una pieza; pero, como en seguida volvía a cerrarse, aún me era posible seguir con mi ilusión. Aun cuando estaba el frente abierto, la casa tenía dentro tres cuartos diferentes: el de estar; el dormitorio, amueblado con lujo, y el mejor de todos, la cocina, con unos útiles para el fuego de una blandura extraordinaria, y un abundantísimo surtido de utensilios diminutos… ¡Oh aquella sartén que estaba puesta al fuego!… Y la silueta en hojalata de un cocinero que estaba siempre preparándose para freír dos peces. ¡Qué justicia ilusoria tengo hecha a los nobles festines en los que figuraba el juego de fuentes de madera, cada una con su golosina especial, tales como jamón o pavo, pegados fuertemente con cola a la fuente, y guarnecidos con una cosa verde, que a mí se me ha antojado siempre que era moho! Ni todas las actuales sociedades de templanza reunidas serían capaces de servirme un té como el que yo he bebido en aquel pequeño juego de porcelana azul que hay más allá, y que contenía líquido auténtico (recuerdo que se vertía del barrilito de madera, que sabía a cerillas y que hacía del té un verdadero néctar). Y ¿qué más daba que las dos manos de las innocuas y diminutas pinzas del azúcar se aplastasen una contra otra, y no hubiese en qué emplearlas, como le ocurría a Punch con sus manos? Y si en una ocasión empecé a chillar a la manera de un niño envenenado y sumí a la elegante concurrencia en plena consternación, por haberme bebido una cucharadita de aquel líquido, disuelto inadvertidamente en té demasiado caliente, nada malo me pasó, fuera de los polvos purgantes que tuve que tomar.

¡Qué apretadamente empiezan a colgar los libros en las ramas próximas a un nivel más bajo, junto al verde cilindro apisonador y las demás herramientas de jardín en miniatura! Los libros son al principio de poco grosor, pero muy abundantes, y tienen tapas deliciosamente suaves de un rojo o un verde brillantes. ¡Qué letras negras más gruesas en los comienzos! La letra A era un arquero, que disparaba contra una rama. Eso era; y también un abejorro. ¡Ahí está! Muchísimas cosas era esa A, y eso mismo les ocurría a casi todas sus amigas, con excepción de la X, que tenía tan poca versatilidad, que jamás la vi pasar de xilofón o xilomancia; y la Y, reducida siempre a yata o a yola; y la Z, condenada por siempre jamás a ser zafiro y zagal. ¡Mas he aquí que el árbol se transmuta en este instante, convirtiéndose en el tallo de habichuela por el que Juanito trepó a la casa del gigante! Y ¡surgen en seguida los terriblemente interesantes gigantones de dos cabezas, llevando al hombro sus mazas, y empieza una multitud de ellos a caminar a grandes zancadas por entre la maleza, arrastrando por los cabellos a señores y damas, a los que llevan a sus casas para comérselos! Y ¡qué noble se aparece Juanito, con su espada cortante y sus pies voladores! Ahora que lo miro, surgen de nuevo ante mí las meditaciones de entonces, y me pregunto si hubo acaso más de un Juanito (cosa que se me hace dura de creer), o si fue tan sólo uno, el auténtico y original Juanito, el que llevó a cabo todas las hazañas que se cuentan.

Cuentos de Navidad – Charles Dickens

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