Cuentos de la Alhambra
Resumen del libro: "Cuentos de la Alhambra" de Washington Irving
Los “Cuentos de la Alhambra” de Washington Irving son un tesoro literario que ha desafiado el paso del tiempo, manteniendo su frescura y encanto desde su primera publicación en 1832. Washington Irving, un diplomático, historiador y viajero norteamericano, vivió durante un período en la majestuosa Alhambra, lo que le otorgó una perspectiva única y una conexión íntima con el entorno que se reflejan en sus relatos.
La obra se erige como una ventana abierta al romántico esplendor de la Alhambra, con su paleta de colores vibrantes y su aire impregnado de misterio y encanto. Irving teje leyendas y tradiciones locales, capturando el eterno encanto de épocas pasadas. Al mismo tiempo, ofrece vívidas pinceladas realistas de la Alhambra decimonónica, con sus habitantes pintorescos: hombres y mujeres del pueblo, soldados inválidos y mendigos. Este contraste entre la magia de las leyendas y la cruda realidad de la vida cotidiana crea una rica amalgama de experiencias que transporta al lector a un mundo fascinante.
El autor no solo destaca por su habilidad narrativa, sino también por su aguda observación directa, impregnando las páginas con matices, gracia y emotividad. Las descripciones detalladas y las impresiones sutiles revelan la maestría de Irving al plasmar la esencia de la Alhambra, transformando la lectura en un deleite sensorial. Sin embargo, es en las páginas que exploran la vida de los mendigos y otros personajes del pueblo donde la obra alcanza su máximo esplendor, desvelando capas de sugerencia que dan profundidad y autenticidad al relato.
En resumen, los “Cuentos de la Alhambra” trascienden las barreras del tiempo, ofreciendo una experiencia literaria enriquecedora que combina la magia de las leyendas con la cruda realidad de la vida cotidiana en la Alhambra del siglo XIX. La pluma de Washington Irving, guiada por su conexión única con el lugar, ha creado una obra maestra que sigue cautivando a lectores de todas las latitudes.
EL VIAJE
En la primavera de 1829, el autor de este libro, que se había sentido atraído a España por la curiosidad, hizo una excursión desde Sevilla a Granada, en compañía de un amigo, miembro de la embajada rusa en Madrid. El azar nos había reunido desde apartadas regiones del Globo, y movidos por semejanza de aficiones, vagamos juntos por las románticas montañas de Andalucía. Dondequiera que lea estas páginas, ya se encuentre ocupado en las obligaciones de su cargo, incorporado al protocolo de las Cortes o meditando en las glorias más genuinas de la Naturaleza, sirvan ellas para recordarle los incidentes de nuestra amigable camaradería y el recuerdo de aquel a quien ni el tiempo ni la distancia harán olvidar su valía y gentileza.
Y ahora, antes de seguir adelante, permitidme que haga unas previas observaciones acerca del paisaje y los viajes en España. Muchos hay propensos a figurarse a España como una apacible región meridional engalanada con los lozanos encantos de la voluptuosa Italia. Antes al contrario; si se exceptúan algunas de las provincias marítimas, es, en su mayor parte, un áspero y melancólico país, de montes escabrosos y amplias llanuras, desprovistas de árboles; y un silencio y soledad indescriptibles que tienen muchos puntos de contacto con el aspecto selvático y solitario del África. Y aumenta esta soledad y silencio, la carencia de pájaros canoros, natural por la falta de setos y arboledas. Se ven al buitre y al águila dar vueltas en torno a los picachos de las montañas y planear sobre las llanuras, y bandadas de asustadizas avutardas que merodean en torno a los brezales; pero las miríadas de pajarillos que animan la amplitud del paisaje en otras tierras, se encuentran aquí tan sólo entre los huertos y los jardines que rodean la morada del hombre.
Algunas veces, en las provincias del interior, atraviesa el viajero amplios terrenos de cultivo, hasta perderse la vista, ondulados en ocasiones de verdura, y otras veces desnudos y abrasados por los rayos del sol; pero inútilmente busca la mano que labró la tierra. Divisa a lo lejos alguna que otra aldea, emplazada sobre algún altozano o sobre un escarpado despeñadero con murallas desmoronadas y ruinosas atalayas, que fue un tiempo fortaleza en la guerra civil o contra las incursiones de los moros. En la mayor parte de España se observa todavía la costumbre de agruparse los aldeanos para una mutua protección, a consecuencia de los merodeos de los bandidos.
