Cuentos de las mil y una mañanas

Resumen del libro: "Cuentos de las mil y una mañanas" de

«Cuentos de las mil y una mañanas» de Colette es una obra que destaca por su capacidad de capturar la esencia de los últimos años de la Belle Époque, un período histórico fascinante por su esplendor y decadencia. Publicado en 1910, el libro reúne una serie de artículos que la autora escribió para el periódico Le Matin, donde se le otorgó total libertad para explorar los temas que más la inspiraban. Este contexto de libertad creativa permitió a Colette desplegar su aguda capacidad de observación y su estilo inigualable, presentando una crónica vívida y perspicaz de la sociedad de su tiempo.

Colette, una de las escritoras más destacadas de su generación, es conocida por su habilidad para retratar la vida cotidiana con una mirada libre de prejuicios y cargada de sensibilidad. En esta colección, su prosa brilla por su frescura y su capacidad para captar los matices de la vida urbana, desde los personajes más humildes hasta las figuras más destacadas de la sociedad. Su estilo, marcado por la ironía y una delicadeza que bordea lo poético, logra transportar al lector al París de principios del siglo XX, permitiéndole sumergirse en los pensamientos y emociones de la autora.

A lo largo de las páginas, Colette nos ofrece una ventana a su mundo, donde cada observación, por trivial que parezca, se convierte en un testimonio valioso del espíritu de la época. Sus descripciones, a menudo teñidas de nostalgia, revelan una época en la que la belleza y la superficialidad convivían con las tensiones y contradicciones de un mundo en transformación. Así, «Cuentos de las mil y una mañanas» no solo es un retrato íntimo de la Belle Époque, sino también una reflexión sobre la fugacidad del tiempo y la naturaleza cambiante de la vida.

En definitiva, esta obra es una joya literaria que trasciende su contexto histórico para ofrecer una lectura que, aun hoy, resuena por su autenticidad y profundidad. Colette, con su pluma hábil y su mirada penetrante, nos invita a redescubrir un París que, aunque distante en el tiempo, sigue vivo en la memoria cultural gracias a su trabajo. «Cuentos de las mil y una mañanas» es, sin duda, un testimonio indispensable de una de las épocas más fascinantes de la historia moderna, narrado por una de las voces más singulares y talentosas de la literatura francesa.

Libro Impreso

LA CONQUISTA DEL AIRE

LA BURBUJA

12 de setiembre de 1912

Una burbuja que se eleva en el aire, redonda, bien hinchada, color de oro, apretada en su redecilla: tal es nuestro globo. La pequeña cesta en que vamos, parece un accesorio enfadoso, que sólo sirve para retrasar, para afear la bella esfera cuya partida tiene la vacilación ligera, el capricho irrefrenable de un ala, pero de un ala rebelde a la voluntad del hombre y que se burla de él.

Sube de prisa, y a nosotros nos parece lenta. Su lentitud imaginaria nos tranquiliza, aunque es engañosa, porque el aeroplano y el automóvil nos han enseñado a asociar, por mera rutina, el zarpazo del aire con la idea de velocidad. El viento, que hace un momento inclinaba el globo, aún amarrado, y sacudía los árboles del parque, el viento somos ahora nosotros, nosotros cinco. En la barquilla vamos, además del piloto, un novato pero intrépido pasajero, un abogado célebre, una dama aguerrida y yo. Me han asegurado que los flancos de la barquilla ocultan la cantidad suficiente de vino, de bocadillos y de chocolate, para que el aterrizaje en tierra desierta ofrezca las ventajas de una merienda en un jardín.

En el momento de cruzarlo, un saco de lastre se vierte sobre el Sena, y acribilla el agua con un bello rumor de perlas desgranadas. Nosotros sonreímos, confiados, asombrados sólo de avanzar sin la ensordecedora ayuda de un motor, sin dejar a nuestra espalda una estela de humo, ni olor a gasolina, a aceite y a hierros caldeados…

—Doscientos…, sólo doscientos cincuenta metros… Por favor, hijos míos, presten un momento de atención. ¿Dejamos la Torre Eiffel a nuestra izquierda?

