Cuentos de la selva para los niños

Resumen del libro: "Cuentos de la selva para los niños" de

Horacio Quiroga, uno de los grandes cuentistas latinoamericanos, nació en Uruguay en 1878, pero es en la selva misionera de Argentina donde encontró la inspiración para muchas de sus obras más emblemáticas. Su vida estuvo marcada por la tragedia personal, la cual influyó profundamente en su narrativa, caracterizada por un estilo que combina realismo con elementos fantásticos y un tono a menudo sombrío. Sin embargo, en “Cuentos de la selva para los niños”, Quiroga nos ofrece un conjunto de relatos donde el humor, la ternura y la fantasía se entrelazan, mostrando una faceta más luminosa de su obra.

En “Cuentos de la selva para los niños”, Quiroga nos lleva a un universo mágico donde los animales son los protagonistas indiscutibles. La selva, con su exuberancia y misterio, no solo es el escenario de estas historias, sino un personaje en sí mismo, que influye y moldea las vidas de sus habitantes. Los relatos, dirigidos originalmente a sus propios hijos, reflejan un profundo amor y respeto por la naturaleza, y una aguda observación de la conducta humana proyectada en las criaturas de la selva.

Cada cuento presenta una lección, a menudo envuelta en aventuras emocionantes y situaciones cómicas. Desde una tortuga gigante que muestra gratitud a un cazador, hasta unos flamencos presuntuosos que aprenden una dura lección sobre la vanidad, Quiroga utiliza la personificación para enseñar valores universales. Historias como la de la abeja haragana, que aprende el valor del trabajo, o la de la pequeña gama que pierde la vista y debe enfrentar su vulnerabilidad, son ejemplos claros del enfoque moralista pero ameno del autor.

El estilo de Quiroga en esta obra es accesible y cautivador, con descripciones vívidas que transportan al lector directamente a la selva. Su capacidad para combinar la sencillez narrativa con una profunda reflexión sobre la vida, hacen que estos cuentos trasciendan el ámbito de la literatura infantil, convirtiéndose en lecturas atemporales que pueden ser disfrutadas por todas las edades.

“Cuentos de la selva para los niños” no solo se ha consolidado como un clásico de la literatura infantil, sino que también refleja la maestría de Horacio Quiroga para capturar la esencia de la naturaleza y convertirla en un espejo donde se reflejan las pasiones, debilidades y virtudes humanas. A través de estos relatos, Quiroga invita a los lectores a explorar la selva, a conocer sus habitantes y a descubrir, entre risas y sorpresas, importantes lecciones de vida.

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La tortuga gigante

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien. Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo, construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque, que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y los llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de querosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él sólo podría servir de alfombra para un cuarto.

—Ahora —se dijo el hombre— voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre. La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.

El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo. La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo. Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.

Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento. Pero la tortuga lo había oído y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:

—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas. El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento.

Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco. Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

“Cuentos de la selva para los niños” de Horacio Quiroga

Horacio Quiroga. (1878-1937) Fue un escritor uruguayo, conocido por sus cuentos y relatos de terror y misterio. Nació en Salto, Uruguay, y creció en una familia adinerada. Después de la muerte de su padre, se mudó con su familia a Montevideo, donde comenzó a estudiar derecho pero no llegó a terminar la carrera. En 1900, Quiroga se mudó a Buenos Aires, donde comenzó a trabajar como periodista y escritor. Publicó su primer libro, "Los arrecifes de coral", en 1901, y desde entonces escribió una gran cantidad de cuentos y relatos que se hicieron muy populares en toda América Latina.

A lo largo de su vida, Quiroga sufrió varias tragedias personales, incluyendo la muerte de su padre, de su padrastro y de dos de sus esposas, además de varios intentos de suicidio. Estas experiencias se reflejan en su obra, que a menudo presenta personajes que enfrentan la muerte, el dolor y la locura.

Quiroga también fue un apasionado de la naturaleza y pasó muchos años en el campo, donde escribió algunos de sus cuentos más conocidos, como "La gallina degollada" y "El almohadón de plumas". También escribió sobre la caza y la pesca, y publicó varios libros sobre estos temas.

La obra de Quiroga ha sido comparada con la de otros escritores de la época, como Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft, y ha sido muy influyente en la literatura latinoamericana. A pesar de su corta vida y de las tragedias que enfrentó, Quiroga dejó un legado literario significativo que sigue siendo leído y admirado en todo el mundo.