Pero aunque una gran parte de España sea escasa en el adorno de alamedas y bosques y en los más delicados encantos del cultivo, ornamental, es su paisaje, sin embargo, noble en su austeridad, de acuerdo con las características de su pueblo; y concibo al español altivo y osado, frugal y abstemio, y comprendo su desdén por todo lo que signifique afeminado abandono, desde que he contemplado el suelo que habita.
Hay algo también en los sencillos y austeros rasgos del paisaje español, que imprime en el alma un sentimiento de sublimidad. Las inmensas llanuras de las dos Castillas y de la Mancha, que se extienden hasta donde alcanza la vista, llaman la atención por su auténtica aridez e inmensidad, y poseen, en sumo grado, la solemne grandeza del océano. Al recorrer estas infinitas extensiones, se contempla acá y allá algún singular rebaño de ganado que vigila un solitario pastor, inmóvil como una estatua, con su larga y delgada vara que blande en el aire como una lanza; o una recua de mulas que camina perezosamente por el llano, como una caravana de camellos por el desierto; o un solitario jinete, armado de trabuco y puñal, que merodea por la llanura. De este modo, el país, los vestidos, el aspecto mismo de sus moradores, participa del carácter árabe. La general inseguridad de la comarca se evidencia en el uso corriente de armas defensivas. El vaquero en la campiña, el pastor en el llano, llevan su mosquete y su cuchillo. El rico aldeano raramente se aventura a ir al mercado sin su trabuco, o tal vez acompañado de un criado a pie con otro al hombro. La mayor parte de estos viajes se emprenden con los preparativos propios de una empresa guerrera.
Los peligros del viaje ponen asimismo de manifiesto un sistema de viajar semejante, aunque en menor grado, al de las caravanas orientales. Los arrieros o trajinantes, agrupados en convoyes, emprenden la marcha en largas y bien armadas filas, en los días previamente señalados, y entre tanto, otros circunstanciales viajeros se unen a ellos y contribuyen a su mayor seguridad. Por este primitivo procedimiento se realiza el comercio del país. El arriero es el medio y el auténtico viajero que cruza la Península desde los Pirineos y Asturias hasta las Alpujarras, la Serranía de Ronda, e incluso, hasta las puertas de Gibraltar. Vive frugal y sobriamente; sus alforjas, por lo común de burdo paño, guardan sus parcas provisiones, y lleva además una bota de cuero, que pende del arzón de la cabalgadura, con vino o agua, suministro imprescindible cuando cruza los montes estériles o las sedientas llanuras. La manta de la mula, tendida en el suelo, es su lecho por la noche, utilizando la albarda como almohada. Su corto, pero gallardo y vigoroso aspecto, denota energía; de morena tez, tostada por el sol; firme la mirada, pero la expresión serena, excepto cuando se aviva por una súbita emoción; de francos ademanes, varonil y amable, nunca pasa sin pronunciar este grave saludo: ¡Dios guarde a usted! ¡Vaya usted con Dios, caballero!
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Washington Irving. Escritor norteamericano, nació en Tarrytown el 3 de abril de 1783. Está considerado uno de los grandes escritores del romanticismo y de la literatura del siglo XIX. Irving comenzó su carrera escribiendo relatos para varios periódicos y revistas, de tal modo que consiguió un cierto éxito y renombre popular con sus historias cortas, normalmente con grandes dosis de humor y sátira.
Tras una primera estancia en Europa por motivos de trabajo, Irving, una vez consagrado a la escritura, viajó por Inglaterra, Alemania y París, donde conoció a Mary Shelley.
De esta época son relatos que han pasado a convertirse en auténticos cuentos populares, como La leyenda de Sleepy Hollow -llevada al cine en multitud de ocasiones, la última de ellas por el cineasta Tim Burton- o Rip van Winkle.
En 1826 acude a España para realizar una investigación sobre algunos documentos referidos al descubrimiento de América, para luego ser elegido como embajador de los Estados Unidos hasta 1845. Sin duda, de esta época, es una de sus obras más famosas, los Cuentos de la Alhambra (1832).
Washington Irving murió en Tarrytown el 28 de noviembre de 1859.