—Sí, viejo, sí…

Únicamente el piloto turba el jolgorio de la partida. Su sagacidad abnegada enturbia nuestra alegría irresponsable. ¿Qué nos importa a nosotros la Torre Eiffel? ¿Qué necesidad tiene este piloto, en vez de permanecer satisfecho y contemplativo como nosotros, de trastear con instrumentos inútiles y de pellizcar obstinadamente la lombriz de caucho que pende del vientre redondo del estatoscopio? Poco falta para que recompensemos su celo con una conmiseración injuriosa y le conjuremos a que no se agite… Nuestra burbuja de color de oro sube, sube… ¿Por qué no imita su serenidad?

—Hemos pasado la Torre, ¿eh?

—Sí, viejo, sí…

¡Este piloto es asombroso! Oyéndolo, se diría que la Torre Eiffel cierra todos los caminos del aire y que no hay manera de saber si, a su lado, encontraremos un pequeño pasillo de viento que nos conduzca allá abajo, hacia el hermoso y velado Sudeste…

El piloto, más paciente de lo que suelen ser los hombres, nada responde… Tal vez se arrepiente de haber embarcado a unos locos peligrosos… Y, como se empeña en medir, a pequeñas y precavidas paletadas, el lastre que nos libra de la Torre, consigue que lo tratemos cordialmente de «droguero».

—Quinientos…, ochocientos…, mil metros… Hijos míos, no se asusten de la sacudida; voy a echar la cuerda de nudos.

… Cien metros de cuerda penden ahora de la barquilla, y, por debajo del extremo libre del cable, queda aún…, ¡huy…!, queda aún un kilómetro de vacío… Por un instante, el demonio del vértigo, suspendido en la punta oscilante de la cuerda, me hace señas… Pero es una flaqueza efímera, y pronto me distraigo al reconocer los alrededores de París, su rostro variopinto, sus tejados de cinc, sus plazas y bosquecillos, sus desconchados y sus manchas… Mil doscientos metros… París se aleja, envuelto en una humareda violácea, donde el blanco del Sacré-Coeur, gracias a un rayo de sol, pone una luz cruda y dramática. Una tormenta, apelotonada en un rincón del cielo, parece bajar a medida que nosotros subimos. La belleza del cielo y de la tierra, que nuestra ascensión simplifica y agranda, nos apacigua. Los ruidos terrestres ya no llegan al aire vivo en el que nos cernemos, y permanecemos callados largo rato, hasta que uno de nosotros dice a media voz y sin querer: «¡Qué silencio…!».

… París se ha perdido allá abajo, muy lejos. Una mancha centelleante señala cada recodo del Sena; parques cercados de muros nos descubren el secreto de sus palacios ocultos tras las arboledas, su clara ordenación, el ingenuo tapiz de sus jardines franceses…

—Mil quinientos metros…

Un aire puro y seco, que sabe a nieve, despierta el apetito y la sed; y también el crepúsculo que se acerca reaviva en nosotros una solidaridad tal vez inquieta, y un poco de respeto —¡al fin!— por el piloto impecable. La dama aguerrida le tiende un vaso que rezuma espuma; el pasajero novato pero intrépido le ofrece la ayuda de sus largos brazos, mientras que el célebre abogado promete al piloto una defensa irresistible «para el caso, posible a fin de cuentas, de que un engorroso asunto de faldas…».

El piloto sonríe con mansedumbre, como un paciente terranova hostigado por perritos juguetones. Nos deja que sigamos nuestro humor, ora grave, ora comunicativo; nos da todo lo que puede de un cielo sin pájaros y sin nubes, de un mundo plano en el que los bosques lejanos son azules, en el que las ciudades proyectan a su alrededor suburbios divergentes como rayos de estrella; contempla cómo se mueve, bajo la panza tensa de nuestra burbuja de oro, la sombra en rombos de la red de cuerdas, y después dice: «Hijos míos, hay que aterrizar», y arroja un periódico desplegado, que desciende, flota inmóvil y después se agita bruscamente, gira como una gaviota herida y cae…

… Un zumbido en los oídos, una sordera casi agradable: es el descenso… Un bosque aterciopelado se concreta singularmente: ¿cómo puedo de pronto detallar sus esencias rojizas y verdes, sus gigantes de cabeza redonda? Un murmullo de cascada sube hasta nosotros, junto con un perfume fresco como él, un tanto amargo: el de las encinas después de la lluvia… ¡Un surtidor de chillidos de pájaros parece celebrar nuestro regreso a la tierra…!

—¡Agáchense todos! ¡Oculten las cabezas y las manos! —gritó la voz del piloto.

Apenas si hemos tenido tiempo de obedecer cuando la barquilla, lanzada en medio del bosque, rastrea sobre las copas de los árboles con un estruendo de ramitas rotas y fronda desgarrada. Encima de nosotros, los blandos flancos del globo enflaquecido palpitan y luchan… Una ráfaga de viento se apodera de nuevo de nosotros y nos arrastra; escucho la ruptura musical de unos hilos del telégrafo, me levanto y veo correr, debajo de nosotros agarrados a la cuerda de nudos que se arrastra, dos bravos cazadores regordetes, de color de tierra removida, jadeantes y risibles… Pronto los dejamos atrás y me estremezco al ver avanzar sobre nosotros erguidos en lo alto de un campo inclinado, dos nogales venerables… que no se romperán como los pobres hilos del telégrafo… ¡Pero el piloto está aquí! Con mano sabia y dura, nos salva la vida tirando de la cuerda que desgarra el globo: un choque, y la barquilla se vuelca, como una cesta, y salimos lanzados sobre la hierba seca de un campo pelado, junto con el estetoscopio, el barómetro, los últimos sacos de lastre, las botellas de vino, los melocotones y, ¡ay!, el chocolate a la crema…

Poco miedo, y ningún daño. Todo el interés se concentra en el globo, que yace, fláccido, en la bella burbuja desgarrada que muere en cada aterrizaje bárbaro, que palpita, aún y se estremece, perdiendo más y más su fuerza agonizante…

«Cuentos de las mil y una mañanas» de Colette

Colette. Cuyo nombre completo era Sidonie-Gabrielle Colette, fue una escritora y periodista francesa nacida en Saint-Sauveur-en-Puisaye en 1873 y fallecida en París en 1954. Fue una figura importante de la literatura francesa del siglo XX y una feminista influyente. Comenzó su carrera literaria en 1900 con la publicación de su primera novela, "Claudine a l'école", que escribió bajo el seudónimo de su marido, Henry Gauthier-Villars, conocido como "Willy". Esta obra fue un gran éxito y dio lugar a una serie de novelas protagonizadas por Claudine.

Colette también escribió obras teatrales, guiones de cine y libros de viajes, y fue una prolífica periodista y crítica literaria. Algunas de sus obras más conocidas incluyen "Chéri", "La vagabonde", "Le blé en herbe" y "Gigi".

Además de su carrera literaria, Colette también fue una figura pública destacada en la vida cultural francesa de su tiempo. Fue amiga de artistas y escritores como Marcel Proust y Jean Cocteau, y estuvo involucrada en la política como defensora de los derechos de las mujeres y los derechos de los animales.

A lo largo de su vida, Colette se casó tres veces y tuvo varias relaciones amorosas con hombres y mujeres. Fue una figura controvertida y adelantada a su tiempo, y su obra sigue siendo valorada por su exploración de temas como la sexualidad femenina, la identidad de género y la naturaleza humana.